San Esteban, Rey de Hungría

Esteban significa: «coronado» (estebo= corona).

Este santo tiene el honor de haber convertido al catolicismo al reino de Hungría.

Fue bautizado por San Adalberto y tuvo la suerte de casarse con Gisela, la hermana de San Enrique de Alemania, la cual influyó mucho en su vida.

Valiente guerrero y muy buen organizador, logró derrotar en fuertes batallas a todos los que se querían oponer a que él gobernara la nación, como le correspondía, pues era el hijo del mandatario anterior.

Cuando ya hubo derrotado a todos aquellos que se habían opuesto a él cuando quiso propagar la religión católica por todo el país y acabar la idolatría y las falsas religiones, y había organizado la nación en varios obispados, envió al obispo principal, San Astrik, a Roma a obtener del Papa Silvestre II la aprobación para los obispados y que le concediera el título de rey. El sumo Pontífice se alegró mucho ante tantas buenas noticias y le envío una corona de oro, nombrándolo rey de Hungría. Y así en el año 1000 fue coronado solemnemente por el enviado del Papa como primer rey de aquel país.

El cariño del rey Esteban por la religión católica era inmenso; a los obispos y sacerdotes los trataba con extremo respeto y hacía que sus súbditos lo imitaran en demostrarles gran veneración. Su devoción por la Virgen Santísima era extraordinaria. Levantaba templos en su honor y la invocaba en todos sus momentos difíciles. Fundaba conventos y los dotaba de todo lo necesario. Ordenó que cada 10 pueblos debían construir un templo, y a cada Iglesia se encargaba de dotarla de ornamentos, libros, cálices y demás objetos necesarios para mantener el personal de religiosos allá. Lo mismo hizo en Roma.

La cantidad de limosnas que este santo rey repartía era tan extraordinaria, que la gente exclamaba: «¡Ahora sí se van a acabar los pobres!». El personalmente atendía con gran bondad a todas las gentes que llegaban a hablarle o a pedirle favores, pero prefería siempre a los más pobres, diciendo: «Ellos representan mejor a Jesucristo, a quien yo quiero atender de manera especial».

Para conocer mejor la terrible situación de los más necesitados, se disfrazaba de sencillo albañil y salía de noche por las calles a repartir ayudas. Y una noche al encontrarse con un enorme grupo de menesterosos empezó a repartirles las monedas que llevaba. Estos, incapaces de aguardar a que les llegara a cada quien un turno para recibir, se le lanzaron encima, quitándole todo y lo molieron a palos. Cuando se hubieron alejado, el santo se arrodilló y dio gracias a Dios por haberle permitido ofrecer aquel sacrificio. Cuando narró esto en el palacio, sus empleados celebraron aquella aventura, pero le aconsejaron que debía andar con más prudencia para evitar peligros. El les dijo: » Una cosa sí me he propuesto: no negar jamás una ayuda o un favor. Si en mí existe la capacidad de hacerlo».

A su hijo lo educó con todo esmero y para él dejó escritos unos bellos consejos, recomendándole huir de toda impureza y del orgullo. Ser paciente, muy generoso con los pobres y en extremo respetuoso con la santa Iglesia Católica.

La gente al ver su modo tan admirable de practicar la religión exclamaba: » El rey Esteban convierte más personas con buenos ejemplos, que con sus leyes o palabras».

Dios, para poderlo hacer llegar a mayor santidad, permitió que en sus últimos años Esteban tuviera que sufrir muchos padecimientos. Y uno de ellos fue que su hijo en quien él tenía puestas todas sus esperanzas y al cual había formado muy bien, muriera en una cacería, quedando el santo rey sin sucesor. El exclamó al saber tan infausta noticia: «El Señor me lo dio, el Señor me los quitó. Bendito sea Dios». Pero esto fue para su corazón una pena inmensa.

Los últimos años de su vida tuvo que padecer muy dolorosas enfermedades que lo fueron purificando y santificando cada vez más.

El 15 de agosto del año 1038, día de la Asunción, fiesta muy querida por él, expiró santamente. Desde entonces la nación Húngara siempre ha sido muy católica. A los 45 años de muerto, el Sumo Pontífice permitió que lo invocaran como santo y en su sepulcro se obraron admirables milagros.

Que nuestro Dios Todopoderoso nos envíe en todo el mundo muchos gobernantes que sepan ser tan buenos católicos y tan generosos con los necesitados como lo fue el santo rey Esteban.

 

San Esteban, Rey Apostólico

Autor : Plinio Corrêa de Oliveira

Así como cada individuo, el Estado también debe practicar los Diez Mandamientos. Él existe, ante todo, para servir a la Iglesia y favorecer el Reino de Dios. Ese principio fue practicado eximiamente por San Esteban.

San Enrique, Emperador del Sacro Imperio Romano Alemán, se interesó por la conversión del pueblo húngaro y destinó para ese fin a su hermana Gisela, cuyo matrimonio promovió con el rey pagano de dicho pueblo. Por la acción de San Enrique, de la Reina Gisela y de predicadores santos que fueron a Hungría, fue posible convertir al rey, y con su conversión se hizo más fácil la conversión de los húngaros. Este rey fue San Esteban.

El enorme imperio de los mahometanos

San Esteban a Caballo - Budapest, HungríaHungría se convirtió en un baluarte de la Cristiandad en Occidente. Nación de un papel muy importante, porque lo que son los comunistas actualmente para la Cristiandad de nuestros días, para la Cristiandad hasta el comienzo del siglo XVIII – con toda seguridad desde el siglo VII hasta el siglo XVIII, por lo tanto, más de mil años – fueron los mahometanos.

Estos, en su mayoría árabes, también consiguieron inducir a sus errores a los turcos. Los mahometanos ocupaban la mitad del litoral mediterráneo. Además de todo el norte de África, llegaron a conquistar durante algún tiempo casi toda España, parte de Francia hasta Poitiers, y gran parte de Portugal. Posteriormente, en el Oriente Próximo, ocuparon los Santos Lugares, se tomaron Constantinopla y algunas zonas territoriales adyacentes, llegaron hasta Albania, la cual, aún hoy, es más o menos mahometana. Eso formaba, en ese entonces, un imperio enorme.

El Mediterráneo, considerado en aquél tiempo el centro del mundo – Mediterráneo, «en medio de la Tierra» -, estaba dividido, por lo tanto, en dos bloques: un gran bloque católico, que abarcaba a todas las naciones de Europa; también España después de ser reconquistada; y el mahometano, que abarcaba el norte de África, regiones de Asia y una parte de los Balcanes. Los dos bloques estaban en una continua guerra de carácter religioso, en una constante fricción.

Los puntos de ataque más frecuentes fueron los dos extremos de Europa: la Península Ibérica, donde está España y Portugal, y, de otro lado, Hungría. Los mahometanos subían en hordas a partir de Constantinopla, y su intuito era llegar a Hungría, después hasta Austria, tomarse Viena y posteriormente bajar a Italia para ocupar la Sede de San Pedro.

El Emperador Bajzet, quien fue tal vez el más famoso de los jefes mahometanos, decía que él quería hacer comer a su caballo en el altar de San Pedro, como en un establo. Y los pueblos que aguantaban, del lado de Occidente, la invasión mahometana, eran el español y el portugués, que se hicieron famosos por causa de su heroísmo.

Un pueblo baluarte

No focalizamos suficientemente el papel que tenían en ese punto los húngaros. Estos, precisamente, soportaban la presión mahometana para defender a Occidente en Europa Oriental, al otro lado del alicate o de la tenaza mahometana, con batallas heroicas, guerras, santos luchando a su lado, con milagros, etc., algo que puede ser legítimamente comparado, en sus puntos más altos, al heroísmo de los españoles y portugueses contra los mahometanos.

La conquista de ese pueblo baluarte, al cual Europa debe en gran parte su integridad contra las embestidas mahometanas, y que también supo resistir muy bien al protestantismo – Hungría era una nación de acentuada mayoría católica, apenas una parte de ella se pasó al protestantismo -; la conversión de los húngaros tuvo, por lo tanto, toda una serie de consecuencias para la Historia de Occidente, para la Historia de la Cristiandad.

Todo comenzó con la conversión de San Esteban, y se consolidó con el reinado de San Américo, hijo de San Esteban, educado por él.

Todo lo que dice respecto a esos comienzos de la Cristiandad en Hungría nos debe interesar profundamente. Comentaré una ficha1 que nos habla del modo por el cual San Esteban instruyó a su hijo, San Américo, en el arte de gobernar.

«Nadie deberá aspirar a la realeza si no fuere un católico fiel»

San Esteban dejó a su hijo, San Américo, una instrucción en diez artículos, sobre la manera de gobernar bien.

San Esteban recibe a los enviados del Papa que le traen una corona - Museo de Bellas Artes, Budapest, Hungría

Esos diez artículos son una especie de florones que debían ornar la corona real. El primero de esos florones es el siguiente. Dice San Esteban:

Como nadie deberá aspirar a la realeza si no fuere un católico fiel, demos el primer lugar de nuestras instrucciones a nuestra santa Fe. Os recomiendo, antes que nada, mi querido hijo, si quisiereis ilustrar la corona real, profesar con tanta firmeza la Fe católica, que podáis servir de modelo a los súbditos, y hacer que todos los hijos y ministros de la Iglesia os reconozcan como verdadero cristiano. Pues aquél que profesa una falsa creencia, o que, profesando la verdadera, no la practica en sus obras, no reinará con gloria ni participará del Reino eterno. No obstante, si conservareis el escudo de la Fe, tendréis el casco y el yelmo de la salvación. Con esas armas podréis combatir legítimamente a los enemigos visibles e invisibles, pues dijo el Apóstol: «Sólo será coronado aquél que combatiere legítimamente.» Esta es la fe a la cual me refiero – recuerda el Símbolo de San Atanasio.

Si, pues, alguien bajo vuestro dominio buscare dividir, disminuir o aumentar esa Trinidad Santa, sed consciente de que es hijo de la herejía y no hijo de la Santa Iglesia. Evitad, pues, ya sea alimentarlo, ya sea defenderlo, bajo pena de que parezcáis su amigo y querer favorecerlo, pues personas de esa especie contaminan a los hijos de la Santa Fe; sobre todo, perderían y corromperían miserablemente a ese nuevo pueblo de la Santa Iglesia. Velad, por encima de todo, para que tal cosa no suceda.

Primera tarea del rey: ser buen católico

San Esteban se refiere a un Credo llamado «Símbolo de San Atanasio», que se conserva hasta hoy en la Iglesia, y que contiene las principales verdades de la Fe. Él, entonces, le deja a su hijo ese Credo y le dice que contiene la verdadera Fe católica. Si alguien quisiere añadir o quitar algo de ese Credo, sea maldito. Porque la añadidura no será hecha por la Iglesia, sino por una iniciativa puramente individual y contra el espíritu de la Esposa de Cristo. Y su reducción es una mutilación de la obra de la Iglesia.

Sólo quien pertenece verdaderamente a la Iglesia, merece el apoyo del rey. Quien no es hijo de la Iglesia, que no acepta el Credo católico, no debe ser apoyado por el monarca; el rey no debe ni siquiera alimentarlo, ni ayudarlo en nada, sino aislarlo y aislarse de él, porque el hereje contamina a quien tiene Fe. Y sería una tristeza que ese reino nuevo, nacido hacía poco de la Fe católica, se contaminase con la herejía.

San Esteban añade que la primera tarea del rey es ser buen católico. La finalidad del reino es ser un reino católico. Por esa razón el monarca, por encima de todo, debe demostrar ser un buen católico, respetar a los ministros del Altísimo, amar al pueblo de Dios, ser el jefe de ese pueblo de Dios en la lucha.

Si fuere un buen católico, continúa San Esteban, entonces tendrá la gloria de un rey. Si fuere un mal católico, no tendrá esa gloria y acabará perdiéndose, porque sólo alcanza la salvación quien adopta la verdadera Fe católica.

Buscar antes de todo el Reino de Dios y su justicia

Estatua de San Esteban - Plaza de los Héroes, Budapest, Hungría.Ese principio es muy verdadero. Así como los individuos, los países tienen la obligación de creer en Dios, servirlo y amarlo sobre todas las cosas. Un país es comparable a un individuo, pues constituye lo que se llama una persona jurídica. Esa persona tiene las mismas obligaciones del individuo. Un país, colectivamente – el Estado -, tiene la obligación de conocer y profesar la Fe católica. Así como cada uno de nosotros tiene por misión principal en esta vida practicar la Fe y propagarla, el Estado tiene como misión primordial ser instrumento de la Iglesia para la difusión de la Fe católica.

Antes que cuidar de finanzas, de una buena administración, de diplomacia, de ejércitos, o de cualquier otra cosa, el Estado debe tratar de, dentro de sus propias fronteras, servir a la Iglesia Católica, favorecer su influencia por todos los medios que estén al alcance del poder temporal; perseguir a los enemigos de la Iglesia, ayudar a sus amigos, hacer que todos los instrumentos del poder público sean utilizables por la Iglesia para influenciar el país.

Si el Estado hiciere eso, alcanzará todas las otras cosas, pues a él se le aplica lo mismo que Nuestro Señor Jesucristo dijo a los individuos: «Buscad en primer lugar el Reino de Dios y su justicia, y todas las cosas os serán dadas por añadidura.»2

Es decir, si en algún lugar un rey hace todo lo posible para servir a la Iglesia, habrá realizado el resto; poseerá buenos súbditos y será amado por ellos. El buen súbdito es corajoso, leal, buen pagador de los impuestos, amigo del orden, trabajador, tiene grandeza de alma, amor a lo maravilloso, idealismo, entusiasmo por lo sublime, produce una gran cultura, una gran civilización. La cuestión es ser un buen católico.

Si, por el contrario, no es buen católico, no produce nada que valga.

La verdadera felicidad está mucho más en los bienes del alma que en los del cuerpo. Y por debajo de la virtud, el primer bien del alma es el equilibrio mental. La prosperidad de quien no es católico, con desequilibrios, manías, crímenes, no es verdadera prosperidad. Es necesario buscar el Reino de Dios y su justicia, y todas las cosas serán dadas por añadidura.

San Esteban y San Américo fueron profundamente venerados por los húngaros de todos los tiempos que les siguieron.

San Esteban recibió una corona enviada por el Papa, que se venera hasta hoy en Hungría, como símbolo del poder. Junto con la corona, le fue otorgado por el Sumo Pontífice a San Esteban el título de Rex Apostolicus – Rey Apostólico -, por haber hecho un apostolado tan magnífico. Hungría era de tal manera una línea de avanzada apostólica, vuelta hacia las naciones bárbaras a fin de convertirlas y yugularlas, que él mereció ese título. Y con un privilegio que no tenía ningún rey de la Tierra: en cualquier lugar al que fuese, podía ser precedido por un dignatario que llevaba delante de él la Cruz de Cristo. Era tan elevado ese título de Rey Apostólico, que los emperadores de Austria, hasta el último – ellos también eran reyes de Hungría -, se llamaban «Vuestra Majestad Imperial Apostólica», porque el Rey Apostólico era el Rey de Hungría.

El Estado existe para favorecer a la Iglesia

¿Qué es mejor para un rey: tener ese prestigio, o tener una policía supermoderna, con espías, con escucha telefónica, etc.? Evidentemente ese prestigio vale más que todas las policías, significa dominar las almas, influenciar los corazones. ¿Y quién destruye un poder espiritual? Nadie.

Les doy una prueba lindísima de eso: hubo un rey que, en Bohemia, tuvo el papel de San Esteban en Hungría; fue San Wenceslao. Hasta hoy en día está la estatua de San Wenceslao en el centro de Praga, y no hubo ningún comunista que osase derribarla. Los comunistas acabaron todo, cerraron las iglesias y hasta aprisionaron al clero. Nadie tocó la estatua de San Wenceslao. Y hasta hoy en día, cuando hay protestas contra el régimen comunista, la estatua de San Wenceslao permanece llena de flores. Es la marca dejada en un pueblo por un rey que buscó antes que nada el Reino de Dios y su justicia, y por esa razón todas las cosas le fueron dadas por añadidura.

Quien me analice, encontrará en el fondo de mis concepciones políticas esta idea, esta doctrina católica de que el Estado existe, ante todo, para servir a la Iglesia y favorecer el Reino de Dios; y cuando realiza esta misión, se vuelve grande en todo sentido y bajo todos los puntos de vista.

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1) No tenemos referencias bibliográficas de la obra citada.
2) Mt. 6, 33.
(Revista Dr. Plinio No. 209, agosto de 2015, pp. 26-29, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de uma conferencia del 17.1.1970)

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