Memorias de una carmelita en tiempos de guerra – Santa Maravillas de Jesús
Autor : Madre Dolores de Jesús, OCD
Ingresar en el convento como novicia y llevar vida comunitaria durante la sangrienta guerra civil española: he aquí una tarea aparentemente imposible…
El 29 de mayo de 1935 entré en el Carmelo del Cerro de los Ángeles -fundado por la Madre Maravillas de Jesús en 1924- y todo lo que voy a decir a continuación lo he visto y lo he vivido, porque desde aquella fecha ya no me separé nunca de ella hasta su muerte.
Un día, poco después a mi ingreso, me dijo con una enorme humildad: «La confianza que hemos tenido hasta ahora no la vamos a perder».
Noches de vigilia junto al Sagrado Corazón
El ambiente de España estaba muy cargado. El rey Alfonso XIII inaugura el monumento al |
El ambiente de España estaba muy cargado. Tenía que venir algo, y todo el mundo me decía que era una verdadera locura entrar así en el convento. Nuestra Madre, no obstante, me animaba y me decía que lo hiciera cuanto antes, y que era mejor que lo que fuese a pasar me encontrara consagrada al Señor. No dudé y, una vez dentro del Carmelo, pude apreciar su gran fortaleza y el ánimo que transmitía a la comunidad. Éramos todas jóvenes.
Todas las noches velábamos dos monjas el monumento del Sagrado Corazón,1 la mitad de la noche cada una. Lo hacíamos desde una celda desde la que se ve perfectamente el monumento y el faro que lo alumbraba. Pero sabíamos que nuestra Madre velaba todas las noches, no sé exactamente cuánto tiempo.
Nos exhortaba continuamente a la penitencia y, a juzgar por lo que nos dejaba hacer, ella debía de hacer muchísima. A su lado vivíamos en un ambiente completamente sobrenatural.
La Sierva de Dios había obtenido permiso del Papa para salir de la clausura a rodear y defender el monumento, en caso de que éste fuese atacado por los milicianos anticatólicos. Y así, a la vez que subían las blasfemias, subirían también nuestros pobres cantos de amor. Una de las últimas noches que estuvimos en el Carmelo del Cerro, nos habían avisado que estaban las cosas muy mal; nuestra Madre nos mandó que tomásemos una taza de tila para que, si teníamos que salir, lo hiciésemos «tranquilas». ¡Qué humana y sobrenatural a la vez!
«Hermanas, nos llevan detenidas»
Ella estaba firmemen te decidida a no abandonar jamás el convento por propia voluntad, pero no por guardar el convento, sino por acompañar al Corazón de Jesús, que para eso la había llamado allí a su lado, con tanta insistencia.
Pero el Señor dispuso otra cosa, y así el 22 de julio, sobre las diez y media de la mañana, se presentaron un montón de guardias de asalto en dos o tres camiones para que abandonásemos el convento, porque iban a bombardearlo. Nuestra Madre habló con ellos y se resistió mucho, diciendo que no nos importaba, que nos iríamos a los sótanos. Después de forcejear bastante, le confesaron el verdadero motivo: venían con la orden del alcalde de que abandonásemos el convento, porque íbamos detenidas, y que saliésemos ¡rápido!
Nuestra Madre tañó la campana de oficios para reunir a la comunidad, y nos dijo: «Hermanas, nos llevan detenidas». Fue una explosión de alegría: se acercaba el martirio. Fuimos al coro, y allí las ocho novicias hicimos a la vez la profesión solemne en sus manos, in articulo mortis. La Sierva de Dios nos habló preciosamente, enardeciéndonos y animándonos al martirio, y nos bendijo.
Con una gran fortaleza y serenidad, nuestra Madre se dirigió al jefe de los guardias y le pidió si nos permitía ir a despedimos al monumento del Corazón de Jesús. Él le dijo que sí, pero que abreviásemos. Ella comenzó a rezar el Te Deum, que todas, en dos filas, seguimos.
No faltaba ninguna monja
Subimos a un camión. Como asientos había unas tablas incrustadas a los lados, en las que cabían dos personas. Nuestra Madre estaba sentada en la tabla de delante, junto al conductor. Ella empezó a preocuparse por el guardián de asalto que iba a su lado, de pie. Le dijo que estaría cansado, y se corrió para dejarle sitio.
Al llegar al final de la cuesta del Cerro, se cruzó con el nuestro otro camión de milicianos. Éstos, viendo que éramos monjas, nos querían matar allí mismo. Los que iban con nosotras se bajaron y todos empezaron a pelearse, porque los nuestros, por lo visto, tenían orden de llevarnos detenidas, pero sanas y salvas, al lugar de Getafe que nosotras quisiéramos. Nuestra Madre había dicho que nos llevaran al convento de las Ursulinas, que como eran francesas estaban bajo el protectorado del Gobierno de su país. Nos recibieron con inmensa caridad.
«Junto al monumento, vivíamos en un ambiente completamente sobrenatural». La comunidad de carmelitas, rezando |
Enseguida vino el alcalde, apodado el Ruso, y le dijo a nuestra Madre que tenía miedo de no podernos defender, y que estaríamos mejor ya en Madrid. Ella le contestó que nos quedaríamos allí, al estar más cerca del monumento del Corazón de Jesús; mientras no nos echaran, no nos moveríamos. Tenían tal fuerza sus palabras, que desarmaban al alcalde.
Esta escena se repetía todos los días, y el Ruso le preguntaba constantemente si faltaba alguna monja, deseando que nos marchásemos poco a poco. Con mucha entereza y satisfacción, le decía que no, que seguíamos todas, que habían venido a buscamos nuestras familias y que no nos habíamos querido ir ninguna. La comunidad estaba completa: veintiuna monjas.
El monumento es dinamitado
En el convento de las Ursulinas, la Sierva de Dios organizó inmediatamente la vida de comunidad. Desde que empezó este tiempo de «calvario», nuestra Madre supo dulcificarlo con sus virtudes y su ejemplo, llevándonos más a Dios.
Todos los días, a las tres de la tarde, después de rezar Vísperas, subíamos al desván a acompañar al Señor. Era pleno verano, y la temperatura, asfixiante. Allí cantábamos, rezábamos, inventábamos letanías de desagravios, etc. Ella, mientras, miraba con los prismáticos al monumento. Se veían perfectamente los intentos de derribarlo con explosiones de dinamita. Durante muchos días no pudieron tirar la sagrada imagen. La Sierva de Dios, enardecida, decía: «¡Sigue en pie, hermanas!». Entonces redoblábamos nuestras oraciones. Casi todo el tiempo lo pasábamos con los brazos en cruz. Al caer la tarde, cuando veíamos que los milicianos se marchaban, nosotras nos bajábamos a cenar, ya tranquilas ese día.
El 7 de agosto, primer viernes, comulgamos. A las tres de la tarde, como siempre, subimos al desván. Se veía un gran revuelo, mayor que de ordinario; muchos camiones, y hasta una grúa. Los milicianos estuvieron toda la tarde trabajando intensamente. El calor era de infierno. Llegó la hora de cenar, y nos tuvimos que bajar, por no causar trastorno a las Ursulinas.
Nuestra Madre dejó dos hermanas vigilando con los prismáticos, porque los hombres aún no se habían ido. Ella subió inmediatamente después de cenar, y desde el desván pudo oír las tres detonaciones que derribaron la sagrada imagen, aunque como ya había oscurecido, no pudo verlo. En ese momento, le avisaron de que había dicho la telefonista de Getafe que acababa de caer la imagen del Corazón de Jesús entre horribles blasfemias, que le habían puesto una soga al cuello y con la grúa lo habían arrastrado.
Nos quedamos medio muertas. Nuestra Madre, con la cara demudada, pero con gran entereza, nos lo dijo. «Vamos a subir, hijas, a acompañarle en estos momentos». Las que aún no habíamos acabado, dejamos de comer y subimos. Estuvimos en el desván un gran rato. Nos dijo que si habían quitado su trono al Señor, que cada una le hiciésemos un trono en nuestro corazón. También rezamos por aquellos infelices, y ella repetía muchas veces: «Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen».
Estaba serenísima, pero nosotras estábamos «explotando», así que al bajar nos sentamos en la escalera para desahogar nuestro inmenso dolor. Ella nos animaba. Nos dijo que ya allí no hacíamos nada, y que «mañana mismo nos marchamos a Madrid».
En la mira de la pistola de un anarquista
Uno de los peligros más sobresalientes que tuvimos que pasar, y donde más demostró su fortaleza y su bondad, fue el registro que nos hizo el jefe de una de las checas2 más famosas y temidas de Madrid, la del palacio del duque de Tovar, en la calle Génova.
Ese hombre, llamado Avelino Cabrejas, apareció en nuestro hospedaje, de la calle Claudio Coello, el 6 de septiembre con dos camiones y varios coches y, por lo menos, diez hombres y dos mujeres, para llevarnos detenidas. Tenían acordonada toda la calle y ocupadas las dos escaleras, y nos esperaban en la checa.
Nuestra Madre abrió la puerta a los milicianos. Iba vestida con un traje negro con cuello blanco y llevaba su crucifijo grande por fuera; al preguntar Cabrejas por las Carmelitas del Cerro de los Ángeles, ella contestó con una serenidad impresionante: «Sí, y yo soy la superiora».
Se quiso quedar solo con la Sierva de Dios en el saloncito. Como tenía dos puertas de cristales, algunas de nosotras nos agolpamos en ellas, dispuestas a entrar en cualquier momento. Lo oíamos todo.
Cabrejas se sentó a caballo en una silla frente a ella, apuntándole todo el tiempo con una pistola, y empezó a interrogarla sobre el dinero que teníamos y dónde. Nuestra Madre, con una tranquilidad pasmosa y como si estuviese hablando con una de nosotras, le iba contestando. Al cabo de un rato, él guardó la pistola y, dándole un golpecito en el hombro, le dijo: «Usted y yo no podremos reñir nunca».
Al acabar el registro, llamó Cabrejas por teléfono a la checa y les informó de que no se llevaba a ninguna porque «¡son unas infelices!». Una vez que se marcharon, todas fuimos a dar gracias a Dios, rezando Maitines, y no hubo más comentarios.
Nueva visita, esta vez «en plan de amigo»
Al día siguiente, 7 de septiembre, celebramos el santo de nuestra Madre. Cantó la lección del Martirologio la Hna. Ángeles, y la acompañó la Hna. Isabel con un violín improvisado, hecho con un peine y un papel de seda. ¡Salió precioso!
Nos turnábamos para vigilar por la mirilla. Un día, a finales de octubre, hacía guardia la Hna. Visitación, una hermana vasca de velo blanco, que casi no sabía hablar castellano. Fue corriendo a llamar a nuestra Madre: «¡Ené, el Cabrejas!», dijo. Efectivamente, era Cabrejas. Esta vez con otro miliciano, su verdugo, según nos dijo. Hoy venía «en plan de amigo» a visitamos, y para que viese el otro lo contentas que estábamos y como, sin tener nada, éramos tan felices.
Nuestra Madre nos llamó a todas. Estuvimos en el saloncito con ellos -nosotras sentadas en el suelo-, como si fuese una «visita corriente». Cabrejas nos preguntó con asombro: «¿No nos tienen miedo? Porque nosotros somos anarquistas de los auténticos». La Sierva de Dios, con toda tranquilidad y muy sonriente, le dijo: «Realmente, es como para tenérselo, pero como lo más que nos pueden hacer es quitamos la vida, y ésa estamos deseando darla por Cristo…».
Entonces, volviéndose a nosotras, nos dijo: «Hermanas, canten eso del martirio». Y les cantamos con toda el alma la siguiente copla que habíamos compuesto: «Si el martirio conseguimos, ¡qué mayor felicidad! Beber con Jesús el cáliz, y después con Él gozar. Y si Dios quisiera que muera en prisión, le diré que estoy presa sólo, sólo por su amor».
Cabrejas se impresionó mucho, y dijo a nuestra Madre que nos iba a mandar camas y mantas, porque estábamos muy mal. Ella le dijo que no necesitábamos nada, que estábamos muy bien y que rezábamos mucho por él. Desde entonces Cabrejas evitó que nos molestase nadie, y no volvimos a tener ningún registro.
«Vimos siempre a nuestra Madre olvidada de lo suyo y dándose a los demás de una manera excepcional» La Madre Maravillas de Jesús (izquierda) en Duruelo con la autora de estas líneas. |
Intercediendo por el criminal
Después de la guerra, muchas personas que habían tratado a nuestra Madre durante ese tiempo se acordaron de ella y le pidieron ayuda. Una de éstas fue Cabrejas, a quien detuvieron cuando huía hacia Alicante.
Cuando estaba en la cárcel, envió al Cerro a su mujer y a su madre, que pidieron a nuestra Madre que intercediera por él. Estuvo cariñosísima con ellas, y envió a Cabrejas la Historia de un alma, marcándole la página en que Santa Teresita habla de Pranzini, el criminal. Además, les encargó que le dijeran cómo pedían en el Carmelo por él.
Humanamente, hizo todo lo que pudo para salvarle -y podía mucho-, por medio del coronel jurídico, hermano de la Hna. María Cruz, y varios generales muy conocidos suyos. Ellos nos enviaron la hoja de servicio de este pobre hombre, que era estremecedora: había matado por su mano más de dos mil personas.
Nunca supo la Sierva de Dios el fin que tuvo este Cabrejas y, aunque indagó bastante, no pudo averiguarlo; pero conociendo la misericordia de Dios y cómo paga un vaso de agua que se dé por su amor, siguió confiando siempre que se había salvado.
* * *
Las virtudes que tan de cerca vi practicar a la Sierva de Dios en esta época fueron extraordinarias. Ella estaba sufriendo mucho, por tantos motivos: no tenía convento, ni lo suficiente para dar de comer a las monjas, con la amenaza continua de que nos llevaran a la cárcel o dispersaran, viendo su patria destrozada y, sobre todo, por las ofensas a Dios. Sin embargo, la vimos siempre olvidada de lo suyo y dándose a los demás de una manera excepcional; no solamente a nosotras, sus hijas, sino a cuantos el Señor ponía en su camino.
En aquel pisito de la calle Claudio Coello, a pesar de las terribles noticias que nos llegaban y de los sufrimientos de estos meses, nunca nos faltó la alegría.
Transcrito, con pequeñas adaptaciones, de: «Mis recuerdos de la Madre Maravillas». Madrid: Edibesa, 2006, pp. 199-219.
1 El Carmelo del Cerro de los Ángeles, escenario de esta narración, está junto a la monumental imagen del Sagrado Corazón de Jesús ante la cual el rey Alfonso XIII le consagró el país, el 30 de mayo de 1919.
2 Cárcel informal donde grupos relacionados con el bando republicano detenían, torturaban y juzgaban de forma sumarísima a los sospechosos de pertenecer al bando contrario.
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