Más que la Encarnación o la muerte en la Cruz, el amor de Dios para con los hombres manifestado en la Eucaristía ultrapasa nuestra capacidad de comprensión.

Hermana Clara Isabel Morazzani Arráiz, EP

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  María y Jesús caminan juntos. A través de Ella
queremos permanecer en diálogo con el Señor,
aprendiendo de este modo a recibirlo mejor.
(Benedicto XVI, homilía de 11/9/2006)

 

 

 

 

 

Corría el año de 1264. El Papa Urbano IV ordenó que se convocara una selecta asamblea que reuniese a los más famosos maestros de teología de aquel tiempo. Entre ellos se encontraban dos varones conocidos no sólo por el brillo de la inteligencia y pureza de su doctrina, sino por la heroicidad, sobre todo, de sus virtudes: Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura.

La razón de la convocatoria se relacionaba con una reciente bula pontificia en la que se instituía una fiesta anual en honor al Santísimo Cuerpo de Cristo. Para que esta conmemoración tuviese un gran esplendor, deseaba Urbano IV que se compusiera un Oficio, como también lo propio a la Misa a ser cantada en esa solemnidad. Así, solicitó a cada uno de aquellos doctos personajes que elaboraran una composición y se la presentasen en unos días, con el fin de escoger la mejor.

Célebre se hizo el episodio ocurrido durante la sesión. El primero en exponer su obra fue fray Tomás. Serena y calmamente, desenrolló un pergamino y los circundantes oyeron la declamación pausada de la Secuencia compuesta por él:

Lauda Sion Salvatorem, lauda ducem et pastorem in hymnis et canticis (Loa, Sión, al Salvador, alaba a tu guía y pastor con himnos y cánticos)… Admiración general.

Fray Tomás concluía: …tuos ibi commensales, cohæredes et sodales, fac sanctorum civium (admítenos en el Cielo entre tus comensales y haznos coherederos en compañía de los que habitan la ciudad de los santos).

Fray Buenaventura, digno hijo del Poverello de Asís, sin titubear rasgó su composición; y los demás lo imitaron, rindiéndole tributo de esta manera al genio y la piedad del Aquinate. La posteridad no llegó a conocer las demás obras, sublimes sin duda, pero inmortalizó el gesto de sus autores, verdadero monumento de humildad y modestia.

Origen de la fiesta de “Corpus Christi»

Varios motivos condujeron a que la Sede Apostólica diese este nuevo impulso al fervor eucarístico, haciendo extensiva a toda la Iglesia una devoción que ya se venía practicando en ciertas regiones de Bélgica, Alemania y Polonia. El primero de ellos se remonta a la época en que Urbano IV, entonces miembro del clero belga de Liège, examinó cuidadosamente el contenido de las revelaciones con las que el Señor se dignó favorecer a una joven religiosa del monasterio agustino de Mont-Cornillón, cercano a aquella ciudad.

En 1208, cuando tenía sólo 16 años, Juliana fue objeto de una singular visión: un refulgente disco blanco, semejante a la luna llena, que tenía uno de sus lados oscurecido por una mancha. Tras algunos años de oración, le fue revelado el significado de aquella luminosa “luna incompleta”: simbolizaba la Liturgia de la Iglesia, a la cual le faltaba una solemnidad en alabanza al Santísimo Sacramento. Santa Juliana de Mont-Cornillón había sido elegida por Dios para comunicar al mundo ese deseo celestial.

Pasaron más de veinte años hasta que la piadosa monja, dominando la repugnancia que procedía de su profunda humildad, se decidiera a cumplir su misión y relatara el mensaje que había recibido. A pedido suyo, fueron consultados varios teólogos, entre ellos el P. Jacques Pantaleón —futuro Obispo de Verdún y Patriarca de Jerusalén—, que se mostró entusiasmado con las revelaciones de Juliana.

Algunas décadas más tarde, y ya habiendo fallecido la santa vidente, quiso la Divina Providencia que el ilustre prelado fuese elevado al Solio Pontificio en 1261, escogiendo el nombre de Urbano IV.

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Qué sería de la Iglesia sin la Eucaristía? Sería un museo
dotado de cosas antiguas y preciosas, pero sin vida.
(…) Por esto Jesucristo en la Eucaristía es el corazón
de la Iglesia (…) (Mons. Antonio Augusto dos Santos
Marto, Obispo de Leiria-Fátima)

Se encontraba este Papa en Orvieto, en el verano de 1264, cuando llegó la noticia de que, a poca distancia de allí, en la ciudad de Bolsena, durante una Misa en la iglesia de Santa Cristina, el celebrante —que sentía probaciones en relación a la presencia real de Cristo en la Eucaristía— había visto como la Hostia Sagrada se transformaba en sus propias manos en un pedazo de carne, que derramaba abundante sangre sobre los corporales.

La crónica del milagro se difundió rápidamente en la región. El Papa, informado de todos los detalles, pidió que llevaran las reliquias a Orvieto, con la debida reverencia y solemnidad. Él mismo, acompañado por numerosos cardenales y obispos, salió al encuentro de la procesión que se había organizado para trasladarlas a la catedral.

Poco después, el 11 de agosto del mismo año, Urbano IV emitía la bula Transiturus de hoc mundo, por la que se determinaba la solemne celebración de la fiesta de Corpus Christi en toda la Iglesia. Una afirmación contenida en el texto del documento dejaba entrever un tercer motivo que contribuiría a la promulgación de la mencionada festividad en el calendario litúrgico: “Aunque renovemos todos los días en la Misa la memoria de la institución de este Sacramento, aún estimamos conveniente que sea celebrada más solemnemente, por lo menos una vez al año, para confundir particularmente a los herejes; pues en el Jueves Santo la Iglesia se ocupa de la reconciliación de los penitentes, la consagración del santo crisma, el lavatorio de los pies y otras muchas funciones que le impiden dedicarse plenamente a la veneración de este misterio».

Así, la solemnidad del Santísimo Cuerpo de Cristo nacía también para contrarrestar la perjudicial influencia de ciertas ideas heréticas que se propagaban entre el pueblo en detrimento de la verdadera Fe.

En el siglo XI, Berengario de Tours se opuso abiertamente al Misterio del Altar al negar la transubstanciación y la presencia real de Jesucristo en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en las sagradas especies. Según él, la Eucaristía no era sino pan bendito, dotado sólo de un simbolismo especial. A principios del siglo XII, el heresiarca Tanquelmo esparcía sus errores por Flandes, principalmente en la ciudad de Amberes, afirmando que los sacramentos y la Santísima Eucaristía, sobre todo, no poseían ningún valor.

Aunque todas esas falsas doctrinas ya estuvieran condenadas por la Iglesia, algo de sus ecos nefastos aún se sentían en la Europa cristiana. Así que Urbano IV no juzgó superfluo censurarlas públicamente, de manera que les quitase prestigio e inserción.

La Eucaristía pasa a ser el centro de la vida cristiana

A partir de este momento, la devoción eucarística florecía con gran vigor entre los fieles: los himnos y antífonas compuestos por Santo Tomás de Aquino para la ocasión — entre ellos el Lauda Sion, verdadero compendio de teología del Santísimo Sacramento, llamado por algunos el credo de la Eucaristía— pasaron a ocupar un lugar destacado dentro del tesoro litúrgico de la Iglesia.

Con el transcurso de los siglos, bajo el soplo del Espíritu Santo, la piedad popular y la sabiduría del Magisterio infalible se aliaron en la constitución de costumbres, usos, privilegios y honras que hoy acompañan al Servicio del Altar, formando una rica tradición eucarística.

Aún en el siglo XIII, surgieron las grandes procesiones que llevaban al Santísimo Sacramento por las calles, primeramente dentro de un copón cubierto y después expuesto en un ostensorio. También en este punto el fervor y el sentido artístico de las diferentes naciones se esmeraron en la elaboración de custodias que rivalizaban en belleza y esplendor, en la confección de ornamentos apropiados y en la colocación de inmensas alfombras de flores a lo largo del camino que recorrería el cortejo.

Los Papas Martín V (1417-1431) y Eugenio IV (1431-1447) concedieron generosas indulgencias a quien participase en las procesiones. Más tarde, el Concilio de Trento —en su Decreto sobre la Eucaristía, de 1551— subrayaba el valor de estas demostraciones de Fe: “Declara además el santo Concilio que muy piadosa y religiosamente fue introducida en la Iglesia de Dios la costumbre, que todos los años, determinado día festivo, se celebre este excelso y venerable sacramento con singular veneración y solemnidad, y reverente y honoríficamente sea llevado en procesión por las calles y lugares públicos».1

El amor eucarístico del pueblo fiel no se restringió solamente a manifestaciones externas; al contrario, eran la expresión de un sentimiento profundo puesto por el Espíritu Santo en las almas, en el sentido de valorar el precioso don de la presencia sacramental de Jesús entre los hombres, conforme sus propias palabras: “Y yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). El misterio del amor de un Dios que no sólo se hizo semejante a nosotros para rescatarnos de la muerte del pecado, sino que quiso permanecer, en un extremo de ternura, entre los suyos, escuchando sus pedidos y fortaleciéndoles en sus tribulaciones, pasó a ser el centro de la vida cristiana, el alimento de los fuertes, la pasión de los santos.

«Al llevar la Eucaristía por las calles y plazas, queremos
sumergir el Pan bajado del cielo en lo cotidiano de
nuestra vida; queremos que Jesús camine donde
nosotros caminamos, que viva donde vivimos» 
(Papa Benedicto XVI – Ángelus 18-6-2006)

San Pedro Julián Eymard, ardiente devoto y apóstol de la Eucaristía, expresaba en términos llenos de unción esta celestial “locura” del Salvador al permanecer como Sacramento de vida para nosotros:

«Se comprende que el Hijo de Dios, llevado por su amor al hombre, se haya hecho hombre como él, pues era natural que el Creador estuviese interesado en la reparación de la obra que salió de sus manos. Que, por un exceso de amor, el Hombre Dios muriese en la Cruz, se comprende también. Pero lo que no se comprende, aquello que espanta a los débiles en la Fe y escandaliza a los incrédulos, es que Jesucristo glorioso y triunfante, después de haber terminado su misión en la tierra, quiera permanecer aún con nosotros, en un estado más humillante y aniquilado que en Belén o en el Calvario».2

«He deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros»

La Eucaristía es el mayor y más sublime de todos los Sacramentos. Aunque el Bautismo merezca, en cierto modo, estar en primer lugar para introducirnos en la vida divina, al hacernos hijos de Dios y partícipes de su naturaleza, la Eucaristía lo supera en cuanto a la sustancia, pues se trata del verdadero Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.

El momento mismo y las circunstancias solemnes en que fue instituido indican la importancia y veneración que Cristo quería infundir en las almas de sus discípulos mediante este admirable Sacramento. Para ello había reservado Él las últimas horas que le quedaban de convivencia con los Apóstoles antes de caminar hacia la muerte, pues “las últimas acciones y palabras que hacen y dicen los amigos en el momento de separarse, se graban con más profundidad en la memoria, imprimiéndose con más fuerza en el alma».3

En aquellos instantes —se podría afirmar— su adorable Corazón latía con santa celeridad por realizar, en el tiempo, aquello que desde la eternidad había contemplado su ciencia divina. Sus palabras “he deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros antes de mi Pasión” (Lc 22, 15), traslucen claramente los inefables anhelos del amor de Dios Encarnado por todos los hombres, la “multitud de hermanos” (Rm 8, 29), por quienes iría a ofrecerse esa misma noche.

El deseo del Divino Maestro era que el misterio de su Cuerpo y Sangre se perpetuase por los siglos futuros: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22, 19). Hemos de considerar, no obstante, que ya mucho antes de la Encarnación la Providencia divina había multiplicado los símbolos y figuras que permitirían a los hombres comprender y amar mejor este Sacramento.

A este respecto, dice Santo Tomás de Aquino: “Este Sacramento es especialmente un memorial de la Pasión de Cristo; y convenía que la Pasión de Cristo, por la que Él nos ha redimido, tuviese una prefigura para que la Fe de los antiguos fuera encaminada hacia el Redentor».4

Melquisedec: símbolo y prenuncio del Supremo Sacerdote

Uno de los signos más remotos de la Eucaristía aparece en el capítulo 14 del Génesis, con ese personaje fascinante y misterioso que salió al encuentro de Abraham para bendecidlo —cuando regresaba de su victoria contra los reyes— ofreciéndole pan y vino. Melquisedec, “rey de Salém, que era sacerdote de Dios, el Altísimo” (Gn 14, 18), reunía en sí las glorias de la realeza, la santidad sacerdotal y el carisma profético.

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La Eucaristía es el más alto icono de la Belleza 
de Dios revelada en Cristo, porque es la presencia 
real de lo “más bello entre los hijos de los
hombres”, la verdadera belleza en persona. 
(Mons. Antonio Augusto dos Santos Marto, 
Obispo de Leiria-Fátima)

Era el símbolo mismo de Aquél que más tarde proclamaría ante Pilatos: “Yo soy rey” (Jn 18, 37) y sobre quien todos comentaban: “Un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros” (Lc 7, 16). Pero en lo que Melquisedec se mostraba más plenamente como imagen de Cristo, fue en la posesión de un sacerdocio superior al de Aarón, según se narra en la Carta a los Hebreos: “Y si la perfección se daba por el sacerdocio levítico […] ¿qué necesidad hubo después de que se levantase otro sacerdote nombrado según el orden de Melquisedec, y no según el de Aarón? Y aun esto se manifiesta más claro; supuesto que sale a luz otro sacerdote a semejanza de Melquisedec, establecido, no por ley de sucesión carnal como Aarón, sino por el poder de su vida inmortal; como lo declara la Escritura diciendo: Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec” (Hb 7, 11. 15-17).

Cuando Jesucristo baja a la tierra ya no ofrece pan y vino como otrora lo hiciera Melquisedec, sino el sacrificio puro de su Cuerpo y Sangre: “Tú no quisiste víctima ni oblación; pero me diste un oído atento; no pediste holocaustos ni sacrificios, entonces dije: ‘Aquí estoy’” (Sal 39, 7-8). Así, Él llevó a la plenitud aquello que Melquisedec tan sólo había preanunciado.

El Cordero entregado a la muerte por los pecados del pueblo

En el libro del Éxodo abundan las figuras que nos acercan a la Eucaristía. Las encontramos, sobre todo, en la cena pascual prescrita a Moisés por el mismo Dios hasta en los mínimos detalles, en la que los israelitas debían inmolar un cordero sin defecto y comerlo con panes ácimos al atardecer.

Sobre ello nos enseña el Doctor Angélico: “En este Sacramento se pueden considerar tres cosas: lo que es ‘sacramentum tantum’, o sea, el pan y el vino; lo que es ‘res et sacramentum’, o sea, el verdadero cuerpo de Cristo; y lo que es ‘res tantum’, o sea, el efecto de este Sacramento. […] Pero el cordero pascual prefiguraba este Sacramento en estos tres aspectos. En lo que se refiere al primero, porque se comía con pan ácimo, según la norma de Ez 12, 8: ‘Comerán carne con pan ácimo’. En lo que se refiere al segundo, porque todos los hijos de Israel lo inmolaban el día 14 de la luna, lo cual era figura de la pasión de Cristo, quien por su inocencia se llama cordero. Y en lo que se refiere al efecto, porque la sangre del cordero pascual protegió a los hijos de Israel del ángel exterminador y los libró de la servidumbre egipcia«.5

El pan sin levadura —con el que los judíos deberían comer la carne del cordero— representaba también la integridad del Cuerpo de Cristo, concebido en las entrañas purísimas de María, sin ninguna mácula de pecado, y que después de haber muerto no llegó a experimentar la corrupción, como lo anunciaría David: “No me entregarás a la Muerte ni dejarás que tu amigo vea el sepulcro” (Sal 15, 10).

Por eso el Salvador escogió la noche de la Pascua, principal fiesta judaica, para dejar a la humanidad su legado de amor, para que comprendieran que Él mismo es el Cordero inmaculado que había sido entregado a la muerte para quitar los pecados del mundo, por cuya sangre sería apartada la sentencia de condenación que pesaba sobre nosotros desde la caída de Adán y Eva.

Aquella ofrenda que los israelitas, reunidos en Jerusalén, inmolaban a la sombra de una figura profética, el Señor la llevaba a la perfección rodeado por un puñado de discípulos en el exiguo ambiente del Cenáculo. Sin embargo, aquello que por las circunstancias Jesús se vio obligado a realizar en la oscuridad, los Apóstoles deberían decirlo sin tapujos, en el momento oportuno, y proclamarlo a los cuatro vientos (cf. Mt 10, 27), de manera que el Sacrificio de la Nueva Alianza sustituyese definitivamente a los sacrificios antiguos y en adelante fuera celebrado diariamente sobre los altares de la tierra entera. Se cumpliría de esta forma las palabras del Espíritu Santo pronunciadas por la boca de Malaquias: “Desde la salida del sol hasta su ocaso, mi Nombre es grande entre las naciones y en todo lugar se presenta a mi Nombre un sacrificio de incienso y una ofrenda pura” (Ml 1, 11).

A respecto de este pasaje profético, Alustrey comenta: “Estos, pues, son los caracteres del nuevo culto vaticinado por Malaquías: universalidad absoluta de tiempos y lugares, limpieza objetiva de la víctima en sí, incapaz de ser manchada con indignidad alguna del oferente; excelencia insigne, de la que seguirá una gran glorificación de Dios entre las gentes».6

Alimento que repone fuerzas y da vigor

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«Quien come mi Carne y bebe mi
Sangre, tiene vida eterna» (Juan 6, 54).

Otra imagen de gran expresividad es la del maná, al que el propio Jesús alude en el sermón sobre el Pan de Vida, referido en el capítulo sexto de San Juan. Este alimento tenue y granulado como la escarcha (cf. Ex 16, 14), que contiene en sí todos los deleites (cf. Sb 16, 20), que nutrió al pueblo elegido durante su largo viaje por el desierto, es también símbolo del Pan del Cielo, prenda de la resurrección futura, que alimenta a todo cristiano, dándole las gracias y fortaleza necesarias para atravesar el desierto de esta vida y llegar a la Tierra Prometida, es decir, a la Patria Celestial.

« El maná que Dios hacía caer cada mañana —comenta San Pedro Julián Eymard— sobre el campamento de los israelitas, contenía todos los gustos y propiedades; reponía las fuerzas perdidas, daba vigor al cuerpo y era un pan muy suave. También la Eucaristía, prefigura del maná, contiene todo tipo de virtudes; es medicina contra nuestras enfermedades, fuerza contra nuestras flaquezas cotidianas, fuente de paz, de gozo y felicidad».7

La mesa revestida de oro

Finalmente, de nuevo en el Éxodo, encontramos una prefigura más de este divino Sacramento cuando Dios le dio orden a Moisés de que hiciera una mesa de madera revestida de oro puro, donde fueran puestos permanentemente ante el Señor los panes sagrados o panes de la proposición.

Aquellos panes, “cosa santísima” (Lv 24, 9) que sólo a los sacerdotes les estaba permitido comer, exigían la pureza ritual del cuerpo (cf. 1 S 21, 4-5) y debían ser consumidos “en el recinto sagrado” (Lv 24,9). A nosotros se nos exige, si queremos aproximarnos a la mesa de la Eucaristía, una purificación mucho mayor que aquella prescrita en la Ley mosaica: “El que coma el pan o beba la copa del Señor indignamente tendrá que dar cuenta del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Que cada uno se examine a sí mismo antes de comer este pan y beber esta copa; porque si come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación” (1 Co 11, 27-29).

Por otra parte, si los panes de la proposición estaban reservados exclusivamente a Aarón y a sus sacerdotes, Nuestro Señor Jesucristo, el verdadero Pan de la proposición, se ofrece como alimento a todos los fieles, sin excepción, y le da a los hombres un privilegio que a los ángeles —por su naturaleza— no les es dado gozar. “¡Cosa admirable! Los pobres, los siervos y los humildes comen a su propio Señor” —canta el himno Sacris Solemnis, también compuesto por Santo Tomás de Aquino para la fiesta de Corpus.

La mesa de oro sobre la cual se encontraban los panes contiene otro simbolismo muy elevado: es la prefigura de la Madre de Dios, en cuyo seno ha sido formado el Cuerpo de Jesús. Sobre esto comenta el P. Jourdain: “María es la mesa mística magníficamente adornada y hecha de madera incorruptible, que Dios ha preparado para los que se complacen en la meditación de las cosas divinas. Ella es la mesa santa y sagrada, que lleva el Pan de Vida, Jesucristo Nuestro Señor, el sustentáculo del mundo».8

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La Eucaristía es la salud del alma y del cuerpo, remedio de
toda enfermedad espiritual, cura los vicios, reprime las
pasiones, vence o enflaquece las tentaciones, comunica
gracias mayores, confirma la virtud naciente, confirma
la fe, fortalece la esperanza, inflama y dilata la caridad. 
(Imitación de Cristo, Tomás de Kempis)

Podríamos mencionar muchos otros signos en el Antiguo Testamento sobre el Sacramento de la Eucaristía: Abraham que ofrece a su hijo Isaac en sacrificio (cf. Gn 22, 1-13); el pan cocido sobre piedras calientes por el que Elías recobró las fuerzas para andar durante cuarenta días y cuarenta noches hasta llegar al Horeb, el monte de Dios (cf. 1 R 19, 5-8); la multiplicación de los panes obrada por el profeta Eliseo para alimentar a cien personas (cf. 2 R 4, 42-44); etc.

Preparación próxima para la revelación de la Eucaristía

En el Nuevo Testamento encontramos tres señales insignes por las cuales el Salvador fue preparando a las almas para el gran misterio cuya manifestación había reservado para la víspera de su Pasión.

Primero, la transmutación del agua en vino, en las bodas de Caná de Galilea, cuyo efecto nos lo es relatado por San Juan: “Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en Él” (Jn 2, 11). Más tarde, la multiplicación de los panes, con la cual Jesús sació a más de cinco mil personas que lo habían seguido hasta el desierto (cf. Mt 14, 15-21). A este segundo milagro siguió otro, pocas horas después: estando los discípulos en la barca, en medio del mar agitado, vieron que Jesús se acercaba a ellos andando sobre las aguas (cf. Mt 14, 24-33). A través de estos prodigios, el Divino Maestro quiso demostrar el poder absoluto que poseía sobre el vino y el pan, como también sobre su propio Cuerpo.

Ejemplos tan hermosos nos muestran como el Creador, en cuanto divino Pedagogo, había ido preparando pasa a paso a las mentes para la revelación del Sacramento de la Eucaristía, eterno testimonio de su amor y de su deseo de permanecer entre nosotros.

¡Arrodillémonos delante del Tabernáculo!

¿Cuáles deberían ser nuestra actitud y nuestros sentimientos al considerar el extremo de bondad que Dios hecho Hombre tiene hacia la criatura rescatada por su Sangre y no la abandonó, habiéndose encarnado, sino que se ha mantenido presente, asistiendo y amparando a todos los que a Él quisieran acercase?

Arrodillémonos delante del Tabernáculo o delante, aún mejor, del Ostensorio, entreguemos a Jesús Sacramentado todo nuestro ser —nuestro cuerpo con todos sus miembros y órganos, nuestro alma, con sus potencias, sus cualidades e incluso con sus propias miserias— y ofrezcámosle a Dios Padre la divina Sangre de su Hijo, derramada en la Cruz en reparación de nuestras faltas.

De modo análogo a los rayos del sol que nos dejan, incidiendo sobre la cara, colorado y moreno, así también, ante el Santísimo Sacramento nuestra alma recibe una renovada infusión de gracias, invitándonos al abandono total en las manos de Jesús, por medio de María. Nuestras almas irán transformándose, así, rumbo a la santidad a la cual Dios nos ha llamado.

Y si en algún momento, las dificultades de la vida nos hiciesen sentir desánimo o aridez, acordémonos de estas elocuentes palabras del padre Faber:

» Muchas veces, cuando el hombre se deja llevar por la desesperación y es asaltado con preguntas, dudas, desánimos e incertidumbres, en considerar su vida, y se siente rodeado de enemigos que aúllan a su alrededor como fieras furiosas, viene entonces un impulso, que es una gracia, y lo conduce a arrodillarse ante el Santísimo Sacramento y, sin hacer esfuerzo, he aquí que todos aquellos clamores se hunden en el silencio. El Señor está con él: el oleaje se aquietó, la tempestad se calmó en un instante, sin embarazo, el viaje va a terminar en el punto buscado. No ha sido necesario sino mirar a la faz de Jesús, las nubes se dispersaron y la luz se hizo. El esplendor del Tabernáculo reaparece como el sol«.9 ²

1 DENZINGER-HÜNERMANN, n. 1644.
2 EYMARD, San Pedro Julián. Obras Eucarísticas, “Eucaristía”. 4. ed. Madrid: 1963, p. 65.
3 ALASTRUEY, Gregorio. Tratado de la Santísima Eucaristía. 2. ed. Madrid: BAC, 1952, p. 19-20.
4 AQUINO, S anto Tomás de. 4 Sent., dist. 8, q. 1, a.2 apud: ALASTRUEY, Op. Cit., p. 7.
5 AQUINO, Santo Tomás de. Suma Teológica III, q. 73, a. 6, Resp.
6 ALASTRUEY, Op. cit., p. 286.
7 EYMARD, Op. cit., p. 272.
8 JOURDAIN, Z.-C. Somme des Grandeurs de Marie. Paris: Hippolyte Walzer Ed., 1900, t. I, p. 467.
9 FABER, Frederick William. O Santíssimo Sacramento. Petrópolis: Vozes, 1929, p. 217.

(Revista Heraldos del Evangelio, Junio/2009, n. 90, p. 24 a 31)

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El «Lauda Sion»

Monseñor Joao Clá Dias, EP

La secuencia de la Misa del Corpus Christi está constituida por un bellísimo himno gregoriano, titulado Lauda Sión. Bellísimo por su variada y suave melodía y mucho más por la letra, él canta la excelsitud del don de Dios para con nosotros y la presencia real de Jesús, en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, en el pan y en vino consagrado.

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«La devoción a la Eucaristía es la más noble de todas
las devociones, porque tiene al propio Dios por
objeto; es la más saludable porque nos la da el propio
autor de la gracia; es la más suave, pues suave es
el Señor” (San Pío X)

El propio origen de ese cántico esta envuelto en lo maravilloso típicamente medieval.

Urbano IV se encontraba en Orvieto, cuando decidió establecer la conmemoración del Corpus Christi. Estaban coincidentemente en aquella ciudad dos de los más renombrados teólogos de todos los tempos, San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino. El Papa los convocó, así como a otros teólogos, encomendándoles un himno para la secuencia de la Misa de esa fiesta.

Se cuenta que, terminada la tarea, se presentaron todos delante del Papa y cada uno debía tener su composición.

El primero en hacerlo fue Santo Tomás de Aquino, que presentó entonces los versos del Lauda Sión.

San Buenaventura, acto continuo a aquella lectura, quemó su propio pergamino, no sin causar espanto en Santo Tomás que preguntó ¿»por que»? El santo franciscano, con toda humildad, le explicó que su conciencia no lo dejaría en paz si él causase cualquier obstáculo, por mínimo que fuese, a la rápida difusión de tan magnífica Secuencia escrita por el dominico.

Síntesis teológica, en forma de poesía

Aquello que Santo Tomás enseñó en sus tratados de Teología al respecto de la Sagrada Eucaristía, lo expuso magistralmente en forma de poesía en el Lauda Sión.

Se trata de verdadera literatura, que brilla por la profundidad del contenido y por la belleza de la forma, elevación de la doctrina, exacta precisión teológica e intensidad de sentimiento. El ritmo fluye de modo suave, hasta en las estrofas más didácticas. La melodía – cuyo autor es desconocido – combina bellamente con el texto. La unción es inagotable.

Santo Tomás se revela como filósofo y místico, como teólogo de la mente y del corazón, realizando su propia exhortación: «Sea la alabanza plena, retumbante, alegre y llena del brillante júbilo del alma».

Repasemos algunos trechos de ese célebre cántico.

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LAUDA SION

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1. Alaba Sión, al Salvador, alaba al guía y pastor con himnos y cánticos.
2. Tanto cuanto puedas, oses tú alabarlo, porque está por encima de toda alabanza y nunca lo alabarás condignamente.
3. Nos es hoy propuesto un tema especial de alabanza: el pan vivo que da la vida.
4.Es Él que en la mesa de la sagrada cena fue distribuido a los doce, como en verdad lo creemos.
5. Sea la alabanza plena, retumbante, que ella sea alegre y llena del brillante júbilo del alma. 
6. Porque celebramos el día solemne que nos recuerda la institución de este banquete.
7. En la mesa del nuevo Rey, la pascua de la nueva ley pone fin a la pascua antigua.
8. El rito nuevo rechaza el viejo, la realidad disipa las sombras como el día disipa la noche.
9. Lo que el Señor hizo en la Cena, nos mandó hacerlo en memoria suya.
10. Y nosotros, instruidos por sus ordenes sagradas, consagramos el pan y el vino en hostia de salvación.
11. Es dogma de fe para los cristianos que el pan se convierta en carne y el vino en sangre del Salvador. 
12. Lo que no comprendes ni ves, una Fe vigorosa te asegura, elevándote por encima del orden natural.
13. Debajo de especies diferentes, apariencias y no realidades, se ocultan realidades sublimes.
14. La carne es alimento y la sangre es bebida; todavía debajo de cada una de las especies Cristo está totalmente. 
15. Y quién lo recibe no lo parte ni divide, sino lo recibe todo entero.
16. Ya sea que lo reciban mil, o uno solo, todos reciben lo mismo, ni recibiéndolo pueden consumirlo.
17. Lo reciben los buenos y los malos igualmente, todos reciben lo mismo, sin embargo con efectos diversos: los buenos para la vida y los malos para la muerte.
18. Muerte para los malos y vida para los buenos: ved como son diferentes los efectos que produce el mismo alimento.
19. Cuando la hostia es dividida no vaciles, pero recuerda que el Señor se encuentra todo debajo del fragmento, cuanto en la hostia entera.
20. Ninguna división puede violar las substancias: ¡apenas las señales del pan, que ves con los ojos de la carne, fueron divididos! Ni el estado, ni las dimensiones del Cuerpo de Cristo son alterados.
21. Es el pan de los Ángeles que se torna alimento de los peregrinos: verdaderamente es el pan de los hijos de Dios que no debe ser lanzado a los canes.
22. Las figuras lo simbolizan: es Isaac que se inmola, el cordero que se destina a la Pascua, el maná dado a nuestros padres.
23. Buen Pastor, pan verdadero, de nosotros ten piedad. Sustentadnos, defendednos, hacednos en la tierra de los vivos contemplar el Bien supremo.
24. Oh Vosotros que todo lo sabéis y todo lo podéis, que nos alimentáis en esta vida mortal, admitidnos en el Cielo, a vuestra mesa y hacednos co-herederos en la compañía de los que habitan la ciudad santa.

Amém. Aleluya.

***

Alaba Sión, al Salvador, alaba al Guía y Pastor con himnos y cánticos

Las palabras del subtítulo arriba constituyen el primer verso del Lauda Sión. Es la expansión del corazón de un santo, tomado por la gracia mística del encanto por el Santísimo Sacramento, que pide a Sión, quiere decir, al pueblo electo del Nuevo Testamento, que pase a alabar al Salvador. Él, el mayor teólogo de la historia de la Iglesia – «el más sabio de los santos, y el más santo de los sabios» – era tan fervoroso devoto de Jesús Eucarístico que, en las horas en que sentía dificultad en sus estudios, colocaba la cabeza dentro de un sagrario en busca de ser iluminado por el propio Dios y no la retiraba mientras no encontrase la solución.

De ese primer verso hasta el final de la quinta estrofa, Santo Tomás condensa toda la infinita alabanza al Santísimo Sacramento del Altar.

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«La Santa Misa es el regalo más precioso y más agradable
que podemos ofrecer a la Santísima Trinidad; vale más 
que el cielo y la tierra; vale el propio Dios” 
(San Juan Bautista Vianney)

Él continúa a instar a los fieles a «alabar al guía y pastor con himnos y cánticos». Pero, ¿cómo alabar adecuadamente a ese santo sacramento? ¿Cómo alabar de modo suficiente al propio Dios? Es el sacramento más elevado y substancioso de todos, pues en él está presente el propio Hombre-Dios, en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. No hay palabras, no hay gestos, no hay nada a ser ofrecido que esté a la altura de Él.

Por eso Santo Tomás casi gime al decir: «Tanto cuanto puedas, oses tú alabarlo, porque está por encima de todo la alabanza y nunca Lo alabarás condignamente».

Y explica ser ésta la tarea que recibió del Papa: » Hemos hoy propuesto un tema especial de alabanza, el pan vivo que da la vida».

«Es Él que en la mesa de la Sagrada Cena fue distribuido a los doce, como en verdad lo creemos. Sea la alabanza plena, retumbante, sea alegre y llena del brillante júbilo del alma».

El santo se preocupa en incentivar en nuestra alma una alabanza, la más perfecta que seamos capaces, para así aproximarnos al Santísimo Sacramento y adorar a Jesús, que allí se encuentra por detrás del «velo» del pan y del vino.

¿Por qué celebramos el día solemne que nos recuerda la institución de este banquete?

A partir de este verso, hasta la décima estrofa, Santo Tomás pasa a apuntar la institución de la Eucaristía en la de esta litúrgica establecida por el Papa.

«En la mesa del nuevo Rey, la pascua de la nueva ley pone fin a la pascua antigua». El rito de la Iglesia Católica Apostólica Romana encerrará el de la Antigua Ley, que era una prefigura de él. Por eso completa Santo Tomás:

» El rito nuevo rechaza al viejo, la realidad disipa las sombras como el día disipa a la noche».

Sí, una vez habiendo venido al mundo lo simbolizado, no tiene sentido celebrar el símbolo. El culto de la Sinagoga en el antiguo Testamento era todo dirigido hacia la espera del Salvador, y sus ritos lo simbolizaban. En el nuevo rito, en la celebración Eucarística, Nuestro Señor Jesucristo se inmola Él mismo. Aunque, estando presente lo simbolizado, ¿para qué el símbolo? ¿Cuál el sentido de inmolar un cordero? El rito nuevo rechaza al viejo …

» Lo que el Señor hizo en la Cena, nos mandó hacerlo en memoria suya».

Aquí Santo Tomás recuerda las palabras de Jesús en la Cena del Jueves Santo: «Haced esto en memoria mía».

« Y nosotros, instruidos por sus órdenes sagradas, consagramos el pan y el vino en hostia de salvación».

Santo Tomás, sacerdote, podía decir con toda propiedad: «instruidos por sus órdenes sagradas». Es una referencia al Sacramento del Orden, que da a aquel que lo recibe la gran gloria de poder prestar su laringe y sus manos al Divino Maestro. Para que, sobre el altar, se opere uno de los mayores milagros – y el más frecuente de ellos – de la Historia de la humanidad: la transubstanciación. Quiere decir, la substancia vino, cede lugar a la substancia Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.

Es dogma de Fe para los cristianos que el pan se convierte en carne y el vino en sangre del Salvador

A partir de este punto, en diez estrofas, el autor da el detalle, en una maravillosa síntesis, la doctrina católica sobre el Sacramento del Altar. Él continúa:

« Lo que no comprendes ni ves, una Fe vigorosa te asegura, elevándote por cima del orden natural».

De hecho, por nuestra inteligencia, jamás llegaríamos a penetrar en este misterio tan sagrado. Ni siquiera los demonios, que, aunque decaídos, son de naturaleza angélica, y por lo tanto superior a la nuestra, consiguen discernir en las apariencias del pan y el vino el Hombre-Dios. Sólo la Fe nos hace penetrar en este misterio sagrado.

» Debajo de especies diferentes, apariencia y no realidades, se ocultan realidades sublimes».

Santo Tomás vuelve a insistir en la idea de que los «velos» del vino y el pan ocultan realidades divinas.

» La carne es alimento y la sangre es bebida; todavía debajo de cada una de las especies Cristo está totalmente».

Esta es una verdad de Fe, que la Teología nos explica. Mirando el vino y la hostia consagrados, podríamos ser llevados a imaginar que la carne está solo en la eucaristía pan, y la sangre solo en la eucaristía vino. Sin embargo, la doctrina nos dice y nuestra Fe asimila que el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Cristo se encuentran plenamente tanto en la hostia como en el vino consagrados.

» Y quien lo recibe no lo parte ni divide, sino lo recibe todo entero.»

Otra de las impresiones equivocadas que pueden traspasar un alma es ésta: al ver al ministro dividiendo una hostia, pensar que Nuestro Señor ya no se encuentra entero en cada una de las partículas. No es verdad; Por un misterio sagrado, Nuestro Señor Jesucristo se encuentra de modo integral en todas las fracciones que sean visibles.

«Ya sea lo reciban mil, ya sea uno solo, todos reciben lo mismo, ni recibiéndolo pueden consumirlo».

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Señor mío Jesucristo, que, por amor a los hombres,
estás día y noche en este Sacramento, lleno de
misericordia y amor, esperando, llamando
y acogiendo a todos los que vienen a visitarte, yo
creo que estás presente en el Sacramento del
altar… (San Alfonso María de Ligório) 

Otra verdad de Fe: si un millón de personas comulgan al mismo tiempo, como ya aconteció en algunas Misas presididas por el Santo Padre en sus viajes por el mundo, todos estarán recibiendo uno solo y el mismo Jesús, sin cualquier fraccionamiento de su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Todos Lo reciben en su todo. Y es más un misterio: al recibir Nuestro Señor Jesucristo, no podemos consumirlo, pues, cuando se deshacen las especies sagradas en nuestro organismo, Él deja nuestro cuerpo sin tocarlo, santificando nuestra alma y dándonos vigor hasta en la salud.

» Lo reciben los buenos y los malos igualmente, todos reciben lo mismo, sin embargo con efectos diversos: los buenos para la vida y los malos para la muerte. Muerte para los malos y vida para los buenos: ved cómo son diferentes los efectos que produce el mismo alimento»

Quien comulga en estado de gracia, recibe un influjo de vida y de fuerza espiritual y hasta corporal. Entre tanto, ay de aquellos que se aproximan a ese Sacramento en estado de pecado mortal» El olor de la muerte toma pose aún más del alma y del propio organismo. Cuánto cuidado debemos tomar para no aproximarnos a la Eucaristía sin estar enteramente preparados. Busquemos antes el confesionario, que se encuentra a nuestra disposición, y sepamos arrodillarnos con humildad y pedir perdón por nuestras faltas.

« Cuando la hostia es dividida, no vaciles, pero recuerda que el Señor se encuentra todo debajo del fragmento, cuando en la hostia entera. Ninguna división puede violar la substancia: ¡apenas las señales del pan, que ves con los ojos de la carne, fueron divididos! Ni el estado, ni las dimensiones del Cuerpo de Cristo son alterados».

Santo Tomás retorna aquí lo que ya enseñara más arriba, para solidificar en las almas la doctrina católica a respecto de la Eucaristía.

» Es el pan de los Ángeles que se torna alimento de los peregrinos»

El santo recuerda en estas frases que el Sacramento del Altar es la realización de antiguos signos: «Verdaderamente es el pan de los hijos de Dios que no debe ser lanzado a los canes. Las figuras lo simbolizan, es Isaac que se inmola, el cordero que se destina a la Pascua, el maná dado a nuestros padres».

Las últimas estrofas alaban al Buen Pastor que nos alimenta y guarda y nos hace futuramente participantes del Banquete Celestial. En este trecho final, letra y melodía se unen en una suprema belleza, de irresistible dulzura:

«Buen Pastor, pan verdadero, Jesús, de nosotros ten piedad. Sustentadnos, defendednos, hacednos en la tierra de los vivos contemplar el Bien supremo.

«Ó Vos que todo sabéis y todo podéis, que nos alimentáis en esta vida mortal, admitidnos en el Cielo, a vuestra mesa y hacednos co-herederos en compañía de los que habitan la ciudad santa. Amén. Aleluya».

(Revista Heraldos del Evangelio, Junio/2002, n. 06, p. 6 al 10)

Corpus Christi

 

https://es.arautos.org/view/show/15968-corpus-christi

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