Madre y reina, bondadosa y decidida, valerosa y pacificadora, fue amada con pasión por sus súbditos. Su secreto: amar a Jesús crucificado por encima de todas las cosas. Quien haya tenido la grata ocasión de visitar Coimbra habrá podido admirar seguramente sus numerosas maravillas: desde la preciosa tumba del rey Alfonso Henriques, fundador del reino de Portugal, hasta los variados y hermosos parques que adornan la ciudad. Brilla también la histórica universidad, que con sus sólidas raíces y refinados frutos es la representante mayor de la lengua portuguesa. No obstante, quien llega de lejos no deja de percibir el sincero cariño que los habitantes sienten por su insigne patrona, la Reina Santa Isabel, el ángel de bondad y de paz que el Señor envió a Portugal. Curiosamente, santa Isabel no es portuguesa de nacimiento. La mano de la Providencia quiso tomarla de suelo aragonés, en donde llegó a este mundo el lejano año 1271. La precedió en nobleza y santidad su tía abuela, santa Isabel de Hungría, de la cual heredó, aparte del nombre, las cualidades más excelentes. La pequeña hija de Pedro III de Aragón y Constanza de Sicilia fue, a ejemplo de su tía, una gran seguidora de san Francisco de Asís y un alma volcada a los pobres y desposeídos. Una niña que dulcificaba los corazones Cuando nació santa Isabel había una pugna entre su padre y su abuelo, Jaime I el Conquistador. Llevaban tiempo sin dirigirse la palabra, porque aquel rey de Aragón no aprobaba el matrimonio de su hijo Pedro con Doña Constanza. Apenas nació la pequeña, las rencillas domésticas fueron apagándose y hubo gran armonía en esa casa real. El valiente abuelo no ocultaba su predilección por la niña y hacía hincapié en que fuera educada en su palacio, para así gozar su compañía. La razón más profunda del cariñoso apego a su nieta era el sensible influjo de bendición y la suavidad que emanaban de su persona. En un ambiente cargado de tensiones y pesadas tareas, ese precioso tesoro dulcificaba los corazones. Tras la muerte de Jaime I, la infanta permaneció todavía algunos años junto a sus padres. Dentro de muy poco se convertiría en reina de Portugal. En la corte portuguesa En 1282 marchó a tierras lusitanas para contraer matrimonio con Don Dionisio (Denís), que acababa de subir al trono. Nunca se había visto una soberana de modestia y amabilidad semejantes. Su recogimiento y unión con Dios no tardaron en cautivar al pueblo, que retribuyó en seguida el amor del que era objeto. La confianza de todos en la joven soberana aumentó más todavía con la paz que ella consiguió, recién llegada a la corte, entre Dionisio y su hermano que disputaba la corona. Su vida cortesana fue una continua búsqueda sobrenatural. Sin omitir ninguna de las bligaciones impuestas por su condición real, su corazón no se prendó a esta tierra. Estaba presente en todas las festividades del reino y se complacía muy sinceramente con el pueblo; se ceñía la corona y vestía las ropas más suntuosas para recibir junto al rey a las autoridades ilustres que llegaban para honrarla y ponerse a su servicio. Sin embargo, no se envaneció con ello ni quiso aquellas glorias para sí. Se tenía por pecadora y habría preferido mil veces la pobreza antes que la posesión de todos los tesoros reales. Precursora de la devoción a la Inmaculada La oración y la vida de piedad desempeñaron un rol primordial en su existencia y fueron la causa de todas sus conquistas en beneficio del reino y de las almas. Asistía a la santa misa en su oratorio todas las mañanas, con el espíritu absorto en hondas meditaciones. Desde los ocho años de edad recitaba el Oficio Divino, al que añadiría luego la recitación diaria de los salmos penitenciales y otras devociones en honor de los santos y de la Virgen. Tuvo una devoción tierna y fecunda a María Santísima, legando a la posteridad un trazo indeleble para la espiritualidad portuguesa y también, a la larga, brasileña: el patrocinio de la Inmaculada Concepción. La misma santa Isabel fue quien eligió esta advocación como patrona de Portugal e hizo celebrar su fiesta por primera vez el 8 de diciembre de 1320, en pleno amanecer de las disputas teológicas a favor de la Inmaculada Concepción de María. Sufrimientos de esposa y reina De esta forma, amparada en las fuerzas divinas, se preparó para las grandes cruces y sinsabores que la aguardaban. Después del nacimiento de sus dos hijos, Constanza y Alfonso, la Reina Santa soportó heroicamente la vida disoluta que empezó a llevar Don Dionisio. Sin murmurar ni impacientarse, rezó mucho e hizo penitencia por la conversión del soberano. Presenció con más dolor aún las hostilidades entre gobernantes cristianos que eran parientes suyos, quienes llevados por la ambición se disputaban tierras y títulos, a consecuencias de lo cual causaban el derramamiento de sangre. Santa Isabel desplegó toda su envergadura espiritual e impidió una gran cantidad de batallas a punto de estallar. Don Dionisio y su hermano Don Alfonso estaban en pie de guerra por la corona de Portugal. Asimismo, Don Dionisio tenía serias diferencias con el monarca castellano, Sancho IX, respecto de las fronteras de ambos reinos. Años más tarde Don Fernando IV de Castilla –su yerno– y Don Jaime II de Aragón –su hermano– iniciaron una feroz enemistad que caminaba rumbo a un terrible enfrentamiento. Su hermano Federico de Sicilia se enfrentaba violentamente contra Roberto de Nápoles por razones políticas… ¡Cuántas lágrimas derramó su recto corazón frente a este panorama! Elevando continuas oraciones a Dios e implorando a cada uno de estos soberanos que oyera la voz de la justicia, santa Isabel se alzó victoriosa en todas las discordias donde intervino. La Reina Santa probó que la paz no se debe tanto a tratados y consideraciones económicas, como sí a las almas santas capaces de aplacar la ira y el odio mediante la mansedumbre y la clemencia. Valor e intrepidez de madre La más conmovedora actuación de santa Isabel, la que más sufrimiento y angustia le costó, fue la de enfrentar la rebeldía de su hijo con el rey. El heredero, ansioso de mando y creyendo que la corona se tardaba demasiado, quiso proclamarse nuevo monarca y declaró la guerra contra su padre. Despreciando todos los buenos ejemplos de su madre, organizó un ejército y enfrentó al autor de sus días. Por un lado marchaba el rey a la cabeza de sus hombres, dispuesto a todo para mantener el cargo que le incumbía por derecho. Por otro, el hijo insolente lo encaraba despreciando el mandato divino que obliga a honrar padre y madre. En el momento en que el silencio en los campos opuestos señalaba el inicio de la batalla, surgió la figura intrépida de la reina: en su veloz cabalgadura rasgó la arena de la discordia y se interpuso entre las criaturas que más amaba en este mundo, para rogar por el perdón y la paz. Su mirada siempre llena de dulzura se dirigió esta vez con severidad hacia el hijo ambicioso: “¿Cómo te atreves a proceder de este modo? ¿Tanto te pesa la obediencia que debes a tu padre y señor? ¿Qué podrás esperar del pueblo el día en que te toque gobernar el reino, si con tu mal ejemplo estás legitimando la traición? En fin… si de nada te sirven mis consejos y mi amor de madre, ¡teme al menos la ira del justo Dios que castiga los escándalos!” ¿Sería posible resistir esta interpelación materna, realizada ante millares de súbditos? Arrepentido y lleno de confusión, el hijo se arrodilló sin replicar, pidió perdón al rey y juró fidelidad. Una vez más la Reina Santa ahuyentaba los nubarrones del horizonte para hacer brillar el arco iris de la bonanza, ante la alegría de todos. Caridad y amor a los pobres A la par de su espíritu pacificador, la caridad y el amor a los pobres fueron las prácticas donde se proyectó todo su amor a Dios. Tanto se dedicó a los débiles, tanto cuidó a los enfermos, fundó hospitales y protegió a todas las categorías de desvalidos, que no es posible encontrar explicaciones humanas a la asombrosa fecundidad de sus iniciativas. Cuando la querida reina salía de palacio, una multitud de infelices la seguía pidiendo socorro, y nunca uno de ellos se retiró sin haber sido atendido generosamente. Le gustaba cuidar personalmente a los leprosos más repugnantes, atender sus llagas y lavar sus ropas; aseguraba una vida digna a los huérfanos y las viudas, y no abandonaba a los desdichados ni en la misma hora de la muerte, tras la cual buscaba para ellos una tumba digna y mandaba celebrar misas en sufragio de sus almas. Como corolario de su fe inquebrantable, no pocos enfermos salían de su presencia completamente curados. Muere como terciaria franciscana Cuando falleció Don Dionisio en 1325, santa Isabel contaba 54 años de edad y viviría aún otros once. En este período adoptó la Orden Tercera de San Francisco y abandonó las pompas de la corte a fin de vivir exclusivamente para la oración y la caridad. Su virtud heroica y la donación de sí misma llegaron al máximo esplendor; estaba lista para reinar en el Cielo. El día 4 de julio de 1336, mientras mediaba una acción de paz en Estremoz, María Santísima vino a buscarla para ir a la patria definitiva, donde gozaría la gloria eterna. Mientras todos lloraban la pérdida insuperable, ella se regocijaba con la inminencia de poseer para siempre a ese Dios que tan bien había servido. Sus últimas palabras fueron: “María, Madre de la gracia, Madre de misericordia, protégenos del enemigo y recíbenos en la hora de la muerte”. Su deseo era ser enterrada en Coimbra, en el convento de Santa Clara que ella misma había fundado. Su memoria cruzó rápidamente las fronteras del reino, y el orbe cristiano la conocería como la soberana que fuera el más hermoso adorno del glorioso Portugal. Una canonización singular El modo singular en que fue canonizada santa Isabel ilustra muy bien que cuando Dios decide glorificar a alguno de sus hijos ilustres, ningún obstáculo humano es capaz de impedirlo. Innumerables milagros eran obtenidos junto a su cuerpo, que permanecía sorprendentemente incorrupto y exhalaba un bálsamo perfumado. En Portugal y España los devotos ansiaban verla en los altares y erigir iglesias en su honor. Los soberanos que descendían de ella insistían ante las autoridades eclesiásticas para acelerar el proceso. En los albores del siglo XVII la canonización era el término final de una serie de autorizaciones concedidas por la Santa Sede a la veneración de los santos. Así, era común que un bienaventurado fuera celebrado en sólo un puñado de diócesis o regiones, más allá de las cuales el culto dejaba de ser oficial. Este sistema, sumado a una abultada serie de canonizaciones en aquel período, decidió al Papa Urbano VIII a instituir un sistema prolijo y cauto para admitir nuevos bienaventurados en el canon de los santos. Por este afán reformador, apenas subió al solio pontificio declaró tajantemente que no canonizaría santo alguno. ¡Precisamente cuando todo alentaba la glorificación definitiva de la querida Reina Isabel! ¿Qué hicieron sus agradecidos devotos? Encomendaron a los cielos el filial intento, y obtuvieron por medio de la oración lo que no conseguían con medios humanos. Después de muchas cartas enviadas para reforzar la petición, además de un representante que insistió mucho ante Urbano VIII, todo lo que pudo lograr el soberano Felipe IV, entonces reinante, fue que el Papa aceptara por educación y cortesía una imagen de la venerada reina. Sin embargo, un designio superior se cernía sobre el intrincado caso. El Papa cayó gravemente enfermo, con fiebres malignas y casi sin esperanza de vida. Entonces recordó a la reina Isabel de Portugal. Se hablaba tanto de su amor por los enfermos, de su incansable desvelo por curar el cuerpo y el alma… Entonces el mismo Pontifice se encomendó a ella, olvidando su prudente reserva con los justos de Dios. ¡Al día siguiente despertó sano, sin ningún riesgo vital! La bondad de su protectora lo conmovió e hizo cambiar de parecer. Por una excepción especial canonizaría a la reina de Portugal, y lo haría con “corazón grande”, afiliándose también él en la nómina de sus devotos. Así se explica la magnífica ceremonia que tuvo lugar en la Basílica de San Pedro el 25 de mayo de 1625. Nunca antes ni después, en los 21 años de su pontificado, Urbano VIII canonizó a nadie más * * * ¡Qué elocuente ejemplo brindó la bondadosa reina Santa Isabel, quien se abrió sin reservas al mensaje del Evangelio y comprendió que el tiempo es breve y la figura de este mundo, pasajera! Enfrentándose con las amargas consecuencias del vicio y la vanagloria que la rodeaban, conservó la integridad del que no se entregó al pecado y correspondió con alegría a los designios divinos. En Coimbra se conserva un precioso manuscrito que atribuye a la reina estas bellas palabras: “La Cruz y las espinas de mi Señor son mi cetro y mi corona”. Tal es el secreto de todos los maravillosos frutos que cosechó a lo largo de su vida: el amor a Jesús crucificado por encima de todas las cosas. Sigamos su estela luminosa, la del que sólo aspira a los bienes de lo alto, y obtendremos también el inestimable don de la paz para nuestros días. (Revista Heraldos del Evangelio, Julio/2007, n. 67, pag. 22 a 25) http://es.arautos.org/view/show/769-santa-isabel-de-portugal-la-reina-de-la-bondad-y-de-la-paz |