San Charbel Makhlouf – Modelo de contemplación y de obediencia
Autor : Dr Plinio Corrêa de Oliveira
Las poéticas y legendarias montañas del Líbano fueron testigos y guardianes de una maravillosa historia de santidad: en ellas vivió y sublimó su alma en las vías de la perfección el monje maronita Charbel Makhlouf.
Para comprender bien la figura de San Charbel Makhlouf debemos situarnos en el panorama y en el pueblo en que vivió.
Escenario majestuoso y poético
Era árabe y habitaba en el Líbano, en aquellas regiones repletas de poesía y tantas veces descritas en las Escrituras: montañas altas junto al Mediterráneo, que dejan apenas una legua de tierra ente ellas y el mar. Montañas revestidas por algo sagrado, pues recuerdan particularmente a Dios Nuestro Señor, tal vez por la proximidad a la Tierra Santa y por su majestuosidad. Evocan también a Nuestra Señora, comparada con un monte colocado por encima de todos los demás.
Esas regiones estaban recubiertas por una vegetación maravillosa – hoy en día muy diezmada -, constituida sobre todo por robustos y bonitos cedros del Líbano, los cuales en el lenguaje de la Biblia representaban al árbol por excelencia.
Ojos fijos en un punto indefinido, ojos de pensador, del hombre de meditación que no se preocupa con banalidades, sino que considera todas las cosas sabiendo que, por detrás y por encima de ellas, está la grandeza de Dios). Museo de San Marcos, Florencia. |
Típicamente contemplativo
El alma del árabe puede ser considerada bajo tres aspectos. El contemplativo, que vive en lo alto de un monte, recogido, aislado, imaginativo, sediento de maravilloso: mira las estrellas y los cedros, y parece que viese a estos tocar las estrellas, siente la brisa y la compara con el espíritu.
También está el árabe práctico, activo, realizador; y también el guerrero, cuyas proezas lo hicieron famoso en la Historia.
San Charbel Makhlouf era un árabe típicamente contemplativo, que trae en el fondo de su mirada todo el misterio de las noches del Oriente, así como los misterios de sus propias meditaciones, de su propia alma. Un hombre que pasó toda su vida en un monasterio, inmerso en el más completo silencio, en continua contemplación y en una completa obediencia, buscando única y exclusivamente conocer y amar a Dios, y hacer su voluntad costase lo que costase. Con esa finalidad, enfrentó dificultades y catástrofes con el espíritu sobrenatural y la obstinación de los santos.
Desapego total
Adquirió un alto grado de interioridad, un desapego total de sí mismo, manteniéndose inmutable cuando era humillado y despreciado dentro de su comunidad religiosa. Por ejemplo, practicaba la obediencia al pie de la letra, conforme prescribe la regla monástica. No obstante, en ciertas situaciones se intuye que el religioso debe tomar una actitud que no está prevista en la regla. Delante de tales circunstancias, San Charbel se dirigía a su superior, y éste le decía:
– ¡No le voy a responder, porque es imposible que usted sea tan burro al punto de no comprender lo que debe hacer en esa emergencia!
¡No se puede menospreciar más a alguien que tratarlo de esa forma! Más aún cuando el otro nos viene a consultar, manifestando toda su dependencia y vasallaje. Ahora bien, ¿cuál era la reacción de San Charbel Makhlouf?
Permanecía parado delante del padre superior, hasta que este lo dispensase. Nuestro santo hacía una venia y se retiraba. Sin exteriorizar la menor queja, ni lamentación, ni gemido. Aquella inclinación de la cabeza significaba decir interiormente: «Hágase en mí la voluntad de Dios, expresada en la voluntad de mi superior».
Sin misterios para sí mismo
Hecha esta introducción de nuestro personaje, analicemos una fotografía difundida de San Charbel Makhlouf. Con excepción de la Sagrada Faz del Santo Sudario de Turín y de algunas imágenes de Nuestra Señora, no conozco una fisonomía que a mí me diga tanto como
ésta. Ella es útil para que ajustemos nuestro modo de ver. Pues, así como dos cantidades iguales a una tercera son iguales entre sí, así dos personas que admiran la misma fisonomía tienen homogeneidad entre sí.
A primera vista llama la atención el predominio del color negro en la fotografía: el gorro y el traje de San Charbel son negros, y contrastan con su barba muy blanca que se divide al medio. Se trata de una persona enteramente categórica: lo que piensa, lo piensa; lo que quiere, lo quiere; y lo que hace, lo hace. Eximio observante de la obediencia, pero un hombre de voluntad férrea. Hay una extraordinaria regularidad en sus trazos: el óvalo proporcionado del rostro, el bonito diseño de las cejas, y los pómulos del rostro que forman un todo muy armonioso, como si fuesen la expresión de su coherencia. La nariz, típicamente árabe, posee algo de aguileño, de la grandeza y de la firmeza del águila. Se diría que ese hombre, si tuviera alas, volaría como esa ave y alcanzaría lo más alto del cielo.
Sin embargo, lo que más impresiona son los ojos. Fijos en un punto indefinido, son ojos de pensador, del hombre de meditación que no se preocupa con banalidades, sino que considera todas las cosas sabiendo que, por detrás y por encima de ellas, está la grandeza de Dios. Su mirada está vuelta, al mismo tiempo, hacia el infinito y hacia sí mismo. Su alma no le reserva misterios, pues es objeto de un continuo examen de consciencia. Él sabe lo que sucede en su interior y en cualquier momento puede decir si aumentó o si disminuyó en el amor a Dios. En fin, es un espejo para sí mismo.
Del primer día hasta el último de su existencia religiosa, el monje Charbel demostró ser un gran santo, y se mantuvo en ese alto nivel hasta el fin de su vida. San Charbel Makhlouf – Monasterio Maronita de Nueva Escocia, Canadá |
Delante de él, respeto y silencio
Se nota en él una indiferencia con relación a todo lo que no se refiere a Dios: no le afligen ambiciones de honras, ni preocupaciones con dinero; nada de vanidad, ni de sentimentalismo, ni de pena de sí mismo. Solamente una constancia firme en alcanzar el ideal – Dios – y una limpieza de alma por donde, confiando en la misericordia divina, sabe qué le agrada a Él.
Si alguien llegase a pretender ofrecerle alguna cosa que lo desvíe de su trayectoria espiritual, el rechazo será tan contundente que no se tendrá el ánimo de hacerlo. Él desarma previamente cualquier propuesta deshonesta. Delante de ese hombre, la única actitud razonable es el silencio, el respeto y, finalmente, el pedido de oraciones.
Sufrimiento padecido con templanza
La fotografía revela también el alma de un sufridor. Se perciben montañas de sufrimiento cristalizadas en su interior. Sin embargo, padeció con tanta templanza, que todas las tempestades soplaron dentro de él y lo dejaron más rígido, más firme. De tal manera que se trata de un anciano, es verdad, pero enteramente compuesto, y no decrépito. Un hombre profundamente equilibrado, que aceptó el sufrimiento por completo y quedó más allá del dolor; nada más lo asusta. En la Tierra, no tiene otro miedo más que el de pecar; ni otra esperanza más que la del cielo.
Imaginemos que, en un rincón de un claustro, encontremos de repente un hombre de esos. Seríamos tomados por una sensación de sumo respeto y no osaríamos decirle nada trivial. Probablemente, permaneceríamos silenciosos.
Mansedumbre y bondad auténticas
Se podría, entonces, objetar que un hombre con tanta fuerza de espíritu no tuvo bondad, ni mansedumbre, ni misericordia, ni paciencia.
Ahora bien, siendo él un santo canonizado por la Iglesia, fue por lo tanto muy compasivo, misericordioso, paciente y manso. La palabra de Nuestro Señor – «bienaventurados los mansos porque poseerán la Tierra» (Mt 5, 5) – se realizó en él por completo, una vez que fue un bienaventurado.
Sin embargo, es necesario aclarar que los hombres verdaderamente mansos, pacientes, bondadosos y misericordiosos no son los que tienen una fisionomía perpetuamente risueña y que condescienden con los malos. Las virtudes siempre son homogéneas y una atrae a la otra. Así, el hombre severo es misericordioso; el de espíritu lógico, tiene pena de la falta de lógica del prójimo; el desapegado siente compasión por los apegados; y el que posee vida interior tiene misericordia de la disipación de los otros.
San Charbel Makhlouf es el patrono no sólo de las almas parecidas a la suya (para que se vuelvan cada vez más perfectas), sino también de aquellas que padecen defectos opuestos a sus cualidades: las disipadas, las «microlíticas» o «megalóticas»1, las vueltas hacia las ambiciones terrenas, agitadas, afligidas, inconstantes. Estoy seguro de que si una persona en esas condiciones se aproximase a San Charbel, a pesar de sus defectos, sería recibida con una dulzura inimaginable.
Gorro sencillo e imponente
Una palabra sobre el gorro usado por el santo. El diseño se asemeja al de una pequeña pirámide. De un solo color y de forma sencilla, sin embargo digno, imponente y hasta majestuoso. Es propio de la genialidad de la Iglesia inspirar la pobreza y en ella incluir una distinción que llega a convertirla en grandiosa. Ese gorro, tal vez impuesto por el clima y por otras circunstancias de aquella región del Líbano, es simple como el sombrero de un campesino; sobre la frente venerable de Charbel Makhlouf se vuelve armonioso y digno, adecuado a este santo admirable y meditativo, de cuya vida conocemos algunos pasajes edificantes2.
Mártir de la vida de obediencia
Cuando era niño, llevaba una vaca a pastar en un campo perteneciente a su familia. Allí había una especie de gruta que servía de refugio durante el calor. Cuando él notaba que el animal se había saciado, le decía: «Repose aquí; ahora es mi turno y voy a recitar mis
oraciones». La res entonces se acostaba y se quedaba quieta hasta que él terminara de rezar. Ese prodigio se repitió tantas veces que el lugar cambió de nombre y pasó a llamarse «el- Qaddis», o sea, «el santo».
Siendo ya joven, entró en la Orden religiosa de ermitaños maronitas y vistió el hábito que, en el lenguaje florido de oriente, era conocido como el «traje angélico»: una túnica negra con tejido abundante, y un cordón hecho de piel de cabra. Le fue dado el nombre de Charbel, un mártir de Edesa del siglo segundo, conmemorado en el rito maronita el 5 de septiembre.
En cuanto novicio, San Charbel se destacó por el cumplimiento perfecto de la regla, con mucha humildad. Se podría pensar que esa observancia representa una falta de personalidad, de dominio de sí, pues la persona hace lo que los otros le mandan. Nada más equivocado, pues no hay ningún hombre al que no le sea difícil hacer lo que los otros le ordenan. La vida de obediencia es, en sí, un verdadero martirio. Ese martirio lo vivió San Charbel Makhlouf, en una inmolación para hacer todo de acuerdo con el espíritu del Fundador y no a su talante, movido por una inspiración mundana.
Voluntad de hierro en el cumplimiento de los Mandamientos
Sin embargo, cuando se trataba de los Mandamientos, él manifestaba su voluntad de hierro, contrariando incluso sus obligaciones de obediencia, como lo atestigua el siguiente hecho. Cierta vez una joven, impresionada con la seriedad y dignidad del novicio, quiso someterlo a una prueba y dos veces le lanzó al rostro un capullo, queriendo así forzar a Charbel a salir de su imperturbabilidad y de su silencio. El novicio quedó tan indignado que, percibiendo la malicia subentendida de ese gesto, aquella misma noche, sin decir nada a nadie, salió furtivamente del monasterio y se dirigió a otro bien distante, el de San Marón Annaya, a fin de continuar allí su noviciado.
Es importante subrayar que esa actitud no es contraria a la regla, pues él tenía derecho a mudarse de convento a otro, sin consultar a los superiores. Y según su biografía, caminó durante 4 horas, en la noche, hasta llegar al Convento de San Marón de Annaya, donde pasaría el resto de sus días. En tal episodio resplandece la intransigencia de un santo cuando de guardar la virtud se trata, y de no ahorrar ningún sacrificio para ese fin.
Estabilidad en la santidad
En 1853, Fray Charbel Makhlouf fue admitido para recibir el hábito monástico y pronunciar sus votos solemnes que hacían irrevocable su propósito de entrega total a Dios y de perfección en el ejercicio de las virtudes. Pronunció la fórmula de los votos de obediencia, castidad y pobreza según la regla de la Orden, así como el de renunciar a la búsqueda de cualquier dignidad o preeminencia, tanto dentro de la Orden como fuera de ella.
Recibió la ordenación sacerdotal en 1859 y, según su biógrafo, un examen atento de todos los testimonios recogidos para la causa de beatificación de Charbel dan la exacta impresión de que, desde el primer día hasta el último de su existencia religiosa, él permaneció firme en un modo de vida siempre igual, seguro, homogéneo, uniforme. Y si bien pasó un periodo eremítico fuera de las paredes del convento, el cambio de las condiciones exteriores en nada influenció su progreso interior. Es decir, desde el principio él demostró ser un gran santo, y se mantuvo en ese alto nivel hasta el fin de sus días. A propósito, esa estabilidad en la santidad está enteramente de acuerdo con la fisonomía que acabamos de analizar.
Fe profunda
Atestiguan sus contemporáneos que, en todo cuanto hacía, se sentía su profunda fe. Por ejemplo, cuando celebraba la Misa, en el momento de la Consagración, muchas veces le salían lágrimas de sus ojos. El Padre Francesco as-Sibrini, que conoció a San Charbel trece años antes de su muerte, decía: «Él no permitía que el material usado antes de la celebración de la Misa, como el jabón y la toalla de mano, fuese utilizado para otra finalidad. Terminada la Eucaristía, después de la acción de gracias, mandaba a lavar la toalla, para tener las manos siempre ejemplarmente limpias al celebrar el santo sacrificio».
Si él se preocupaba tanto por retirar la suciedad de sus manos, ¡cuanto más hacía para extirpar la del alma!
Otros religiosos decían: «Asistíamos frecuentemente a la Misa celebrada por él y nos parecía que veía con sus ojos al Hijo de Dios. Su voz era baja y su rostro reflejaba su alegría interior». Es decir, se tenía la impresión de que San Charbel conversaba con Nuestro Señor durante la celebración eucarística.
Un hermano lego dijo que parecía que él no supiese hacer otra cosa sino rezar, celebrar la Misa y observar la regla. Y otro afirmó: «Charbel se distinguía de todos los otros monjes, como un gran roble se diferencia de una pequeña hierba del campo».
Una lámpara encendida con agua…
Finalmente, vale la pena recordar el famoso milagro de la lámpara. En cierta ocasión, Charbel regresó de su trabajo en el campo, a la hora de la cena. Y en presencia de los demás monjes, pidió al hermano encargado de la despensa – el que guarda las provisiones del monasterio y las distribuye entre los frailes – que colocase un poco de aceite en su lámpara, para que pudiese rezar el Oficio en la celda. El hermano lo censuró:
– ¿Por qué no vinisteis antes, durante el día?
– Estaba en el campo – respondió Charbel, confundido.
– Como penitencia, no tendréis aceite esta noche. Salid.
Charbel inclinó la cabeza, obedeció y se retiró. Cerca del comedor había una jarra llena de agua sobre un banco, y al pasar por ella Charbel tomó un poco de aquel contenido para su lámpara y siguió en dirección a su celda. Con la mayor simplicidad, encendió el pabilo y rezó el Oficio con la luz trémula, durante dos horas.
Cuando sonó la campana indicando el inicio del silencio, todos los monjes apagaron la luz, permaneciendo encendida apenas la del cuarto de Charbel. Es comprensible, pues él era obligado a recitar diariamente el Breviario. Sucedió, entonces, que el Superior del convento notó que aquella luz continuaba brillando, y le preguntó a un sirviente que se encontraba junto a él en ese momento:
– ¿Quién tiene la luz encendida?
– No sé.
En todo lo que hacía, se sentía su fe profunda. “Charbel se distinguía de los demás monjes, como un gran roble se diferencia de una pequeña hierba del campo…” |
Preocupado con aquella infracción de la regla, el superior se dirigió rápidamente en dirección a aquella luz solitaria y se dio cuenta de que provenía de la celda del Padre Charbel Makhlouf. Abrió la puerta con energía y preguntó:
– ¿Ud. no oyó la campana? ¿Por qué no apagó la luz? ¿No hizo acaso voto de pobreza?
Charbel se puso de rodillas e, inclinando la cabeza hasta el suelo, pidió humildemente perdón:
– Regresé del campo y estoy obligado a rezar aún el Oficio. Estoy cumpliendo ahora ese deber.
El sirviente que acompañaba el superior confirmó la explicación de Charbel, añadiendo:
– Es extraño. ¿Dónde pudo encontrar el aceite, si el encargado de la despensa se lo negó?
El superior le preguntó entonces a Charbel:
– ¿De dónde sacó Ud. ese aceite?
El Padre Charbel dudó en responder, se arrodilló nuevamente y dijo:
– Perdóneme, por el amor de Nuestro Señor.
Es decir, como si hubiese sido culpable, quiso ocultar el milagro. Sin embargo, delante de la insistencia del superior, confesó:
– Coloqué un poco de agua en mi lámpara, para concluir el rezo del Oficio.
El superior estaba dispuesto a creer, sólo si lo viese con sus propios ojos. Tomó la lámpara, la cual se apagó en sus manos. Entonces derramó el líquido en el suelo, y a la luz de una vela verificó de qué se trataba; ¡realmente era agua! El superior se ruborizó y, al retirarse, le murmuró al Padre Charbel:
– Rece por mí…
El hecho es tan extraordinario que sobran los comentarios.
«Como si hubiese muerto hace poco»
Él murió en la víspera de Navidad de 1898. El 15 de abril de 1899 comenzó la singular aventura del cuerpo del santo. Con la presencia del superior del convento, de los monjes y de un grupo de legos de los cuales diez habían asistido 4 meses antes al entierro, la tumba fue reabierta.
Debido a filtraciones de agua, el local se convirtió en un pantano en el cual parecía flotar el cuerpo de Charbel. Éste, a pesar de encontrarse cubierto ligeramente por una especie de musgo, estaba completamente intacto. Tierno, con todas las articulaciones flexibles, los cabellos y la barba como él los tenía en vida, con uno que otro cabello plateado. A los lados del cadáver eran visibles aun los trazos del cilicio que él usó la vida entera. El cuerpo transpiraba continuamente, sin explicación, un líquido sanguinolento.
El cuerpo de Charbel fue depositado en una urna y cada dos semanas los monjes necesitaban cambiar su hábito. Médicos del país y especialistas de Europa fueron consultados, en varias ocasiones, respecto a esa transpiración sanguínea, pero ninguno logró darle una explicación del fenómeno, tan extraño como cada vez más frecuente. Como es natural, ese líquido fue usado para realizar curas y milagros. Era una reliquia del santo.
El 15 de octubre de 1926, el cadáver fue sometido a un nuevo y exhaustivo examen. La piel, en varias partes, aún estaba fresca y las articulaciones flexibles. Se tenía la impresión de que Charbel había muerto hacía muy poco. Aún eran visibles los rasgos del cilicio, y los callos en las rodillas, debidos a sus interminables oraciones. Y continuaba la misteriosa transpiración del líquido.
Tenemos así, un modelo magnífico de un varón que abrazó los caminos de la santidad desde los albores de su existencia, y la llevó hasta el final de sus días. Y después de su muerte, esa trayectoria de perfección fue coronada con estupendos milagros.
(Revista Dr. Plinio, No. 112, julio de 2007, págs. 20-27, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de conferencias del 24.1.1972 y del 1.2.1972).
1 Microlítico y megalótico: Términos creados por el Dr. Plinio para caracterizar, el primero, a las almas dominadas por el vicio de la «microlicie», o sea, las que se preocupan solamente con cosas pequeñas (micro), volviéndose mezquinas y de horizontes apocados. El segundo se refiere a las personas contaminadas por el vicio de la «megalicie», es decir, que juzgan erróneamente poseer grandes («megas») cualidades o exageran las que tienen.
2 El Dr. Plinio comenta algunos trechos del texto biográfico «El perfume del Líbano», de Salvatore Garofalo, Editora Áncora, Milán.