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Mientras el pueblo contemplaba admirado a Jesús, recibiendo con avidez las palabras llenas de gracia y de verdad que salían de sus labios, se levantó un doctor de la Ley y le hizo esta pregunta: “Maestro, ¿cuál es el mayor mandamiento de la Ley? Respondió Jesús: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el mayor y primer mandamiento. En esos dos mandamientos se resume toda la ley de los profetas” (Mt 22, 36-38. 40).
Esa divina enseñanza, transmitida de generación en generación desde los tiempos de Moisés y confirmado como la más excelente entre todas por el mismo Salvador, continuará en vigor en todo su esplendor hasta la consumación de los siglos. Es el principal mandamiento, a la luz del cual todos los otros se explican y cuya ausencia desarticula la perfección del Decálogo, porque es en torno suyo que gravita el sentido de la existencia humana. Aún cuando los cristianos que profesan su fe con honestidad de conciencia nunca pongan en duda esa lección del Evangelio, terminan por encontrar dificultades a la hora de aplicarla a su vida cotidiana. Fácilmente el corazón del hombre se apega a las apariencias sensibles que lo rodean, dejando de escoger la “mejor parte”. Podrán ser las seducciones de las riquezas, el anhelo de honras o la mentira de los vicios que desvirtuarán al corazón al principio bien intencionado, pero vuelto primero, hacia la Tierra antes que hacia el Cielo. Además, en la vida de todos nosotros, hay un momento crucial del cual nadie está libre y donde se define, para siempre, la intensidad con que se practica el principal de los mandamientos: es la hora en la que se manifiesta la vocación de cada uno. Para cada alma, un llamado Todos los cristianos reciben en la pila bautismal una llamada específico, personal y concedida directamente por el propio Dios, siempre acompañada por la maternal mirada de la Santísima Virgen. A lo largo de la vida, tarde o temprano, se manifiesta de modo claro e irresistible, susurrando en lo profundo de los corazones: “Este es el designio que la misericordia de Dios te ha reservado. Abrázalo, pues en su cumplimiento está la felicidad” . Seguir con fidelidad y alegría esa llamada de Dios, cualquiera que sea, es más una obra de la gracia que de nuestra voluntad. Tan prominente es nuestra insuficiencia, que si estuviéramos reducidos a nuestras propias fuerzas, ciertamente seríamos vencidos por la miseria humana. Tampoco son sólo las teorías o los textos doctrinarios, los que llevan nuestra voluntad a abrazar las vías de la Providencia, pues ya decía San Pablo que “la letra mata, pero Espíritu da vida” (2Cor 3, 6). Entre los factores capaces de conducir a las almas a corresponder a su vocación, podemos citar dos decisivos: las mociones interiores de cuño sobrenatural y los buenos ejemplos recibidos. Entre estos últimos, la vida de los santos ocupa un lugar destacado, pues ellos fueron generosos y fieles en su “sí”, motivo por el cual son presentados por la Santa Iglesia como modelos a ser imitados. Conozcamos la vida de uno de ellos: joven, rico y poderoso, sin embargo consciente de que por encima de todo, está la voluntad de Dios. Su nombre: Estanislao Kostka. Tres cruces misteriosas El día 28 de octubre de 1550 hubo una gran fiesta en el castillo de Kostkow, en Prasnitz, Polonia. El senador Juan Kostka anunciaba orgulloso el nacimiento de su hijo Estanislao a los grandes del reino, que acudieron al castillo para contemplar al pequeño ángel dormitando en cuna de oro. Aquel nacimiento, entretanto, estaba envuelto en un suave misterio: el bebe traía en el pecho tres cruces rojas, de inexplicable origen. El padre quería forzosamente interpretarlas como una señal de las hazañas y glorias militares que el pequeño obtendría para aumentar así la grandeza de la familia, señalada entre las más nobles e influyentes de Polonia. La madre, Margarita Kriska, tenía un corazón religioso, y entreveía en ese prodigio una señal del cielo: aquel era un niño predestinado por Dios. Los acontecimientos darían sobrada razón a la virtuosa madre. En el niño trasparecía toda especie de cualidades de espíritu, y brillaba a su alrededor un aura de inocencia y de lozanía. Bastaba hablar de cual quier asunto religioso que sus ojos brillaban de alegría, deseando ardientemente que le enseñasen las cosas del Cielo. Igualmente, no podía soportar que pronunciasen cualquier palabra contraria a la gloria de Dios en su presencia. Se cuenta que en un faustuoso banquete ofrecido por el senador Kostka, un príncipe aficionado a las nuevas ideas de la Reforma Protestante, no conteniéndose, estalló en improperios contra la Iglesia Romana y el propio Dios. Entonces se vio, al niño caer desmayado delante de todos. Consternados, los invitados preguntaban de donde provenía tal malestar, y callaban de estupor al saber que delante del pequeño Estanislao no se podía ofender a Dios. Entre los padres del santo niño había una profunda divergencia acerca del análisis que hacían de su propio hijo. Mientras la madre se encantaba por ver despuntar en su alma una elevada vocación, el padre se obstinaba en construir en su imaginación hazañas y victorias portentosas como jamás se hayan visto, a no ser en los hechos de sus antepasados. Como de Paulo, el hijo mayor, percibía que no podía esperar mucho, era de Estanislao que, pensaba, le vendría la gloria inmortal: “Este es un Kostka genuino. Él será mi sucesor”. Los estudios en Viena Paulo y Estanislao recibieron una buena formación intelectual con Bilinski, el preceptor escogido para iniciarlos en las ciencias clásicas. Pero era necesario encaminarlos para estudiar en un gran establecimiento, a la altura del nombre de la familia. La elección recayó sobre el Colegio Jesuita de Viena, la más cercana institución de la Compañía a Polonia, para donde acudían numerosos jóvenes de varios países. Así, a los 16 años de Paulo y 14 de Estanislao, ellos se despidieron de la casa paterna y partieron para tierra extranjera, a fin de completar su instrucción académica. Ambos prometieron a su virtuosa madre que jamás se entregarían a ningún pecado, pues la peor desgracia que les podía suceder sería ofender a Dios. La promesa de Estanislao era sincera y profunda, mientras que Paulo daba muestras de cumplir una mera formalidad. De hecho, observando a los hermanos uno al lado del otro, ¡qué diferencia! En nada eran armónicos. Estanislao amaba el recogimiento, mientras que Paulo era adepto de las diversiones pecaminosas. Con mucha propiedad, las figuras de Esaú y Jacob parecían revivir en los hijos del senador. “Ad maiora natus sum” La vida en Viena estuvo repleta de gracias y cruces. El carisma de los hijos de San Ignacio tocó a fondo al joven Estanislao. Admiraba a los jesuitas con toda el alma, se encantaba con la pureza de su doctrina y la completa adhesión a los consejos evangélicos de aquellos sacerdotes flexibles al soplo del Espíritu Santo. No demoró en desear ser como ellos, pues a sus ojos, era en la Compañía de Jesús que estaba el más alto ideal que pudiera abrazar. Fue de la fuerte convicción de que había nacido para cosas mayores que surgió su divisa: “ Ad maiora natus sum” . Por otro lado, ¡cómo fue preciso recurrir a la protección del Cielo para perseverar en la práctica de las virtudes! En varias ocasiones Paulo, movido por el odio a su integridad, le propinaba golpes brutales dejándolo desfallecido y ensangrentado. Así se expresó Bilinski en el testimonio del proceso de beatificación: “Paulo jamás dijo una palabra amable a su santo hermano. Aún más, tanto él como yo teníamos completa conciencia de la santidad de todos los actos de Estanislao”.
La Virgen vino a curarlo En el tercer año de la estadía en Viena la salud de Estanislao sucumbió bajo el peso de la vida sacrificada que llevaba, y enfermó gravemente. Se difundió el rumor de que corría riesgo de muerte, y Paulo se desesperó al pensar en regresar a la casa paterna con el hermano muerto. El santo enfermo imploró, entonces, la presencia de un sacerdote y el Viático, pues a cada hora le disminuían, sensiblemente, las fuerzas físicas. Kimberker, el dueño de la faustosa pensión donde se hospedaban, le negó terminantemente este supremo consuelo, bajo pena de expulsarlos de sus aposentos en caso de que un sacerdote católico entrase en aquel recinto. Frente a ese duro golpe, la Fe de Estanislao no se desmoronó. Rezó fervorosamente y confió contra toda esperanza. ¡Cuál no fue su estupor al ver una mañana aproximarse tres refulgentes ángeles acompañados de Santa Bárbara, trayéndole la Sagrada Comunión y colmando su alma de consuelos y alegrías! Si la maldad de los hombres le negaba lo más sagrado, no sería la Providencia Divina que lo dejaría desamparado. Poco después vio aproximarse a su lecho la figura soberana de la Santísima Virgen, que traía en los brazos a su Divino Hijo y le sonreía. En un gesto maternal, Ella depositó al Divino Infante en los brazos del pobre enfermo, y el Niño Jesús lo cubrió de caricias. En aquel momento, todas las persecuciones se desvanecieron, los incontables sufrimientos le parecieron como polvo… ¡Sí, valía la pena sufrir todas las privaciones para gozar de aquel convivio celestial! Repentinamente sintiendo las fuerzas volver, él oyó la voz suavísima de la Reina de los Cielos: — “¡Ahora que te curé entra en la Compañía de mí Hijo! ¡Es Él quien lo quiere!”. Queda sólo un camino: lo “imposible” El asombro que su curación milagrosa provocó no fue pequeño. Con un nuevo vigor e indescriptiblemente feliz, San Estanislao pidió su admisión al Padre Provincial de Austria, quien no podía desatender las inequívocas señales de su vocación. Con todo, recibirlo sin el consentimiento paterno sería una imprudencia que acarrearía trágicas consecuencias. Por lo que le fue negado el acceso a la congregación en la que María Santísima le mandara entrar. Qué aflictiva paradoja… La llama de entusiasmo y fervor que la visita celestial encendió en su alma fue tan grande que no se apagaría ante esa primera negativa. Él estaba dispuesto a tocar la puerta en cuantas casas de los jesuitas hubiese en el mundo, seguro de que en alguna de ellas habrían de recibirlo. Si su padre no lo autorizaba a seguir la llamada celestial, solo le quedaba una salida para llevar a perfecto cumplimiento el mandato de María Santísima: huir. En una madrugada sombría, disfrazado de peregrino y sin haber despertado ninguna tipo de sospecha, Estanislao partió para Alemania. Fue a pie desde Viena a Dillengen. Allí, finalmente pudo ser comprendido por San Pedro Canisio, que lo admitió en la Compañía de Jesús, juzgando, sin embargo, que su permanencia en Alemania no lo dejaría a salvo de la tiranía del padre. El lugar más indicado era Roma, donde San Francisco de Borja, el Superior General, habría de protegerlo. Fue así que partió atravesando los Alpes, los Apeninos, y llegar a la Ciudad Eterna, después de dos meses de una marcha heroica e incansable. Cruzó, sin titubear, prácticamente la mitad de Europa. Alcanzó la perfección de una larga existencia A los días de incomparable alegría pasados en el noviciado, le siguieron las amenazas que llegaban de Polonia. El padre, sin contener el odio, exigió su retorno a cualquier precio, pues tener un hijo sacerdote sería “una deshonra para la familia”. Sin embargo, muy distintos eran los designios de Dios. La Virgen se le apareció en Roma, y vino a llamarlo, diciéndole que le quedaba poco tiempo de vida. ¡Su alma ya estaba lista para el Cielo! Así, en una fiesta de la Santísima Virgen, él comentó que en breve habría de morir. Nadie le creyó. Súbitamente en el novicio, un leve malestar, derivó en una fuerte fiebre, expirando santamente en la fiesta de la Asunción de María Santísima, el 15 de agosto de 1568. ¡Qué equivocado estaba el noble senador de Polonia! Dios había reservado al joven Estanislao una gloria insuperable y eterna. Si hoy en el mundo entero su familia es conocida, y si tiene la honra de figurar de forma indeleble en la memoria de la Santa Iglesia, no es sino porque allí fulguró el brillo de la santidad de su hijo. San Estanislao Kostka probó a los jóvenes de todos los tiempos que un hombre vale en la medida en que corresponde generosamente la llamada de Dios y desea las cosas del Cielo.
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