Santa Mónica, aquella que concibió para la eternidad a su hijo San Agustín

Era una cálida mañana africana, alrededor del año 375. Entraba una distinguida señora a una de las iglesias de Cartago. Por el porte, denotaba ser de noble familia, aunque no se vistiese ricamente. Aparentaba tener cuarenta y pocos años. Su fisionomía estaba marcada por el sufrimiento. ¿Qué haría exactamente allí?

Había ido en busca del obispo del lugar, un erudito anciano que creciera a la sombra de aquel santuario. Fue a exponer a él toda su angustia por un hijo pervertido. Mientras hablaba, las lágrimas le corrían por el rostro con abundancia.

Por el mero deseo de consolarla, o tal vez por una de esas premoniciones propias a los hombres de Dios, le dijo él con voz grave y sonora estas palabras que pasaron a la Historia: «Ve en paz y continúa viviendo así, porque es imposible que perezca el hijo de tantas lágrimas».

Aquella madre que tanto sufría y lloraba por su hijo, recibió estas palabras como venidas del Cielo. Se llamaba Mónica; y su hijo, Agustín.

1.pngSanta Mónica, nació de una familia cristiana, en Tagaste, África, en el año 332. Desde que se casó con Patricio, a los 20 años de edad, siempre tuvo una gran preocupación: llevar a toda la familia a la santidad. Soportó con modestia, suavidad y recato el mal genio, el temperamento violento y hasta incluso las traiciones de su esposo, consiguiendo así que se convirtiese. Este falleció un año después de recibir las aguas purificadoras del santo Bautismo.

Vida caprichosa y disoluta

La gran preocupación de su vida era su primogénito, Agustín. Los dos hijos más jóvenes ya se habían hecho católicos y seguían el camino de la virtud. Pero Agustín, extraordinariamente inteligente, era rebelde y caprichoso, no preocupándose con la práctica del bien.

El padre lo había mandado estudiar filosofía, literatura y oratoria en Cartago. Allá, solo le interesaba obtener buenas notas, brillar en fiestas sociales y sobresalir en los ejercicios físicos. Cuando murió el padre, Agustín tenía 17 años y comenzaron a llegar a Mónica malas noticias, cada vez más graves, acerca de su comportamiento. El joven se había entregado al juego, a la vida disoluta y, lo peor de todo, se había tornado miembro de la secta maniqueísta.

La afligida madre redobló las oraciones y la vigilancia con aquel que no daba la menor señal de arrepentimiento y todavía demoraría muchos años para convertirse.

Una noche ella tuvo un sueño que le dio mucho aliento. Se vio en un bosque, llorando por la pérdida espiritual de su hijo, cuando se aproximó a ella un personaje luminoso y resplandeciente, que le dijo: «Tu hijo volverá a ti». Este sueño, reforzando en su espíritu las confortadoras palabras del obispo, le dio gran ánimo en la lucha sin treguas por la conversión del hijo.

Ya doctor, a los 29 años, Agustín decidió mudarse a Roma, tierra de sus sueños, para allá ejercer el magisterio. Era padre de un niño, Adeodato, con cuya madre vivía sin ninguna intención de casarse.

Santa Mónica se dispuso a acompañarlo, deseosa de ayudarlo a librarse de los desórdenes morales que retardaban cada día más su conversión. Llegando al puerto, este utilizó una estratagema para librarse de su compañía. Mientras la madre rezaba en la Iglesia de San Cipriano, él dijo que visitaría un amigo y se embarcó sin ella. Más tarde, San Agustín declaró en sus «Confesiones» (V-8): «Esa noche partí ocultamente mientras ella se quedó orando y derramando lágrimas por mí.»

Lucha interior, conversión y Bautismo

Pero Mónica no era mujer para dejarse derrotar tan fácilmente. Algún tiempo después, embarcó también para Roma, al encuentro del hijo. No lo encontró allí, pues él había ido a Milán. Llegando a esta ciudad, tuvo la alegría de oír de la boca del propio Agustín que este había dejado la herejía maniqueísta. Entretanto, aún no había abrazado el Catolicismo.

La santa mujer, con redoblada confianza, tuvo la certeza de que eso se daría antes de su muerte. Y, llena de gratitud, fue a pedir consejo y auxilio a San Ambrosio, gran obispo de Milán, cuyos sermones su hijo había asistido y de quien se había tornado gran admirador. Poco tiempo después, Agustín mandó a la madre de Adeodato de regreso al África, con la intención de casarse con una joven romana.

El futuro Doctor de la Iglesia trababa fuerte lucha interior para aceptar enteramente la Religión Católica. Hiciera un análisis de su vida, mirando de frente a todas sus miserias. Gemía bajo el peso de sus pecados, lloraba y se preguntaba: «¿Por cuánto tiempo, por cuánto tiempo andaré clamando: Mañana, mañana? ¿Por qué no ha de ser ahora? ¿Por qué el término de mis torpezas no ha de venir ya, en esta hora?» («Confesiones» VIII-12).

2.jpgDe repente comenzó a oír la voz de un niño, venida de una casa próxima, que repetía sin cesar: «Toma y lee; toma y lee». Juzgó tratarse de algún juego infantil, pero nunca había oído tal cántica. Intrigado, se acordó que San Antón se había convertido leyendo aleatoriamente un trecho del Evangelio que le valió como una advertencia del Cielo. Presuroso, tomó el libro de las Epístolas de San Pablo, decidido a leer el primer capítulo que encontrase. Abrió al acaso y leyó: «No caminéis en glotonerías y embriaguez, ni en deshonestidades y disoluciones, ni en contiendas y riñas; sino revestíos del Señor Jesucristo y no busquéis la satisfacción de la carne con sus apetitos.» (Rom. 13, 13).

Ni quiso leer más. Aquellas palabras le penetraron en el corazón como una luz que disipaba todas las tinieblas de las dudas. Era el mes de agosto de 386. Contando con la valiosa ayuda de San Ambrosio y moviendo los Cielos con sus lágrimas y oraciones, Santa Mónica tuvo, al final, la ventura de ver al hijo convertido.

Estaban coronados los heroicos esfuerzos de esa madre que nunca desanimó y siguió los pasos del hijo rebelde por todos los rincones, hasta ver la gracia de Dios vencer en su alma.

El propio San Agustín narra en las «Confesiones» (VIII-12) la reacción de su madre cuando le contó la decisiva conversión: «Ella se alegra. Le contamos como pasó. Exulta y triunfa, bendiciéndoos, Señor, ‘que sois poderoso para hacer todas las cosas más superabundantemente de lo que pedimos o entendemos’. Os bendecía porque veía que, en mí, le habías concedido mucho más de lo que ella acostumbraba pedir, con tristes y lastimosos gemidos.»

Decidido a mantenerse célibe a partir de entonces, San Agustín hizo un retiro espiritual durante las vacaciones de la cosecha, en Cassicíaco, preparándose para recibir el Bautismo, juntamente con Adeodato, su hijo, y algunos amigos catecúmenos. Santa Mónica lo acompañó y participaba de las conversaciones espirituales y filosóficas con extraordinaria penetración y un conocimiento de la Sagrada Escritura poco común.

En la Pascua de 387, de regreso a Milán, San Agustín y sus amigos fueron bautizados por San Ambrosio, para júbilo y gaudio de Santa Mónica.

El éxtasis de Ostia

Decidiendo volver a África, se dirigió con su madre al puerto de Ostia, donde embarcarían. Estando madre e hijo solitos, conversaban apoyados a una ventana cuya vista daba para el jardín interior de la casa donde se hospedaban, discurriendo sobre las más altas cogitaciones, buscando la Verdad, la vida eterna de los santos, que ningún ojo humano vio, u oído humano escuchó, o nunca penetró el corazón del hombre. En este coloquio intensamente sobrenatural, entraron los dos en éxtasis.

Al final de esa conversación, Santa Mónica dijo las siguientes palabras, que San Agustín eternizó en sus «Confesiones» (IX-11): «Hijo mío, en cuanto a mí, ya ninguna cosa me da gusto, en esta vida. No sé lo que hago todavía aquí, ni por qué todavía acá esté, desvanecidas ya las esperanzas de este mundo. Por un solo motivo deseaba prolongar un poco más la vida: verte católico antes de morir. Dios me concedió esta gracia superabundantemente, pues veo que ya desprecias la felicidad terrena para servir al Señor. ¿Qué hago yo, pues, aquí?»

3.jpgEra la despedida de este mundo de aquella celosa madre. Cinco días después, la acometió una fiebre que la llevaría a la muerte. Totalmente desapegada de todo y feliz por ver a su familia entera dentro de la Iglesia que tanto amaba, Santa Mónica expresó así su último deseo a sus hijos: «Enterrad este cuerpo en cualquier parte y no os preocupéis con él. Solo os pido que os acordéis de mí delante del altar del Señor, donde quiera que estéis.» (Confesiones; IX-11)

Al cabo de 9 días, partió para la eternidad, a los 55 años de edad. San Agustín contuvo sus lágrimas durante los funerales, pero no las controló después que todo había pasado. Lloró copiosamente por aquella que había llorado por él la vida entera.

Modelo de esposa y madre cristiana, proclamada por la Iglesia patrona de las mujeres casadas, Santa Mónica, a lo largo de los siglos, ha ayudado en la conversión de las familias de millares de madres y esposas que se encomendaron a ella. Nos queda para nosotros un modelo de madre que supo estar junto a su hijo en cada momento, nunca dejando de pedir a Dios por él. De sus sufrimientos y sus lágrimas dependió la salvación del gran Doctor de la Iglesia. Este dejó para los siglos futuros las siguientes palabras de gratitud y reconocimiento a su tan querida madre: «Por la carne, me concibió para la vida temporal, y por el corazón me hizo nacer para la eterna.» («Confesiones»; IX-8).

(Los Santos comentados, por Monseñor João Clá Dias, EP)

 

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