La exaltación de la Santa Cruz, en nosotros y fuera de nosotros

Autor : Dr Plinio Corrêa de Oliveira

La Exaltación de la Santísima Cruz de Nuestro Señor Jesucristo es una de las fiestas más bellas de la Iglesia, como título y como significado.

Consideremos, ante todo, lo que la palabra exaltación trae consigo. Según el lenguaje corriente, impregnado de sensiblería, el individuo exaltado es aquel que fácilmente se irrita, derramando su bilis sobre los demás. La verdadera exaltación, no obstante, nada tiene que ver con el mal genio. Del latín exaltare, significa volverse alto, elevarse, subir.

La Exaltación de la Santa Cruz es, por tanto, la fiesta mediante la cual la Iglesia recuerda y proclama a los ojos del mundo que ella yergue el símbolo de la Redención por encima de todas las cosas, colocándola en su debida y suprema altura.

Cristo crucificado, Casa de los Heraldos del Evangelio, Río de Janeiro
Cristo crucificado, Casa de los Heraldos del Evangelio,
Río de Janeiro.

El auge de las humillaciones sufridas por Jesús

Esta alabanza se reviste de grandeza y de júbilo aún mayores cuando consideramos que la cruz, originalmente, era un instrumento de suplicio usado en toda la Antigüedad, que representaba la ignominia y la vergüenza para la persona que sufriera la pena de la crucifixión.

Por eso, al ser clavado en la cruz, el Señor sufrió una tremenda humillación. Equivalía a decir que moría como un bandido, un ladrón, equiparado a los dos malhechores con los que fue crucificado en lo alto del Gólgota.

En ese sentido, la cruz representa el auge de todos los desprecios y escarnios que Jesús padeció en su vida pública, sobre todo en los trágicos días de la Pasión. Esas humillaciones correspondían al deseo de los verdugos de agregar a los tormentos físicos un martirio moral, aún más doloroso.

Luego con la corona de espinas, la túnica de bobo, la caña a guisa de cetro, las bofetadas, etc., buscaban atormentar el alma adorable del Señor y no únicamente su cuerpo santísimo.

Pero, aunque es verdad que la cruz de Cristo fue el ápice de todas las humillaciones sufridas por Él, también es el comienzo de todos los desprecios que hasta el fin del mundo los católicos tendrían que soportar en nombre del Hijo de Dios. Porque la impiedad no se desarma nunca. Su objetivo siempre es el de menospreciar y abatir la auténtica moral cristiana. Raros, si no inexistentes, son los católicos que no hayan sido humillados, de una forma u otra, a causa de su fidelidad a Jesucristo. 

Lo que, por cierto, constituye una bienaventuranza, pues significa ser perseguido por amor a la justicia divina, contra la cual continuamente se alzaban los malvados.

Sin embargo, hay que subrayar que la cruz de Cristo, y las cruces que por Él llevamos, son igualmente símbolos de nuestro honor. Éste consiste en recibir la humillación con ufanía, vanagloriándonos de ella. Más todavía: con espíritu de desafío. Ante aquellos que nos injurian, proclamamos con brío y júbilo aún mayores el supremo símbolo de nuestra religión. Lo que se corresponde enteramente con la idea de exaltación: manifestar la gloria de la cruz, con una altanería que aplaste los ultrajes que los adversarios tratan de hacerle a Cristo.

Viene a propósito recordar que esa ufanía ya había sido ratificada en los primeros siglos del cristianismo cuando, la víspera de la batalla del Puente Milvio, el emperador Constantino tuvo una visión de la cruz, circundada por las palabras: «In hoc signo vinces – ¡Bajo este signo vencerás!». Era un anuncio de que la cruz que se levantaba en el cielo iría a quedar definitivamente en el horizonte del mundo, humillando a su vez a los malos.

Esa gallardía es lo que le falta al católico sentimental. Ante cualquier humillación, muestra una cara perezosa, boba y huye. Llena de vergüenza la causa que debería proteger. Nuestra religión precisa ser defendida con espíritu de lucha y, por tanto, si alguien injuria la cruz en nuestra presencia, debemos replicar con audacia y valentía.

No como el que resguarda su propio honor, sino como el que responde por el honor infinitamente más precioso de Nuestro Señor Jesucristo, y, en unión con el suyo, el de la Santísima Virgen.

En lo alto de las torres y de las coronas

Paralelamente, ese honor del Hombre Dios también es reivindicado por la Iglesia. Y, a causa de eso, los católicos escogieron la cruz como signo de distinción, como símbolo de todo lo que hay de más sagrado y santo. Y ponerla en lo alto de todas las cosas ha sido una preocupación constante de la civilización cristiana. Entonces llegaron las manifestaciones características de los tiempos de fe: la cruz encima de las elevadas torres de iglesias y catedrales; la cruz en la parte superior de las coronas de reyes y emperadores, o adornando los más nobles galardones de las familias de la primera aristocracia, o sirviendo de insignia en las condecoraciones. Y cuando alguien quería significar la magna importancia de un documento, lo empezaba con una cruz.

En fin, todo cuanto el hombre concebía de supremo estaba en la cruz del Señor, lo que traía consigo la idea de que entre todas las maravillas operadas por Él en este mundo la más admirable y la más adorable era el haber sufrido y muerto en aquel instrumento de vergüenza. Lo cual iba acompañado también de una respuesta a esa humillación, una contestación caballeresca y sobrenatural: ¡la exaltación de la Santa Cruz!

La cruz glorificada en nuestro interior

Otra enseñanza más que encontramos en la cruz. Nuestro Señor Jesucristo es el Redentor del género humano. Tenía que redimirlo aceptando la muerte. Por eso soportó la agonía en el Huerto de los Olivos y los tormentos de la Pasión, anduvo hasta lo alto del Calvario y se dejó crucificar, a fin de cumplir la misión que lo trajo al mundo.

A partir de ese momento, la cruz se convirtió en la afirmación de los sufrimientos, de las calamidades y de las dificultades que el hombre acepta para realizar los designios de Dios sobre él en la tierra. Así pues, lo enfrenta todo, a ejemplo de Jesús, para seguir la superior voluntad divina. Esta es la lección que nos da la cruz: abrazar el dolor, el sacrificio, el holocausto, como acto de fidelidad a la propia vocación de cada cual.

Una fidelidad que no sólo implica luchar la vida entera para que la religión católica venza y la cruz de Cristo sea elevada sobre todas las cosas, sino también vencer nuestros combates interiores. En efecto, continuamente estamos librando una dura batalla dentro de nuestras almas, en la que se oponen virtudes y pecados. Este antagonismo redunda en un conflicto y en una fricción interna que, en determinados momentos, llega a ser desgarrador.

Pues bien, es necesario que encaremos esa lucha de frente y que siempre tengamos la audaz iniciativa de derrotar al pecado. Esta batalla es, en cierto modo, la glorificación de la cruz de Nuestro Señor dentro de nosotros.

La verdadera alegría está en la cruz

Esta consideración encierra un importante corolario. Desde los comienzos del cristianismo los hombres se bautizaron a la sombra de la cruz, se casaron bajo su protección, la pusieron en el mejor sitio de sus hogares y, llegados al postrer instante de sus vidas, murieron dirigiendo su mirada hacia ella. Es decir, la cruz marcaba toda la existencia del católico. Es una expresión más de la idea fundamental de que lo cotidiano terrenal ha sido hecho para el sufrimiento y para el heroísmo. Y quien habla de heroísmo, habla de cruz.

La verdadera alegría de la vida no consiste en disfrutar de grandes o pequeños placeres, ni hartarse de comer y de beber, ni en tener cualquier otro tipo de confort. La auténtica satisfacción de la vida es esa sensación de limpieza de alma que poseemos cuando fijamos la vista en nuestra cruz y la aceptamos diciendo un «sí» rotundo.

De esta manera, estamos actuando como Nuestro Señor Jesucristo que, sin esperar la llegada del sufrimiento, lo previó y se dirigió al lugar donde habría de encontrarlo. Se entregó porque quiso y, con paso valeroso, cargó con su cruz hasta la cima del monte donde sería inmolado.

Nuestra Señora de los Siete Dolores, por Antonio Tempesta - Iglesia de Santo Stefano al Monte Celio, Roma
Nuestra Señora de los Siete Dolores, por Antonio Tempesta –
Iglesia de Santo Stefano al Monte Celio, Roma.

Por lo tanto, evitemos la ilusión de las alegrías efímeras, y muchas veces falsas, que nos prometen las diversiones mundanas, las vanidades y los éxitos temporales, porque no constituyen la verdadera esencia de nuestra existencia. «Militia est vita hominis super terram – ¿No es acaso milicia la vida del hombre sobre la tierra?», decía el santo Job. Como hemos afirmado, la esencia de la vida es una lucha dentro y fuera de nosotros, aceptando el sufrimiento de frente y haciendo de él nuestra alegría. Esto es verdaderamente la exaltación de la cruz en nosotros.

No hay católico sincero que no sea un ardoroso amigo de la cruz y que, confiado en la misericordiosa asistencia de María Santísima, no comprenda y se alegre en saber que las dificultades y las penas ocupan un lugar destacado en su peregrinar por esta tierra de exilio. Cuando conoce y acepta esa condición de batallador -contra sus propios defectos, así como contra la impiedad-, y se une a los méritos infinitamente preciosos de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, entonces es cuando se abrirá a sí mismo las puertas de la eterna bienaventuranza.

Imitemos a aquella que más amó la cruz

Todo lo que acabamos de considerar constituye el espíritu de cruz, por el cual concebimos crucificadamente todas las cosas, por la cual batallamos y vencemos, pues los grandes guerreros de la vida fueron los que se revistieron de ese espíritu, de ese amor a la cruz, de esa naturalidad en el sufrimiento, que caracteriza al genuino hijo de la Santa Iglesia y seguidor de Cristo.

Para adquirir ese espíritu, no podríamos hacer nada mejor que suplicárselo a la Virgen, pedirle que nos conceda el amor que Ella misma tuvo a la cruz de Nuestro Señor Jesucristo.

Podemos imaginar, sin herir las enseñanzas de la ortodoxia católica, que -pasados los tormentosos días de la Pasión, vividas las alegrías de la Resurrección y tras la gloriosa salida de Jesús de este mundo- dos grandes felicidades le quedaron a Nuestra Señora en esta tierra: una, la de la presencia de su divino Hijo en la Eucaristía; otra, la meditación de la cruz. ¡Qué pensamientos, qué cogitaciones y preces no haría la Corredentora en sus horas de soledad y recogimiento al recordar el patíbulo en que fue inmolado el Cordero de Dios! ¡Cuánto reverenciaría aquella cruz! ¡Cuánto la honraría! ¡Y qué meditaciones sublimísimas no haría a los pies del leño santo, en el mismo instante en que en él moría el Salvador! ¡Y hasta qué alto grado, inimaginable, no se habría elevado en Ella el espíritu de sufrimiento -el espíritu de cruz-, convirtiéndose para nosotros en un luminoso ejemplo de alma crucificada!

Por consiguiente, debemos pedirle a María, en nombre de esas meditaciones solitarias ante la cruz, en la que tal vez tuviera en vista a cada uno de nosotros, ese mismo espíritu de cruz. Que nos inculque ese respeto, esa admiración y ese entusiasmo por el verdadero sufrimiento y, más aún, ese deseo heroico de sufrir, que es lo que caracteriza al verdadero católico.

En una palabra, supliquémosle la gracia de esa ininterrumpida exaltación de la Santa Cruz en nosotros, para que la exaltemos continuamente fuera de nosotros. 

Extraído, con ligeras adaptaciones, de la revista «Dr. Plinio». Año III. N.º 30 (Septiembre, 2000); pp. 16?20. 

 

Exaltación de la Santa Cruz

La piedad católica, movida por el Espíritu Santo, modeló a lo largo de los siglos diversas formas de devoción a aquello que representa, de manera especial, la Redención del género humano:
La Santa Cruz de Jesucristo.

«O crux ave, spes unica. Hoc passionis tempore. Piis ad auge gratiam. Veniam dona reisque.»

«Salve Cruz, nuestra única esperanza. En esta época de sufrimiento concede la gracia y la misericordia a aquéllos que esperan el juicio.»

La condenación a muerte por el suplicio de la cruz era una muerte ignominiosa, reservada para los ladrones y asesinos. Según nos relata Cícero, los romanos tenían dos maneras de eliminar a los criminales: una noble, la decapitación, y otra vergonzosa, que era la muerte por la cruz. Por tanto, Cristo murió de la manera más cruel, la muerte en la cruz.

En el suplicio de la cruz, el condenado, al ser clavado en la cruz, llegaba al máximo dolor, ya que al tener sus manos pegadas en la cruz, cada clavo le daba una descarga en los nervios, que hacían con que el condenado gritase de dolor. En la cruz el condenado perdía mucha sangre y, en general, moría de asfixia, después de muchas horas de sufrimiento y, si continuaba vivo, sus piernas era quebradas y, en este caso, la muerte era instantánea por asfixia. De hecho, en la cruz, la respiración es lenta y más 1.jpgcorta, porque el aire penetra los pulmones, pero no consigue fluir y al condenado le falta el aire, semejante a un asmático en plena crisis.

Pero estamos recordando estos hechos, para decir cómo fue cruel y dolorosa la muerte de Jesús en la Cruz. Sin embargo, según los Evangelios, Cristo resucitó y la cruz vacía comenzó a indicar para los cristianos una fuente de salvación y de resurrección.

Dice la historia que el día 27 de octubre del año 312 después de Cristo, dos ejércitos se enfrentaron en las puertas de Roma. El primero salió de los Muros Aurelianos para ubicarse a lo largo de las márgenes del Tiber, junto a Puente Milvio, comandado por Marco Aurélio Valério Massencio. El segundo, que descendió del Trier (en Alemania) rumbo a Roma, se ubicó a lo largo de la vía Flaminia, guiado por Flávio Valério Constantino. Los dos contendientes luchan por el título de Augusto de Occidente, uno de los cuatro cargos supremos, en Tetrarquía, el nuevo sistema de gobierno del Imperio, ideado por Diocleciano.

Cuando el sol comenzaba a salir, las tropas de Constantino ven repentinamente surgir en el cielo una gran señal luminosa, con una frase llameante: «In hoc signo vinces» «Con este signo vencerás».

Eusebio de Cesarea, el primer gran historiador de la Iglesia, recuerda el hecho con estas palabras: «Una señal extraordinaria apareció en el cielo. (…) Cuando el sol comenzaba a declinar, Constantino ve con sus propios ojos, en el cielo, más arriba del sol, el trofeo de una cruz de luz sobre la cual estaban trazadas las palabras IN HOC SIGNO VINCES. Fue tomado por un gran susto y junto a él, todo su ejército».

De hecho, Constantino venció y dio total libertad a los cristianos, hasta entonces perseguidos por el Imperio Romano. Con este hecho histórico, la Cruz de Cristo, antes venerada con respeto, pasó a ser símbolo de victoria, pues del leño de la cruz partió la salvación del mundo. Desde ahí que en la exaltación de la Santa Cruz y en el Viernes Santo de Pasión, la Iglesia canta, al presentar la cruz para que los fieles presten adoración a Cristo crucificado y muerto: «He aquí el leño de la cruz, de la cual pendió la salvación del mundo.»

La cruz para el cristiano, no es símbolo de muerte, sino de vida. Ella es nuestra única esperanza. La cruz está siempre presente en la vida de la Iglesia y en la celebración de la Eucaristía, así como en el Bautismo y demás sacramentos. La señal de la cruz es un indicativo que la persona es cristiana y siempre la usamos al inicio de la Misa, con esta señal nosotros somos bendecidos y bendecimos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por lo tanto, exaltar la cruz es exaltar la muerte de Cristo y proclamar que Él esta vivo y por su sacrificio en la Cruz nos obtuvo la salvación.

Bendita y alabada sea la cruz bendita del Señor, símbolo de vida y de resurrección.

+ Eurico dos Santos Veloso
Arzobispo Emérito de Juiz de Fora (MG) – Brasil.

***

1. En uno de los cuadros pintados por Velásquez, encontramos a Nuestro Señor clavado en una cruz simple, sin adornos, puesta 2.jpgsobre un fondo negro, simbolizando la profunda y lúgubre humillación a la que estuvo expuesta el Redentor. Él mismo está con la cabeza visiblemente caída, y parte de sus cabellos sobre el lado derecho de su cara, indicando que ya no tiene sangre, sin auxilio o protección alguna, entregado solamente en las manos de Dios. La escena nos sugiere el abandono: apenas hay dos ladrones crucificados a su lado, su Madre y un único discípulo presenciando su vergonzosa muerte. En pocas palabras, al ver esa figura nos viene a la mente cómo todo estaba aplastado, pisoteado y silenciado delante de su muerte.

Pero, ¿será que aquél que proclamó en la cruz: «Yo vencí al mundo!»
(Juan 16, 33) está irrevocablemente derrotado?

2. Analicemos, a continuación, una cruz procesional llevada en las solemnes Eucaristías de la Iglesia de Nuestra Señora del Rosario, de los Heraldos del Evangelio, y hecha según las indicaciones de Mons. João Clá Dias. En ella, vemos a Nuestro Señor muerto y crucificado, como alguien que, como vimos arriba, pasó por terribles humillaciones. Sin embargo, nuestra mirada se detiene y fijamos los ojos en los vivos y elegantes colores rojo, blanco y dorado que componen esta cruz… Parecen invitarnos a contemplar a Aquél que está clavado en ella, pero que por eso cumplió lo que Él mismo profetizó: «cuando sea elevado de la tierra atraeré a Mí todas las cosas » (Juan 12, 32). Sin duda, está despojado de sus vestiduras y coronado de espinas, pero es «Rey de reyes y Señor de señores » (Ap 19, 16), y nos recuerda el esplendor que rodea esta cruz.

Fue de su sufrimiento que floreció todo lo bueno que existe y todo lo que existirá de bello y verdadero en la historia de la humanidad. Fue en el momento de la crucifixión que el Salvador frustró los planes de Satanás, compró para todo el genero humano la Redención y con gracias superabundantes, abrió a los hombres las puertas del Cielo.

3.jpgTodo esto que Él concedió como herencia para la humanidad, como fruto de su Preciosima Sangre, vale inmensamente más que cualquier piedra preciosa. Pero las que figuran en Jesús, representando sus llagas, ¿no simbolizaron esta maravilla, que Él aceptó por nosotros y para nuestra Salvación?

Recordando lo que la liturgia de la Iglesia reza en la misa de Exaltación de la Santa Cruz, «El que venciera en el árbol del paraíso, en el árbol de la cruz fue vencido», ¿no parece que esta cruz nos quiere recordar esta gloriosa victoria de Cristo?

Porque Él quiso utilizar la cruz como instrumento para la redención, ésta se tornó, de símbolo de ignominia que era en símbolo de todo lo que hay de más elevado, de más sagrado: en las catedrales, en las coronas, en las obras más importantes concebidas por el hombre, allí está la cruz resplandeciendo como el estandarte del triunfo del Hombre Dios, que alcanzó los más altos pináculos de victoria contra el demonio, el mundo y la carne con su ignominiosa muerte en un madero. Y bien puede simbolizar esto los adornos de esta cruz. (Cfr. Oliveira, Plinio Correa de. Revista Dr. Plinio, nº 138, septiembre de 2009, p. 4)

Al verla, tenemos la voluntad de rezar a semejanza del autor citado: «En vuestra cruz, humillado, comenzaste a reinar sobre la tierra. En la cruz comenzó vuestra gloria y no en la resurrección. Vuestra desnudez es un manto real. Vuestra corona de espinas es una diadema sin precio. Vuestras llagas son vuestro manto. ¡Oh Cristo Rey!, como es real consideraros en la cruz como un rey».
(Vía Sacra. Legionario Nº 558, 18 de abril de 1943).

Alessandro Schurig – 3º año de Teología

 

Artículo anteriorLa Exaltación de la Santa Cruz
Siguiente artículo¿Qué son los cooperadores o terciarios de los Heraldos del Evangelio?