Los Dolores de Nuestra Señora

Autor : Dr. Plinio Corrêa de Oliveira

El dolor ante la perspectiva y la realización de la Pasión

Cuando la Santísima Virgen recibe la magnífica noticia de que sería la Madre del Verbo encarnado, ¡Podemos imaginar su alegría al adorar a Jesús en el primer momento en que Ella lo concibió por obra del Espíritu Santo! Y también su dolor al pensar que ese Mesías era el hombre sufridor del cual había hablado el profeta Isaías…

María de Ágreda1 cuenta que había en la casa de Nazaret un oratorio donde Nuestra Señora encontró varias veces a Jesús arrodillado y sudando sangre, en la previsión de su Pasión y de la ingratitud con que los hombres la recibirían.

Ante ese hecho tan verosímil, ¿podemos imaginar a Nuestra Señora viendo a un niño de cinco años, después de diez, más tarde de quince, después a un joven de veinte, y finalmente a un hombre ya hecho, de veinticinco y de treinta años, arrodillado frecuentemente, sufriendo y transpirando sangre frente a la perspectiva de los tormentos que vendrían? Más aún cuando Ella amaba a Jesús no sólo como una madre ama a su hijo, ¡sino como una madre ama a su Hijo que es Dios!
Ella seguramente se postraba cerca de Nuestro Señor y sufría de los dolores de Él. Y no es de sorprender que Ella haya sudado sangre como Él.

Al iniciarse la vida pública de Jesús, Nuestra Señora pasa por el dolor de la separación. Comienzan los milagros, llegan las victorias, es el momento de la alegría. Pero poco después surge la ingratitud y se prepara la tempestad de injusticias que culminó en la Pasión. ¡Ella sufría por esa razón de un modo inenarrable! Si hubo santos que se desmayaron al recibir la revelación de los padecimientos del Salvador, podemos imaginar qué representaba para Nuestra Señora el más mínimo episodio de la Pasión.

Quiso sacrificar a su Hijo Unigénito por amor a nosotros

Los Dolores de Nuestra SeñoraAl fin, llega el momento de la crucifixión y los dolores de Nuestro Señor alcanzan su paroxismo. Y María Santísima se encuentra ante esta alternativa: por un lado, desear que Él muera prontamente para disminuir sus dolores; por otro lado, que su vida aún se prolongue, en primer lugar, porque toda madre ansía por prolongar la vida de su hijo y, en segundo lugar, por la idea de que así Él sufriría más y los pobres pecadores serían más favorecidos.

Ella concuerda, entonces, en prolongar ese sufrimiento, y hace el firme propósito de aceptar que Nuestro Señor sea inmolado en la hora extrema, con todos los dolores que Él tuviese que sufrir.

Ella, Reina del Cielo y de la Tierra, con una palabra podría acabar todos los sufrimientos, expulsando a los demonios y a toda la gente que allí se encontraba. Pero, para la salvación de nuestras almas, quiso dejar a esos verdugos.

Ella tan sólo evitó una u otra situación extrema. María de Ágreda cuenta que el demonio había concebido el siguiente proyecto: cuando Nuestro Señor fuese erguido en lo alto de la cruz y comenzase su agonía, lanzar la cruz al piso en determinado momento, de tal manera que la Sagrada Faz se golpease en la tierra y se despedazase. Pero Nuestra Señora, ante el exceso de ignominia de una intención como esa, le prohibió al demonio que la llevara a cabo.

Ahora bien, ¿por qué Ella dejó al demonio hacer todo el resto? Porque amaba tanto la salvación de nuestras almas – del alma de cada uno de nosotros – hasta el punto de querer que su Hijo pasase por todo eso para que, por ejemplo, yo no fuese al infierno. Y Ella ama de tal manera mi alma y la de cada uno de ustedes que, aunque hubiese uno solo de ustedes para ser salvado en ese diluvio de dolores, Ella querría que su divino Hijo sufriese esos tormentos para salvar a esa alma.

Imaginen a Nuestra Señora, por ejemplo, viendo penetrar la corona de espinas en la frente sagrada de Nuestro Señor y producir lesiones nerviosas que hacían que su cuerpo se estremeciese en medio de todos esos dolores que Él ya padecía. Contemplar la sangre saliendo por todos lados, la sed tremenda, la fiebre altísima, los estertores de todo el cuerpo.

La Santísima Virgen conocía y medía todo eso. Sin embargo Ella quería que así fuese. Ella era como un sacerdote que inmolaba a la Víctima divina en lo alto del Calvario. Y si ese era el precio de un alma, Ella deseaba que su Hijo sufriese lo que estaba sufriendo para conquistar un alma.

La grandeza de Nuestra Señora no está tanto en la enormidad de los dolores padecidos, como en el hecho de que Ella quiso sufrir lo que sufrió. Ella quiso que su Hijo llevase a cabo ese sacrificio tremendo y admirable, e hizo eso por amor a nosotros. Porque Dios nos amó hasta el punto de querer sacrificar a su Unigénito, Ella nos amó tanto que se adhirió a esa función sacrificial, y quiso sacrificar a su Hijo Unigénito por cada uno de nosotros.

Un examen de consciencia

La Semana Santa es el momento para que cada uno de nosotros haga, individualmente, una meditación a ese respecto. Por más que el hombre piense, él no puede dejar de nutrirse de esta reflexión que nunca debe bastar al alma católica.

Colocarse, por lo tanto, solo, frente a un crucifijo o delante de una imagen de Nuestra Señora de los Dolores y olvidarse del resto del mundo. Porque delante de Dios, el mundo entero para mí no existe. Y hacerme entonces esta pregunta:

¿Yo, Plinio, tengo conciencia del precio de mi salvación? ¿Tengo idea de los gemidos y de los dolores que costaron todas las gracias que he recibido, y de lo que le causaron al Inmaculado Corazón de María?

¿Tengo idea de que todo lo que pasó en el Gólgota tenía como fin de tal manera mi salvación, que se habría realizado aun cuando yo fuese el único beneficiado?

¿Soy consciente de que en lo alto de la cruz Nuestro Señor Jesucristo pensó nominalmente en cada hombre, desde el comienzo del mundo hasta aquí? Y que, por lo tanto, por su mente divina pasó, con un pensamiento de misericordia, de bondad y de salvación, el nombre de Plinio Corrêa de Oliveira? ¿Y que Él no solo tuvo en vista mi nombre, sino que vio mi alma, mi propia persona, mi ser, y amó mi ser creado por Él y, en un acto de amor a mi propio ser, hizo ese sacrificio para que yo fuese al Cielo?

¡¿Me doy cuenta de que mi salvación costó todo eso?!

¿Y cómo he correspondido a tantos beneficios? ¿Cuál ha sido mi ingratitud? ¡Cuántas faltas cometidas, muchas veces por imprudencia! ¡Simplemente por no querer evitar una ocasión, por no hacer una pequeña mortificación, cogí la Sangre de Cristo y la tiré a la alcantarilla! A pesar de esa Sangre haber sido derramada en mi favor, me puse en una condición de perdición.

Dios, sin embargo, me toleró en esta vida, me soportó y me esperó con otras gracias todavía más grandes que las ya recibidas.

La Semana Santa es una ocasión de gracias para cada uno de nosotros. El flanco de Nuestro Señor Jesucristo está abierto, derramando su misericordia sobre todos nosotros y llamándonos a la contrición, a la penitencia, a la magnífica reconciliación con Él. ¡Hay una efusión de bondad y de cariño para con nosotros como jamás podríamos imaginar!

Por lo tanto, mi primera preocupación en la Semana Santa debe ser la de pensar en mi alma. Pensar sin temor, sin pánico, porque Dios es Padre de misericordia y Nuestra Señora es la Madre y el canal de todas las misericordias. Y pensar con seriedad, a fondo, colocarme delante de esa Sangre de Cristo que corre y preguntarme: ¿Qué hice de esa Sangre?

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1) Sor María de Jesús de Ágreda (1602-1665). Religiosa y mística española de la Orden de la Inmaculada Concepción. En una de sus obras principales, «Mística ciudad de Dios», narra las revelaciones recibidas de la Santísima Virgen.

(Revista Dr. Plinio, No. 180, marzo de 2013, p. 10-15, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de una conferencia del 17.3.1967).

Recordando con piedad los sufrimientos que por nuestra salvación padeció la Virgen María, recibimos de Dios grandes gracias y beneficios. Cumplimos con el precepto del Espíritu Santo:  «No te olvides de los gemidos de tu madre» (Ecl 7, 29).

Es imposible no sentir una profunda emoción al contemplar una imagen expresiva de la Madre Dolorosa y meditar estas palabras del Profeta Jeremías, que la piedad católica aplica a la Madre de Dios: «Oh todos que pasáis por el camino, parad y ved si hay dolor 4.jpgsemejante a mi dolor» (Lm 1, 12). A esta meditación nos invita la Liturgia del día 15 de de septiembre, dedicada a Nuestra Señora de los Dolores.

Antes de ser incorporados en la liturgia, los dolores de María Santísima fueron objeto particular de devoción.

Los primeros rastros de esta piadosa devoción se encuentran en los escritos de San Anselmo y muchos monjes benedictinos y cistercienses, habiendo nacido de la meditación de pasajes del Evangelio que nos muestran a la dulcísima Madre de Dios y a San Juan a los pies de la Cruz del divino Salvador.

Fue la compasión de la Virgen Inmaculada que alimentó la piedad de los fieles. Solamente en el siglo XIV, quizá en oposición a los cinco gozos de Nuestra Señora, fue que aparecieron los cinco dolores que cambiarían de episodios:

1. La profecía de Simeón
2. La pérdida de Jesús en Jerusalén
3. La prisión de Jesús
4. La pasión
5. La muerte

Después, este número pasó a ser de diez, incluso hasta quince, pero el número siete fue el que prevaleció. De ese modo, tenemos hoy en día las siete horas, una meditación de las penas de Nuestra Señora, durante la pasión de Nuestro Señor Jesucristo:

Maitines – La prisión y los ultrajes
Prima – Jesús delante de Pilatos
Tercia – La condenación
Sexta – La crucifixión
Nona – La muerte
Vísperas – El descendimiento de la cruz
Completas – El sepulcro

Las llamadas Siete Espadas se desenvuelven por circunstancias escogidas dentro de la vida de la Santísima Virgen:

Primera Espada: No es otra que la de la profecía de Simeón.
Segunda Espada: La masacre de los inocentes, por mandato de Herodes.
Tercera Espada: La pérdida de Jesús en Jerusalén, cuando el Salvador tenía doce años de edad, hecho hombre.
Cuarta Espada: La prisión de Jesús y los juzgamientos inicuos, por los que pasó.
Quinta Espada: Jesús clavado en la Cruz entre dos ladrones y su muerte.
Sexta Espada: El descenso de la Cruz.
Séptima Espada: Jesús es sepultado.

Las siete tristezas de Nuestra Señora son una serie un poco diferente:

1. La profecía de Simeón.
2. La fuga a Egipto.
3. La pérdida del Niño Jesús, después encontrado en el Templo.
4. La prisión y condenación.
5. La Crucifixión y muerte.
6. El descendimiento de la Cruz.
7. La tristeza de María, quedándose en la tierra después de la Ascensión.

5.jpgEste total de siete, que los simbolistas cristianos tanto aman, impuso la elección entre los episodios de la vida de la Santísima Virgen, por esto es que se explican ciertas diferencias. La serie que es más usada es la siguiente:

1. La profecía de Simeón

Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón. Era un hombre justo y temía a Dios, esperando la consolación de Israel; y el Espíritu Santo estaba en él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte, sin antes ver a Cristo (el ungido) el Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al Niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:

– Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han visto mis ojos tu salvación. La que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel.

Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre:

– Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción ¡y a tí misma una espada te atravesará el alma! – a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones. (Lc. 2, 25-35).

2. La huída a Egipto

Entonces Herodes llamó en privado a los Magos, y les hizo precisar la fecha en que se les había aparecido la estrella; Después los envió a Belén y les dijo:

– Id allá y averiguad con diligencia acerca del Niño; y cuando le halléis, hacédmelo saber, para que yo también vaya y le adore.

Ellos, habiendo oído al rey, se fueron; y he aquí la estrella que habían visto en el oriente iba delante de ellos, hasta que llegando, se detuvo sobre donde estaba el Niño. Y al ver la estrella, se regocijaron con muy grande gozo. Y al entrar en la casa, vieron al Niño con su madre María, y postrándose, lo adoraron; y abriendo sus tesoros, le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra. Pero siendo avisados por revelación en sueños que no volviesen a Herodes, regresaron a su tierra por otro camino.

Después que partieron ellos, he aquí un ángel del Señor apareció en sueños a José y dijo:

– Levántate y toma al Niño y a su madre, y huye a Egipto, y permanece allá hasta que yo te diga; porque acontecerá que Herodes buscará al Niño para matarlo.

Y él, despertando, tomó de noche al Niño y a su madre, y se fue a Egipto; y estuvo allá hasta la muerte de Herodes; para que se cumpliese lo que dijo el Señor por medio del profeta, cuando dijo: De Egipto llamé a mi Hijo (Mt. 2. 7-15).

3. La pérdida de Jesús en Jerusalén

6.jpgIban sus padres todos los años a Jerusalén en la fiesta de la Pascua. Cuando tuvo doce años, subieron a Jerusalén conforme a la costumbre de la fiesta. Al regresar ellos, acabada la fiesta, se quedó el Niño Jesús en Jerusalén, sin que lo supiesen José y su madre. Y pensando que estaba entre la compañía, anduvieron camino de un día; y le buscaban entre los parientes y los conocidos; pero como no le hallaron, volvieron a Jerusalén buscándole. Y aconteció que tres días después le hallaron en el templo, sentado en medio de los doctores de la ley, oyéndoles e interrogándoles. Y todos los que le oían, se maravillaban de su inteligencia y de sus respuestas. Cuando le vieron, se sorprendieron; y le dijo su madre:

– Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? He aquí que tu padre y yo te hemos buscado con angustia. Entonces él les dijo:

– ¿Por qué me buscábais? ¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?

Pero ellos no entendieron las palabras con las que les habló (Lc. 2, 41-50).

4. El encuentro de Jesús en el camino del Calvario

Cuando era conducido, tomaron a cierto Simón de Cirene, que venía del campo, y le pusieron encima la cruz para que la llevase tras Jesús. Y le seguía gran multitud del pueblo, y de mujeres que lloraban y hacían lamentación por él. Pero Jesús, vuelto hacia ellas, les dijo:

– Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos. Porque he aquí que vendrán días en que dirán: Bienaventuradas las estériles, y los vientres que no concibieron, y los pechos que no criaron. Entonces comenzarán a decir a los montes: Caed sobre nosotros; y a los collados: Cubridnos (Os. 10, 8): Porque si en el árbol verde hacen estas cosas, en el seco, ¿qué no se hará? (Lc. 23, 26-31).

5. La crucifixión

Así que entonces (Pilato) lo entregó a ellos para que fuese crucificado.

Tomaron, pues, a Jesús, y le llevaron. Y Él, cargando su cruz, salió al lugar llamado de la Calavera, en hebreo, Gólgota; allí le crucificaron, y con Él a otros dos, uno a cada lado, y Jesús en medio. Escribió también Pilato un título, que puso sobre la cruz, el cual decía: JESÚS NAZARENO, REY DE LOS JUDÍOS.

Y muchos de los judíos leyeron este título; porque el lugar donde Jesús fue crucificado estaba cerca de la ciudad, y el título estaba escrito en hebreo, en griego y en latín. Dijeron a Pilato los principales sacerdotes de los judíos:

– No escribas: Rey de los judíos; sino que él dijo: Soy Rey de los judíos.

Respondió Pilato:

– Lo escrito, escrito está.
Cuando los soldados hubieron crucificado a Jesús, tomaron sus vestidos, e hicieron cuatro partes, una para cada soldado. Tomaron también su túnica, la cual era sin costura, de un solo tejido de arriba abajo. Entonces dijeron entre sí:

– No la partamos, sino echemos suertes sobre ella, a ver de quién será.

Esto fue para que se cumpliese la Escritura, que dice: Repartieron entre sí mis vestidos, y sobre mi ropa echaron suertes (S. 21, 19). Y así lo hicieron los soldados.

Estaban junto a la cruz de Jesús su madre, y la hermana de su madre, María mujer de Cleofás, y María Magdalena. Cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre:

– Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo:

– He ahí a tu Madre.

Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa.7.jpg

Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba consumado, dijo, para que la Escritura se cumpliese:

– Tengo sed.

Y estaba allí una vasija llena de vinagre; entonces ellos empaparon en vinagre una esponja, y poniéndola en un hisopo, se la acercaron a la boca. Cuando Jesús hubo tomado el vinagre, dijo:

– Todo está consumado.

Y habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu. (Juan 19, 16-30).

6. El descendimiento de la Cruz

Había un varón llamado José, de Arimatea, ciudad de Judea, el cual era miembro del concilio, varón bueno y justo. Este, que también esperaba el reino de Dios, y no había consentido en el acuerdo ni en los hechos de ellos, fue a Pilato, y pidió el cuerpo de Jesús. Y bajándolo de la Cruz, lo envolvió en una sábana. (Lc 23, 50-53).

7. Jesús es dejado en el sepulcro

Y en el lugar donde había sido crucificado, había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el cual aún no había sido puesto ninguno. Allí, pues, por causa de la preparación de la Pascua de los judíos, y porque aquel sepulcro estaba cerca, pusieron a Jesús. (Juan 19, 41-42).

En el siglo XV, el siglo en que comenzó como un gran destello la devoción a Nuestra Señora de los Siete Dolores, fue donde surgieron los más conmovedores testimonios de aquella devoción representados en el arte. Y los artistas, siempre en la búsqueda de episodios que tocaban la sensibilidad de los cristianos, terminaron por recordar, con predilección, lo que debe haber sido el momento más doloroso de nuestra Madre Bendita – el momento, conmovedor, en que, desclavado de la Cruz , el Salvador, inerte, se apoyaba sobre las puras rodillas de la Señora.

(Vida de los Santos, Padre Rohbacher)

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