Al conmemorar la dedicación de la catedral del Papa, la Iglesia nos recuerda que cada bautizado es también un templo que debe ser devuelto a Dios en la plenitud de su belleza.

I – la cabeza y madre de todas las Iglesias

La Iglesia celebra con esplendor la fiesta de la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán, que ostenta el honorífico título de Omnium urbis et orbis ecclesiarum mater et caput, es decir, “Madre y cabeza de todas las iglesias de la ciudad [Roma] y del mundo”. Es la catedral del Papa, al contrario de lo que se suele pensar debido al papel que desempeña actualmente la Basílica de San Pedro, la cual es, en realidad, una de las cuatro basílicas papales de la Ciudad Eterna.

Hasta el exilio de los Papas en Aviñón, en el siglo XIV, el Sumo Pontífice vivía en el Palacio de Letrán, antigua propiedad de la familia Laterano, nombre por el que hoy lo conocemos. Sospechoso de conspiración, el cónsul romano Plaucio Laterano fue asesinado por el infame Nerón, que le confiscó sus bienes, entre los que se encontraba ese edificio, durante la misma época en la que promovía la persecución contra los cristianos.1 El tirano no imaginaba que años más tarde el emperador Constantino donaría todo aquello a la Iglesia, y se convertiría en la residencia de los sucesores de Pedro y primera basílica de la cristiandad. El Papa San Silvestre la dedicó en el año 324.2

En esta basílica encontramos no sólo vestigios de variados estilos artísticos, gracias a las obras de embellecimiento y ampliación realizadas a lo largo de los siglos, sino también numerosas y valiosísimas reliquias. Entre las principales se encuentran la mesa donde se celebró la Última Cena (cf. Mt 26, 20-28; Mc 14, 18-24; Lc 22, 14-17), parte del tejido purpúreo con el que los soldados revistieron al divino Redentor en su Pasión (cf. Mc 15, 17; Jn 19, 2), las cabezas de San Pedro y de San Pablo y la copa en la cual, según una antigua tradición, San Juan Evangelista fue obligado a tomar un veneno que, milagrosamente, no le hizo mal alguno.

Un eslabón entre el Cielo y la tierra

Por ser la catedral de Roma, San Juan de Letrán posee un estrecho vínculo con la persona del Sumo Pontífice, eslabón entre nosotros y la eternidad: “lo que ates en la tierra quedará atado en los Cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los Cielos” (Mt 16, 19). Debido a esta prerrogativa la basílica pasó a ser un símbolo de la unidad de la Iglesia.

 



Aspectos de la Basílica de San Juan de Letrán:
baldaquino sobre el altar que contiene las reliquias de San
Pedro y de San Pablo; fachada principal y Cátedra del
obispo de Roma

Otra cosa que también debemos tener en cuenta es que la Santa Iglesia, en su sabiduría, ha establecido un ciclo litúrgico con la intención, entre otras razones, de prolongar a través de los siglos las gracias concedidas en el momento histórico conmemorado. Y al igual que cuando celebramos la Navidad con auténtica piedad somos favorecidos con las mismas bendiciones que la Virgen, San José y los pastores recibieron ante el Pesebre, también en la fiesta de hoy somos invitados a participar de las gracias y de la alegría sobrenatural de los católicos de Roma cuando el Papa tomó posesión oficialmente de su sede episcopal y pudo gozar de plena libertad religiosa.

 

Nacida bajo el signo de la persecución

Para que se entienda mejor la importancia de esta fecha, recordemos que la Santa Iglesia Católica nació bajo el signo de la persecución, en circunstancias a veces tan violentas que obligaban a los primeros cristianos a refugiarse en las catacumbas —los cementerios cristianos— para realizar sus cultos.3 En la antigua Roma solían excavar extensas galerías subterráneas, verdaderos laberintos, donde se daba sepultura a los muertos. Transitar por ellas era peligroso, porque quien lo hiciera podía llegar a perderse fácilmente y no sabría cómo regresar. Durante la época de las persecuciones, aquellos hermanos nuestros que nos precedieron con el signo de la fe necesitaban adentrarse en esas enredadas y oscuras profundidades —recordemos que no tenían luz eléctrica—, corriendo el enorme riesgo de ser denunciados, presos y sometidos a suplicios. En el Coliseo y en el Circo Máximo un gran número de cristianos manifestaron su adhesión a la fe con su propia vida, siendo destrozados por las fieras en la arena ante el público o en medio de terribles tormentos.

En las catacumbas también se celebraba devotamente el aniversario del martirio, ante los restos mortales que allí se conservaban, de los que habían derramado su sangre para dar testimonio de Cristo, costumbre ésta que dio inicio a la veneración de las reliquias de los santos. Tres siglos de fidelidad en esta situación nos demuestran, sin duda, la extraordinaria fuerza de la Iglesia en sus comienzos.

La libertad de culto otorgada por Constantino con la promulgación del Edicto de Milán, en el 313, por influencia de su madre Santa Elena, y la consiguiente multiplicación de iglesias por todo el imperio —entre las cuales la Basílica de Letrán ocupa un puesto prominente— representaron para los fieles un indescriptible alivio y alegría. Es muy expresivo el testimonio de Eusebio de Cesarea al retratar el júbilo del pueblo cristiano con la llegada de esta nueva era de la Historia de la Iglesia: “un día esplendoroso y radiante, sin que nube alguna hiciera sombra, iba iluminando con sus rayos de luz celestial a las iglesias de Cristo por el universo entero […], rebosábamos de un gozo indecible, y para todos florecía una alegría divina en todos los lugares que poco antes se hallaban en ruinas por las impiedades de los tiranos, como si se les viera revivir después de una larga y mortífera devastación. Y los templos surgían de nuevo desde los cimientos hasta una altura imprevista, y recibían una belleza superior en mucho a la de los que anteriormente fueran destruidos”.4

Por eso se instituyó en Roma la fiesta de la Dedicación de la Basílica de Letrán, que más tarde se extendería por todo el mundo, y hoy consideramos con gozo ese grandioso templo, que hasta nuestros días impresiona por su esplendor.

II – lecturas altamente sImbólicas

Para la Misa de esta fiesta han sido elegidas unas lecturas altamente simbólicas, la primera de ellas extraída de la Profecía de Ezequiel (47, 1-2.8-9.12), muy bella y rica en significado. Narra la visión en la cual es llevado al Templo de Jerusalén, de donde manan aguas que se van volviendo cada vez más caudalosas hasta el punto de ser imposible transportarlas. Se trata de una imagen de la fundación de la Iglesia Católica.

Por su benéfica influencia, ríos de gracia son derramados sobre el mundo, fecundando sus márgenes y haciendo crecer árboles generosos en frutos: las virtudes, los dones de Dios, el buen ejemplo y la santidad que ella promueve y alimenta. De sus ramas brotan hojas con propiedades curativas, porque si un alma adquiere un vicio, sufre una caída o presenta cualquier debilidad, a su lado está la Iglesia con los medicamentos para sanarla: la Confesión y los demás sacramentos, la dirección espiritual y la oración.

Las figuras utilizadas en este pasaje —tomadas de elementos de la naturaleza— muestran la fuerza del Cuerpo Místico de Cristo, que no sólo goza de inmortalidad, sino que está en continuo desarrollo, comparable a un río ya caudaloso en sus orígenes, que se va ensanchando, fertiliza, transforma y da vida a todo. ¡Eso es la Iglesia! Otro aspecto importante de esta lectura es su armoniosa conjugación con el Evangelio, dándonos la pauta de cómo debemos analizarlo.

La polémica, marca el inicio de la vida pública de Jesús

13 Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén.

La magnífica escena de la expulsión de los mercaderes del Templo, descrita por San Juan, ocurre durante la primera Pascua de la vida pública de Jesús. Ya había convertido el agua en vino en las bodas de Caná (cf. Jn 2, 1-12) y estaba yendo con sus primeros discípulos a Jerusalén, sin duda acompañado por la Virgen María y otras personas más cercanas.

Cabe destacar que, según consta en los otros Evangelios, Jesús adoptó una actitud similar en ese recinto sagrado al menos dos veces. 5 Una al inicio de su predicación, narrada en este pasaje, y otra algunos días antes de la Pasión (cf. Mt 21, 12-13; Mc 11, 15-19; Lc 19, 45-48). En ambas situaciones el Señor manifiesta un aspecto de su divina personalidad que desconoceríamos si no fuese por la circunstancia referida por el texto sagrado: la cólera del propio Dios, la indignación del Todopoderoso, vista a través del velo de la naturaleza humana.

Intolerable profanación del lugar santo

14 Y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados;…

Con motivo de la Pascua se reunían en Jerusalén judíos procedentes de todas partes para cumplir el precepto de visitar el Templo. La ley prescribía el ofrecimiento de víctimas en holocausto —bueyes, corderos, palomas y tórtolas—, pero casi nadie, como es comprensible, transportaba animales desde lejos para tal fin. Los peregrinos también debían pagar el impuesto anual del Templo con moneda hebraica. Como en esa época había israelitas dispersos por numerosas naciones y cada uno traía la moneda propia de su país, se veían obligados a buscar negociantes que realizasen el cambio.6 Las monedas extranjeras, sobre todo la romana, circulaban libremente por Judea. Cuando los príncipes de los sacerdotes y los escribas pusieron a prueba a Jesús, a propósito de la licitud de pagar impuestos a Roma, Él les respondió señalando la cara del César grabada en el denario que le enseñaron (cf. Lc 20, 20-26). Este pormenor nos permite concluir que llevaban consigo dinero romano además del hebreo, pues el primero les permitía comerciar con todos, mientras que el segundo sólo con sus compatriotas.

Las necesidades del culto descritas más arriba dieron lugar a la aparición de un verdadero comercio de animales y de un centro de cambistas en el atrio del Templo, llamado Patio de los Gentiles, donde el acceso a los extranjeros estaba permitido. El movimiento que allí había era semejante al de un mercado o de una feria llena de vida de hoy día, aumentado por las manifestaciones del temperamento oriental, muy comunicativo y propenso a cantos y discusiones. La suma de todos estos elementos daba como resultado un tumulto inadmisible en aquel recinto incomparablemente sagrado, hasta el punto de que el mero recuerdo de esos hechos nos da la impresión de ser un Templo profanado. Podemos hacernos una idea de lo inconveniente de un ambiente así, si nos imaginamos el interior de una de nuestras actuales iglesias ocupado por comerciantes vendiendo y comunicándose a voces, perturbando la paz. Cuando Jesús entró en el Templo y se percató de ese panorama de agitación, conocido por Él en cuanto Dios desde toda la eternidad, resolvió emplear la fuerza.

Manos que bendicen, pero que también castigan

…y, 15 haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del Templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas;…

 

La resurrección del hijo de la viuda de
Naín Catedral de Le Mans (Francia)

¿Cómo debemos entender el hecho de que Jesús, la sustancia de la propia Bondad, diera allí rienda suelta a su divina cólera? Él, de quien San Pedro había dicho que “pertransivit benefaciendo” (Hch 10, 38), pasó haciendo el bien. Él, que se conmueve a las puertas de la ciudad de Naín con la desolación de una viuda junto al féretro de su hijo, y lo resucita (cf. Lc 7, 12-16); que cuando el viento y la tormenta amenazan la barca de sus discípulos, a una orden suya calma por completo la tempestad (cf. Mt 8, 26); que se preocupa por cinco mil hombres y sus respectivas familias que lo siguen a un lugar desierto, y les proporciona alimento (cf. Mt 14, 15-21); más tarde, el timbre de su voz, tan imponente y poderoso, yergue del sepulcro a su amigo cuya muerte le había hecho llorar, fallecido cuatro días antes: “Lazare, veni foras” (Jn 11, 43), Lázaro, ¡sal afuera! Nadie recurre a Él sin que reciba algún beneficio. Tan lejos llevaba el Maestro la disposición de socorrernos que nos promete: “Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré” (Jn 14, 14). Además, caminando hacia el final de su vida terrena, deseoso de alejar la perturbación de las almas de los Apóstoles, les dijo: “La paz os dejo, mi paz os doy” (Jn 14, 27); y en el Cenáculo, después de la Resurrección, vuelve a reconfortarlos antes de partir hacia el Padre: “¡Paz a vosotros!” (Lc 24, 36).

Esas manos curan a todos los que se acercan aquejados por alguna enfermedad: tocan los ojos de un ciego y éste recupera la vista (cf. Mc 8, 25), tocan los oídos de un sordomudo y, sumándose el gesto a la palabra “Éfeta” —¡Ábrete!—, no sólo oye sino que también habla (cf. Mc 7, 34-35). Manos que liberan a la suegra de Pedro de una fiebre (cf. Mt 8, 14-15), y al coger la mano de la hija fallecida de Jairo le devuelve la vida (cf. Lc 8, 54-55).

Esas manos hechas para bendecir, en determinado momento deciden dar una bendición especial, con un peculiar hisopo: un látigo. Jesús, conocedor de todos los secretos de la naturaleza, seguramente elegiría fibras adecuadas para tejer ese instrumento con maestría única. No pensemos que acarició con suavidad y dulzura la espalda de los que allí se encontraban. Al contrario, utilizó la violencia para expulsarlos y derribó las mesas de los cambistas para que rodasen las monedas por el suelo. Se calcula que unas dos mil personas transitaban por esa zona y Cristo las expulsó Él solo, valiéndose únicamente de un látigo. Esto nos ayuda a medir no sólo la intensidad de la cólera y la fuerza de su brazo, sino sobre todo el ímpetu procedente del fondo de su alma, enteramente aliado a la ira divina. Y al igual que sabemos que en Él existen cuatro formas de conocimiento —el divino, el beatífico, el infuso y el experimental—, podemos considerar su indignación bajo cada uno de esos aspectos.

El grave pecado de los mercaderes

16… y a los que vendían palomas les dijo: “Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”.

Las palabras que usa el Señor —“Quitad esto de aquí”— son impositivas, y nos permiten comprobar una vez más su imperio absoluto. Seguidamente les acusa de haber transformado un lugar tan sagrado como era la casa de su Padre en un “mercado”. Más adelante exteriorizará su ira, cuando expulsa de nuevo a los vendedores, por la reincidencia en ese grave pecado, denominando al Templo profanado con un término aún más incisivo: “cueva de ladrones” (Mt 21, 13; Mc 11, 17; Lc 19, 46).

 

La expulsión de los mercaderes del Templo, por Luca Giordano –
Museo del Hermitage, San Petersburgo (Rusia)

De hecho, con el paso de los años la situación que se había creado en el Templo proporcionaba ingresos ilícitos, no sólo a los vendedores y a los cambistas, sino en primer lugar a los miembros del sanedrín, de manera particular a la familia sacerdotal de Anás. Habían instituido un sistema de control sobre ese comercio y un monopolio absoluto sobre todos los trámites que se efectuaban allí. Libres de competencia, se aprovechaban de las exigencias legales para poner precios abusivos, permitir robos y extorsionar al pueblo con las cantidades más variadas.7

El verdadero origen de la indignación del divino Maestro

17 Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: “El celo de tu casa me devora”.

La forma de proceder de Jesús nos plantea un interrogante: ¿dejó de ser bondadoso en aquella ocasión? Él, la segunda Persona de la Santísima Trinidad, no pudo tener ninguna reacción desequilibrada o defectiva; todo en Él es perfecto, por ser la propia Perfección. Entonces, ¿cómo discernir su misericordia en el momento en que emplea la fuerza física? ¿Cómo descubrir las cualidades del “Príncipe de la Paz” (Is 9, 5) en aquel que empuña un látigo?

Cuando hablamos de la paz, olvidamos a menudo la célebre definición de San Agustín: “pax omnium rerum, tranquilitas ordinis”,8 la paz es la tranquilidad del orden. Donde no se establece la tranquilidad, aunque haya orden, no habrá paz; y tampoco se debe afirmar que existe paz cuando hay tranquilidad, pero sin orden. Ahora bien, los mercaderes atentaban contra el orden y, además, perturbaban la tranquilidad. A Cristo, sublime modelo para todos los hombres, le correspondía constituirse como ejemplo también para los que son llamados a usar la fuerza para instaurar la disciplina y mantener la paz, lo que muchas veces sólo es posible mediante métodos impositivos.

Siendo Dios, podía haber actuado en ese momento como lo haría más tarde en el Huerto de los Olivos. Cuando se le acercaron los enviados de los pontífices y de los fariseos para prenderlo, Él se adelantó y les preguntó: “¿A quién buscáis?”. Le contestaron: “A Jesús, el Nazareno”. Y les dijo: “Ego Sum!” (Jn 18, 4-5), yo soy. En ese mismo instante todos cayeron por tierra por el impacto de su personalidad. Sin embargo, ahora, Él mismo fabrica y utiliza un látigo.

En nuestros días, muchos manifiestan dificultad para entender la conducta del Salvador en este episodio, porque no vislumbran los efectos de su misericordia. Recordemos que Jesús procedió así para beneficio de las almas, con enorme empeño de perdonar, corregir y conceder la salvación. ¿Quién afirmaría que el divino Maestro, látigo en mano, desea darnos la felicidad? Es indispensable que partamos siempre del principio de que todo lo que hizo no pudo ser mejor. Si perdona a la adúltera (cf. Jn 8, 11), a la samaritana (cf. Jn 4, 4-42), a Santa María Magdalena (cf. Mc 16, 9), cura a los enfermos, resucita a los muertos, multiplica los panes y los peces (cf. Mc 6, 38-44) e incluso camina sobre las aguas (cf. Mt 14, 26), lo hace con la intención de favorecer a todos, movido por el mismo celo que manifiesta por la casa de su Padre, que ve manchada por un alboroto comercial y por intereses ajenos a la religión.

Los judíos piden un signo

18 Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: “¿Qué signos nos muestras para obrar así?”.

Con la insolente actitud de exigir a Jesús un signo, en realidad le están pidiendo explicaciones sobre su autoridad y la razón que le ha llevado a expulsar a los comerciantes. Quieren una prueba, fieles a la mala costumbre —característica de sus antepasados desde tiempos remotos— de creer únicamente a través de la confirmación de acontecimientos espectaculares. Nos resulta difícil valorar qué clase de fe poseían esas almas, pues si para creer necesitaban ser testigos de grandes milagros, ¿dónde estaba el mérito?

No obstante, si realmente esperaban un signo, deberían reconocer que el hecho de que un solo hombre ahuyentase a miles de personas era la demostración clarísima de que estaba actuando por medio de una fuerza sobrehumana. En una época en que no existían las armas de fuego, ni siquiera se sirvió de la espada o de la lanza, sino que trenzó un látigo con cuerdas, de suyo insuficiente para amedrentar a todos los presentes. En teoría, bastaría con haberlo cogido por el brazo para impedirle que continuase y estaría asegurada la victoria de los mercaderes. Podían haberlo detenido, interrogado y matado aquel mismo día.

Es evidente que no lo intentaron porque estaban aterrorizados. En realidad, nadie tuvo el valor de levantarse contra Él. ¿Qué otro signo buscaban? La falta de reacción de los malos, paralizados por el temor impuesto por el Señor, era la demostración de un poder tan extraordinario que Jesús bien podría haber afirmado: “El signo que queréis es el propio miedo que me tenéis”. Con todo, los va a atender, concediendo por misericordia lo que le piden.

Un Templo superior al Templo

19 Jesús contestó: “Destruid este Templo, y en tres días lo levantaré”. 20 Los judíos replicaron: “Cuarenta y seis años ha costado construir este Templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?”. 21 Pero Él hablaba del Templo de su cuerpo. 22 Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y creyeron a la Escritura y a la Palabra que había dicho Jesús.

La enigmática respuesta del Hijo de Dios les hizo pensar, no sin gran culpa, que Él pretendía destruir el Templo. Esta blasfema suposición sería más tarde alegada ante el sumo sacerdote y todo el sanedrín para avalar su condena a muerte (cf. Mt 26, 61; Mc 14, 58). Tanto la intención como las palabras del divino Maestro en realidad fueron muy diferentes.

¿Qué prueba era la que les daría? Su propia Resurrección, porque los judíos iban a matarlo destruyendo el Templo “de su cuerpo” y Él triunfaría sobre la muerte, cumpliendo con exactitud esta profecía.

Jesucristo era plenamente hombre, tenía cuerpo y alma, con inteligencia, voluntad y sensibilidad. Al igual que todos nosotros, sufría cansancio, hambre, sed y otras consecuencias del estado de contingencia que había asumido —excepto el pecado (cf. Hb 4, 15)—, como recuerda San Cirilo de Alejandría: “En efecto está dicho que Él tuvo hambre, que soportó las fatigas de largos desplazamientos, el abatimiento, el temor, la aflicción, la agonía y la muerte en la Cruz […]. Y así como Él es completo en su divinidad, también es completo en su humanidad”.9

 

La expulsión de los mercaderes del Templo, por Jacopo Bassano – Museo del Prado, Madrid

A partir del momento en que Dios, segunda Persona de la Santísima Trinidad, se encarna y asume nuestra naturaleza, su cuerpo pasa a ser el Templo perfectísimo de Dios —no sólo del Hijo, sino también del Padre y del Espíritu Santo— establecido en la faz de la tierra como piedra angular, pieza principal y cabeza de la Santa Iglesia. Este Templo lo encontramos aún hoy de forma invisible, pero real, en la Eucaristía. Y Dios desea que se construyan templos para acoger al Templo verdadero de la Santísima Trinidad, el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo, nuestro Señor, oculto bajo las Sagradas Especies.

III – También nosotros somos templos de Dios

Las enseñanzas del Apóstol en la segunda lectura (1 Co 3, 9c-11.16-17) nos muestran el desenlace de la liturgia de hoy: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” (1 Co 3, 16). Por el sacramento del Bautismo también nos convertimos en templos de Dios, a un título muy superior al del templo puramente material o del sagrario. Éste, por muy noble y valioso que sea, no puede mantener un coloquio con Cristo Jesús ni ser inhabitado por Él; solamente lo custodia.

El primer Templo de Jerusalén, considerado como el punto máximo de referencia en todo Israel, fue destruido. Tras su reconstrucción ya no poseía la magnificencia de antaño, y hubo quien lamentó este hecho. Con todo, el profeta Ageo llegó a afirmar que el anterior edificio no había conocido la grandeza reservada al segundo (cf. Ag 2, 9), la gloria de ser visitado por el Hombre Dios. De un modo análogo, el templo que somos nosotros alcanza la plenitud de su belleza por la infusión de la gracia divina y por los efectos de la presencia del Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad del Señor en la Sagrada Eucaristía.

 

Debemos embellecer siempre nuestro templo

Por eso, debemos cuidar este templo vivo como Jesús se cuidaba a sí mismo y estar totalmente dispuestos a vencer cualquier pasión o mala inclinación para mantenerlo intacto, recordando la justa amenaza de San Pablo: “Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios es santo: y ese templo sois vosotros” (1 Co 3, 17). En la medida en que somos íntegros, enriquecemos y perfeccionamos nuestro templo con vitrales, pinturas, símbolos, colores y bonitos mármoles, y conforme crecemos en piedad eucarística, nos entregamos al Señor, huimos del pecado y combatimos nuestros defectos y caprichos, más sus paredes se vuelven benditas y nos sentimos penetrados por la presencia de la Santísima Trinidad, que pasa a hablar con más frecuencia en el interior de nuestra alma.

No permitamos la profanación de ese templo

Por lo tanto, que la acogida de Jesús en nuestro templo no se asemeje a la que le fue dada en el Templo de Jerusalén, que, aunque lo haya recibido en la Presentación y en sus múltiples predicaciones, después no quiso reconocerlo como Redentor, Sumo Pontífice y su verdadero Señor. No profanemos nuestro recinto sagrado, como no puede ser profanado el sagrario que contiene al Santísimo Sacramento. No permitamos de ninguna manera el establecimiento de un comercio ilegítimo en nuestra alma, peor que el cambio de monedas o la venta de animales: la admiración por las cosas del mundo que nos distancian de Dios. En cuántas ocasiones de la vida, especialmente en este tiempo en que el pecado campa por toda la tierra, corremos el riesgo de transformar nuestro templo en una “cueva de ladrones”. Tengamos mucho cuidado en estas circunstancias para no cambiar la “moneda” de la eternidad por la del mundo.

 

Un miembro de los Heraldos del Evangelio reza
ante el sagrario en San Juan de Letrán

Dos caminos a elegir

Hoy se nos presentan dos caminos: uno en el que nos constituimos en templo vivo de Jesucristo, el cual será glorificado; otro el del Templo de Jerusalén, que rechazó al Hombre Dios y fue destruido, sin que quedase de él “piedra sobre piedra” (Lc 21, 6). No podemos dirigirnos hacia otro camino: o es el de la aceptación plena o es el del rechazo total, iniciado muchas veces por una adhesión a medias. Acordémonos que toda mediocridad en la búsqueda de la plenitud del espíritu del Redentor significa un rechazo, y en este caso se vuelve necesaria una reconstrucción. Por consiguiente, esta festividad nos lleva a un examen de conciencia y a un posicionamiento frente a la santidad seria, fuerte, rigurosa, vibrante y entusiasmada que el Señor espera de nosotros. Dios ha hecho de nosotros un templo y, en cierto momento, deberemos restituírselo en orden. Al fin y al cabo, ¿el templo de nuestro cuerpo nos ha sido dado para que nos adoremos a nosotros mismos en él o para que le rindamos culto al Creador?

¡Señor, purifica este templo!

Si en alguna ocasión nuestro templo ha sido profanado, hoy es el día para pedirle al Señor: “Ven con tu látigo y expulsa a los mercaderes que están dentro de mí”. Éste es el día de la expulsión de los vendedores del templo de nuestra alma, en el caso de que hayamos permitido que en ella se montase un mercado transformándola en una “cueva de ladrones”. Aprovechemos esta fiesta para asimilar con ardor el ideal de integridad y ser verdaderamente honestos, abandonando cualquier mala inclinación que pueda manchar, aunque sea lo más mínimo, el vitral de nuestro templo. Hagamos desde ahora mismo el propósito de tratar nuestro cuerpo con todo respeto y veneración, y de no usarlo nunca para ofender a Dios. Es preferible morir a pecar, porque al mantenerse libre de cualquier comercio, el templo de cada uno resucitará con la gloria extraordinaria que le fue prometida por Aquel que recibió del Padre el poder de hacer justicia.

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