Santa Cecilia, noble, esposa, virgen y mártir. Una doncella frágil que con la fortaleza de su Fe hizo temblar a los poderosos del Imperio Romano y cuya sangre, fue realmente, “semilla de nuevos cristianos«.
Almáquio es un alcalde de la antigua Roma. Pero está inseguro, tiene algunas dudas…
– ¿Cómo ejecutar a esta joven cristiana? Ella no puede morir por la espada… Sería peligroso. Será que…
De repente, bruscamente, el alcalde ordena que la joven sea llevada hasta el palacio imperial. Él decidió:
– Cecilia morirá en el caldario. Ella será colocada en una sala asfixiante, totalmente cerrada, cubierta de vapores calientes y pestilentes.
Allí, sola, fue dejada Cecilia. En su rostro, sin embargo, no se veían marcas de derrota o tristeza. Parecía que su alma estaba llena de alegría. Pedía continuamente que Dios la llevase al Cielo. Llegó a tal punto, que ella tenía su pensamiento puesto en Dios y no se dio cuenta que el suplicio ya había comenzado.
Fue castigada en el caldario por más de un día y una noche. Todo eso fue inútil. Cuando los verdugos abrieron la cámara de tortura con la seguridad de retirar de su interior el cadáver de Cecilia, la encontraron arrodillada, sonriendo y rodeada de aire puro y fresco. Llenos de temor, aterrorizados, corrieron hasta Almáquio para contarle lo sucedido.
Escuchando la narración de los verdugos, el alcalde quedó sin palabras, petrificado. Lleno de odio y furia, ordenó que un guardia decapitase inmediatamente a la joven, en la misma sala en que estaba siendo torturada.
Cecilia sonrió de alegría cuando apareció delante de ella el nuevo verdugo. Se arrodilló espontáneamente y le presentó su cuello. Fue una osadía tan inesperada que el hombre se sintió molesto y no tuvo el coraje para ejecutar la sentencia. Pero para no parecer débil, contuvo su miedo y, desesperadamente, por tres veces, golpeó el cuello de la valiente virgen cristiana. Cecilia cayó. Sus brazos estaban cruzados sobre el pecho. Su cabeza, inexplicablemente, continuaba unida al cuerpo.
La ley romana prohibía insistir en el castigo después del tercer golpe. Sin saber que hacer, el verdugo arrojó la espada y huyó despavorido. La multitud que esperaba noticias afuera de la sala del suplicio, ingresó con el fin de venerar aquella que se convertiría en la mártir cristiana más joven.
Todos estaban asombrados: ¡Cecilia todavía vivía!
Estaba acostada sobre su lado derecho y su cuello tenía una profunda herida por donde fluía sangre. Las doncellas más cercanas a la Santa, con todo respeto, tomaron en paños de lino blanco la sangre que corría. Otros cristianos se apresuraron para comunicar el hecho al Papa. Innumerables dificultades llevaron a que el Sumo Pontífice Urbano llegase tres días después.
Continuando en la misma posición, Cecilia aprovechaba el tiempo que le quedaba de vida para anunciar y testimoniar la verdad del Evangelio a todos aquellos que se aproximaban. Varios paganos fueron tocados por la gracia y se convirtieron.
Finalmente el Papa Urbano llegó trayendo para la mártir los últimos auxilios y los sacramentos de la Iglesia Católica. ¡Es imposible describir el fervor de Cecilia al recibir la Unción de los enfermos y comulgar por última vez! Ella que tanto amaba a Jesús y que a Él entregaba su vida, contemplaba y adoraba al Salvador en su corazón. En determinado momento hizo una señal pidiendo al Pontífice que se aproximase y le dijo:
– Santo Padre, quiero manifestar mi última voluntad: Deseo que mi casa se transforme en un verdadero templo de Dios…
Ya no tenía más fuerzas para hablar. Giró entonces, hacia los que estaban con ella y les mostró el pulgar de una mano y tres dedos de la otra. Fue el último gesto de su vida. Con él, Cecilia confesaba públicamente su Fe: Dios es Uno y Trino. Creo en la Unidad y Trinidad de Dios.
Incluso trató de envolverse con sus ropas, extendió los brazos junto a su cuerpo, inclinó la cabeza y expiró. El cuerpo de Cecilia fue piadosamente depositado en un ataúd y llevado a la catacumba de San Calixto. El propio Pontífice Urbano colocó el féretro junto a la tumba de los Papas y lo cerró con una piedra de mármol. Era el año 232.
¿Pero, quién era Cecilia?
Una virgen y mártir a quien la Iglesia le celebra su fiesta el día 22 de noviembre y que nació en el inicio del siglo III. Sus padres eran cristianos y pertenecían a una de las más gloriosas e ilustres familias romanas.
Todavía siendo niña ella fue entregada a una dama de compañía que también era cristiana. Esto fue, sin duda, un acto inspirado por Dios. Fue ella, esta buena enfermera que se esforzó al máximo para que la niña conociese y amase a Nuestro Señor Jesucristo y pudiese caminar en el amor y práctica de las virtudes cristianas.
Cecilia siempre fue muy educada y tenía una buena formación en las cosas del mundo. Pero más que eso, gracias a la educación que la enfermera le dio, la vida de Cecilia se transformó en un ejemplo de educación cristiana que se debe impartir a una persona.
Desde muy joven Cecilia cultivó el gusto por la contemplación de las bellezas naturales creadas por Dios y puestas por el Creador a disposición de los hombres. En la contemplación de la belleza de las criaturas, ella encontró un modo de conocer a Dios.
Maravillada, la joven exclamaba:
– ¡Oh! ¡Qué grande y bueno es el Señor! ¡Quiero amarlo siempre! ¡Quiero amarlo mucho!…
La enfermera de Cecilia conocía las Sagradas Escrituras y le contaba hechos de la Historia Sagrada. Los que más le gustaban a Cecilia eran los hechos sobre la vida de Jesús. La descripción de los sufrimientos de Nuestro Señor en su Pasión, muerte y Crucifixión, llevaban a la atenta joven a condolerse del Divino Salvador. Su corazón crecía de amor hacia Él y en su espíritu crecía la intención de no ofender a Dios y consagrar toda su vida a Él.
La enfermera le enseñó a amar al prójimo por amor a Dios. Por esto nació en su alma un gran amor por los pobres. En ellos veía la imagen de Nuestro Señor Jesucristo sufriente, pobre y necesitado. Ella aliviaba y calmaba los dolores de los siervos, esclavos y mendigos. Junto con la ayuda material, les enseñaba la práctica de la vida y piedad cristiana.
Así, se transformó en un verdadero apóstol del Evangelio .
El encuentro con Jesús
El amor a Jesús Sacramentado germinó y creció en el corazón de Cecilia. El mundo con sus ilusiones y fantasías no le atraían. Sólo tenía un deseo: ¡unirse a Jesús sacramentado!
Desahogaba su corazón en el recogimiento, lejos de las atracciones mundanas. La oración era el medio con el que hablaba con Jesús. Rezando, demostraba su deseo de recibirlo y hacer de Él su alimento espiritual, su fuerza para caminar.
Jesús escuchó las oraciones de Cecilia.
Ella vio en las catacumbas de Roma los misterios divinos. El Pontífice Urbano tenía en sus manos el Pan Eucarístico y se aproximaba de ella. Cecilia de rodillas y a los pies del Papa recibe por primera vez la Santa Comunión. En ese momento, adorando a Jesús en su corazón, la joven renovó su propósito de consagrarse al servicio de Dios y convertirse para siempre en su esposa.
Cecilia siempre tuvo el deseo de ofrecer su virginidad a Dios. En secreto ella buscó al Santo Pontífice y, después de contarle que desde niña se había consagrado a Jesús, le suplicó que le aceptase su voto de virginidad.
Su poca edad y el hecho de ser hija única de nobles y ricos señores, llevó al Pontífice Urbano a darle, prudentemente, una respuesta negativa. Cecilia no se rindió y conservó firme su deseo. Su sinceridad llevó al Pontífice a darle su aprobación. Para evitar cualquier oposición por parte de sus parientes, la ceremonia de recepción de sus votos no fue pública.
Orfandad, Sufrimiento y Protección Angélica
Para Cecilia no faltaron dolores, sufrimientos y encrucijadas.
La muerte de los padres fue uno de sus grandes sufrimientos. Especialmente por las consecuencias que trajo la ausencia de ellos. Pero aceptó estos padecimientos con gran resignación.
Después de la muerte de los padres de Cecilia, quedó bajo la tutela de un pariente que era pagano. Él creía que ofreciendo distracciones y diversiones mundanas disminuiría el sufrimiento de la joven. Pero esto no le agradaba y no traía alegría a Cecilia, quien amaba la pureza, la soledad y la oración. Huía de las insistentes invitaciones que le hacían, pues temía que esas distracciones de la frívola juventud romana, muchas veces pecaminosas, perjudicasen su alma inocente.
Para no caer en las trampas preparadas por su tutor y para tener fuerzas para luchar contra el demonio que la tentaba, hacía ayunos y penitencias y llevaba siempre consigo los Santos Evangelios. Aún con el peligro de ser detenida, frecuentaba las catacumbas y en ellas encontraba la paz.
Muchas veces, en compañía de su enfermera, en ellas pasaba la noche entera, asistía al servicio divino y rezaba fervorosamente a María – Reina de las Vírgenes – a quien pedía el amor a Jesús, único Señor de su corazón.
Cecilia fue favorecida por Dios con la presencia de un ángel que la defendía de los peligros y que, frecuentemente, aparecía y la orientaba.
Valeriano
Cecilia fue obligada a estar en unas de las fiestas realizadas por su tutor. Allí estaba Valeriano, uno de los más nobles y elegantes jóvenes de Roma, cuya familia se jactaba de tener conexión con la familia de la joven. La belleza, la modestia, así como la postura y pureza de Cecilia no pasaron desapercibidas para él.
Valeriano, que no conocía el secreto de la modestia cristiana de la virgen que se había comprometido como esposa a su Dios, quedó encantado con Cecilia. Se apasionó por ella y quiso, cuanto antes, tenerla como esposa.
Cecilia le dijo no a Valeriano: ¡deseo solamente ser esposa de Cristo! Fue por prudencia que, junto con su negativa al matrimonio, no se declaró cristiana. Dicha declaración podría haberle costado la vida. Ocultamente, Cecilia buscó al Santo Pontífice y le contó lo que estaba sucediendo y reafirmó que prefería la muerte a faltar a su juramento de amor que le había hecho a Jesús.
Urbano, intentó consolarle diciendo:
– Tened confianza, hija mía, si tu Celestial Esposo quiere tu servicio, nadie va a separarte de Él. Las oraciones de esta noche serán para que el Señor nos ilumine. Ve en paz. Dejemos las decisiones para después de la celebración de los divinos misterios.
Al finalizar los ritos sagrados, todos los fieles abandonaron las catacumbas. Solamente Cecilia se quedó. Urbano mandó llamarla y con afecto paternal, le dijo:
– Hija, sé fuerte y firme. Si fueres obligada por las circunstancias a unirte a Valeriano, inclina la cabeza y adora los designios inescrutables de la divina Providencia. Dios tendrá sobre tí otro designio: la conversión de Valeriano a nuestra santa religión.
Para proteger tu virginidad, confía en Aquel, que por amor a esta virtud, quiso nacer de una Madre Virgen. Para Él nada es imposible. Id en paz, confía en su bondad y sé prudente.
El consentimiento
Pasaron algunos días y Cecilia no pudo huir más de la conversación con su tutor sobre el pedido de Valeriano. Al comienzo, Cecilia manifestó un rechazo total al matrimonio. Los parientes no renunciaron a su propósito y comenzaron las amenazas. Fue en ese momento que Cecilia se acordó de los consejos del Pontífice Urbano y aceptó casarse.
Al enterarse, Valeriano fue inmediatamente al palacio para recibir personalmente la confirmación y marcar el día de la ceremonia.
En los meses previos a la celebración del matrimonio, Cecilia se mantuvo casi siempre sola. Únicamente salía para ir a los barrios populares para ayudar a los pobres, sus más queridos amigos. Pasaba noches enteras en oración y penitencia. Pedía la protección y las gracias que necesitaba y que estaba segura de alcanzar, pues ya había comenzado a tener una gran paz de alma con la presencia constante de su Ángel de la Guarda.
La boda
Llegó, al final, el día en que los dos jóvenes se unirían en matrimonio. El palacio donde vivía la joven católica era una muchedumbre de esclavos y doncellas, una multitud de ricos y nobles, de amigos y parientes, que iban a prestar homenaje y ofrecer tributos a la supuesta felicidad de Cecilia.
El alma de la virgen estaba lejos de estas manifestaciones. Ella casi no percibía lo que pasaba a su alrededor. Se realizó la ceremonia matrimonial según el ritual de la época. El paso estaba dado. La virgen de Cristo se convirtió también en esposa de Valeriano.
Terminada la ceremonia, Cecilia fue llevada a la sala de banquetes. Fue recibida con clamorosos aplausos y cantos.
Cecilia, sin embargo, elevaba su alma a Dios y repetía en su corazón:
– «Señor, que siempre sean inmaculados mi cuerpo y mi corazón; protege a tu sierva para que no sea confundida».
Esposa y Apóstol
Después del suntuoso banquete, Cecilia fue llevada por algunas matronas a la cámara nupcial. Allí ella debería esperar a Valeriano para la noche de bodas. Cuando él entró en la habitación corrió para abrazarla exclamando:
– ¡Oh! que día feliz….
Cecilia retrocedió un paso y le dijo:
– No me toques, Valeriano.
El joven quedó asombrado y disgustado con el rechazo.
– No te ofendas, mi querido, pero escuchadme, pues tengo que contarte un secreto…
– No temas, Cecilia, cualquiera que sea, jamás nadie lo sabrá.
– Para alegrar a mis parientes, fui obligada a unirme a ti. Seré la compañera más fiel y amorosa de tu vida, pero tendremos que vivir como si fuésemos hermanos. Y la razón es que, desde niña, consagré mi cuerpo a alguien que no es de este mundo. Alguien que siempre me amó y, para confirmar esto, envío un Ángel para protegerme. Ahora, si el Ángel ve que no me respetas, se enojará y la venganza será enorme.
Al escuchar estas palabras, Valeriano, agitado por violentas pasiones, exclamó:
– ¡Oh! Cecilia, me traicionaste. ¡No me amas y estás unida a otro!
– No querido, no me entendiste. No tengas miedo. Escucha y comprenderás. Te amo y mucho, con un amor que no acaba con la muerte. Un amor que durará y será más sublime en la eternidad. Me consagré a alguien que no es un simple mortal. Me consagré a Dios que permitirá que yo viva siempre contigo en las condiciones que ya te dije.
– Cecilia, dijo Valeriano, ¿debo creer en lo que dices? Si esto es verdad, ¿por qué esperásteis hasta este momento para decírmelo?
– Perdona, Valeriano, si yo te hubiese revelado mi secreto, ni tú ni mis parientes lo creerían y me considerarían loca y me hubiesen declarado la más cruel de las guerras.
– Pero, ¿cuál es este Dios a quien te consagraste y que ahora no quiere legitimar nuestra unión? Si es un Dios verdadero, ¿cómo roba nuestra felicidad?
– Dios no necesita de nosotros. Él es infinitamente bienaventurado y, si mira a nuestra pequeñez, es únicamente para nuestro bien, porque Él nos ama. Él nos creó, conserva nuestra vida y será, un día, nuestro Juez. Este es el Dios de los cristianos.
– ¿Dios de los cristianos? ¿Eres cristiana? Cristianos… ¿esos seres despreciables, odiados por todos y contra los cuales se ha desatado la ira de nuestros Emperadores y del pueblo romano?
– De hecho, son muchos nuestros enemigos… pero ellos son pobres, ignorantes e infelices. Creedme, Valeriano, ¡todo lo que dicen respecto de los cristianos es calumnia!
– Nosotros, cristianos, no adoramos falsos dioses. Dioses que sólo sirven para engañar. Nosotros despreciamos todos los bienes perecibles, aspiramos al Cielo y nos entregamos a la práctica de las más altas virtudes.
Dicho esto, se arrodilló y con los ojos levantados hacia el Cielo exclamó:
– ¡Oh Señor! ¿Cuánto tiempo durará el reino del espíritu del mal? ¿Hasta cuándo los hombres caminarán entre las tinieblas del error, de la mentira y falsedad? – D Al decir estas palabras, su rostro se transfiguró. Una luz sobrenatural la envolvió y su alma se sumergió en Dios. Valeriano, con miedo, se quedó mudo contemplando el éxtasis de su esposa. Su mente iluminada de dones sobrenaturales, comenzaba a abrirse a la verdad y cuando Cecilia recobró los sentidos, vio a su lado a su esposo, con los ojos llenos de lágrimas.
Se miraron y los ojos de la Santa leyeron el fondo del corazón de Valeriano. Una voz interior le aseguraba que el esposo se había convertido. Valeriano, avergonzado con lo que había pensado de su esposa le dijo:
– Dios de Cecilia, yo creo en ti, pero permite que yo pueda ver, al menos por un instante, el Ángel que enviaste para estar al lado de mi esposa. – Escuchando estas palabras, Cecilia exclamó:
– ¡Oh Señor, mi amado! ¡Alabado seas por siempre y eternamente glorificado por tus Ángeles! ¿De dónde vienen tantas gracias? ¡Se bienvenido en tu sierva que humildemente adora los designios misteriosos de tu providencia!
Y mirando a Valeriano, dijo:
– Ahora, no perdamos tiempo. ¡Verás mi ángel, si! Pero primero, tienes que ser digno de esto por el Bautismo. Id y buscar en la Vía Apia la aldea de Triopio. Allí encontraras algunos pobres. Decid a ellos que vas en mi nombre y que buscas al Pontífice Urbano. Serás llevado hasta el Papa que te acogerá con gran bondad y te enseñará las verdades de nuestra fe. Después, regresa y verás el Ángel de Dios que me acompaña.
Con un manto, Valeriano, cubrió la ropa nupcial que todavía usaba y se encaminó al lugar indicado. Mientras lo veía, Cecilia lo acompañó con su mirada. Luego se retiró para continuar con sus oraciones que deberían llevar a su joven esposo a la conversión.
Bautismo en las Catacumbas
Al llegar a la aldea de Triopio, Valeriano se encontró con los pobres indicados por Cecilia. Ellos lo llevaron por el laberinto de catacumbas hasta llegar al lugar donde se encontraba el santo Pontífice Urbano, que vivía escondido en el Cementerio de San Calixto, junto a los sepulcros de los mártires, después que logró escapar de la persecución en su contra a causa de su fe católica. Valeriano fue recibido por Urbano que, juntando las manos, así rezó:
– Señor mío Jesucristo, tu que inspiraste estas castas resoluciones, ¡recibe ahora el fruto de la semilla plantada en el corazón de Cecilia!
Por ella, su esposo Valeriano se convirtió en tu siervo y abrió los ojos a la verdad divina. Ahora, él te reconoce por su Creador y renuncia, para siempre, al demonio, sus pompas y a sus obras. Tiene el firme propósito de servirte y amarte por toda la vida. Está dispuesto a defender con su propia sangre la Fe que profesa. Después de rezar, comenzó a instruir al joven catecúmeno sobre los principales misterios de la Fe: la Unidad y Trinidad de Dios, la Encarnación, Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo.
Mientras Urbano hablaba de estos augustos misterios, súbitamente apareció una luz brillante junto a ellos. En medio estaba la figura de un respetable anciano que traía en sus manos un libro escrito con letras de oro. Era el apóstol San Pablo que dijo a Valeriano:
– Lee y cree. Sólo entonces merecerás ser purificado en las aguas del bautismo y, entonces, contemplar al Ángel del que te habló Cecilia. – Valeriano leyó:
– Un sólo Señor, una sola fe, un sólo Dios, Padre de todos, superior de todos, que está en todas las cosas, especialmente entre nosotros.
– ¿Crees en todo esto? Preguntó el Apóstol.
– ¡Si, creo!, Respondió Valeriano.
Después de esta profesión de fe, Pablo desapareció. Urbano tomó agua y derramándola sobre la cabeza del neófito, dijo:
– Valeriano, yo te bautizo, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Vestido después con una túnica blanca, se despidió diciendo:
– Vé y muéstrate a Cecilia, que contemplará la obra de Dios reservada para ti.
La Promesa del Ángel
Valeriano partió con su alma serena y con paz en su corazón. Llegando a casa, encontró a Cecilia de rodillas, en oración. A su lado estaba el Ángel del Señor. Tenía en sus manos dos coronas de rosas y lirios. El Ángel que cuidaba de la virgen las colocó sobre las cabezas de los esposos y les dijo:
– Conservad estas coronas con la pureza de vuestros corazones y santidad de vuestros cuerpos. Tú, Valeriano, por haber comprendido las aspiraciones puras de Cecilia, serás escuchado, cualquiera que sea la gracia que pidas a Dios.
– ¡Oh! Ángel bendito, uno sólo será mi pedido: suplicar a Cristo que salve también a mi hermano y nos convierta a ambos en perfectos cristianos y que confesemos su Santo nombre.
– No sólo tu hermano se convertirá, sino que también ambos, junto a Cecilia, serán mártires y serán acogidos en el Cielo.
* * *
Libres de la esclavitud de los sentidos, Cecilia y Valeriano inflamaron su amor a Dios. El vínculo que los unía era fuente de entusiasmo para muchos de su estirpe. Tiburcio, fruto del apostolado de Cecilia floreció y se convirtió en ejemplo de vida para sus compañeros en la corte. Tales ejemplos todavía generan muchos otros hijos para la Iglesia Católica naciente. Muchas almas son atraídas por esto a Jesucristo.
Este testimonio de Fe y apostolado no podía dejar de ser notado por el odio de los paganos que se encontraban petrificados en el mal. Sobre Cecilia, Valeriano y Tiburcio, pronto cayeron el odio y la persecución de los paganos. Fueron terribles. Sin embargo, confirmaron lo que ya les habían predicho: los tres recibirían la palma del martirio y luego irían hacia Dios.
Esta es la historia de Cecilia, noble, esposa, virgen y mártir. Una doncella frágil que con la fortaleza de su Fe hizo temblar a los poderosos del Imperio Romano y cuya sangre, fue realmente, “semilla de nuevos cristianos».
Fue el papa Gregorio XIII quien declaró Patrona de la música y de los músicos en 1584 a santa Cecilia
En 1599 permitieron al escultor Maderna ver el cuerpo incorrupto de la santa y él fabricó una estatua en mármol de ella, muy hermosa, la cual se conserva en la iglesia de Santa Cecilia en Roma. Está acostada de lado y parece que habla.
(Adaptación del Libro Santa Cecilia, Virgen y Mártir, Saverio M. Vanzo, S.S.P. – Mir Editora Brasil 2001,pp. 15 a 76)
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