Los sermones de este famoso predicador franciscano de principios del siglo XVIII permanecen tan actuales que parecen hechos para nuestros días… He aquí uno de los más célebres.
Queridos hermanos, movido por el gran amor que os tengo, me gustaría tranquilizar vuestros temores con pronósticos de felicidad, diciéndoos a cada uno de vosotros: «Alégrate, el Paraíso es tuyo; la mayor parte de los cristianos se salva, por lo que tú también te salvarás».
¿Pero cómo podré daros ese dulce consuelo si vosotros, enemigos declarados de vosotros mismos, os rebeláis contra Dios? Veo en Dios un vivo deseo de salvaros, pero observo en vosotros una suma propensión a ser condenados. Entonces, ¿qué diré?
Si hablo con claridad, os desagradaré; si no hablo, desagradaré a Dios. Por lo tanto, dividiré el sermón en dos puntos. En el primero, para asustaros, dejaré a los teólogos y los Padres de la Iglesia que declaren que la mayor parte de los cristianos adultos se condena.
En el segundo, trataré de demostrar que el que se condena, es por su propia maldad, porque quiere condenarse.
Si a la opinión de los teólogos queréis añadir la |
Las enseñanzas de los Padres de la Iglesia
¿El número de cristianos que se salvan es mayor o menor que el de los que se condenan? Notad que aquí se trata sólo de los católicos adultos, que con la libertad del albedrío son capaces de cooperar en la importante tarea de la eterna salvación.
Después de haber consultado a teólogos y estudiado bien el asunto, Suárez escribió: «La opinión más común es que hay más cristianos condenados que salvados». Si a la opinión de los teólogos queréis añadir la autoridad de los Padres de la Iglesia, veréis que casi todos piensan lo mismo.
Ése era el sentimiento de San Teodoro, San Basilio, San Efrén, San Juan Crisóstomo. Con más claridad afirma San Agustín: «Pocos son, por tanto, los que se salvan en comparación con los que se condenan». Qué le respondió el Redentor al oyente curioso que le preguntó: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?».
Interrogado por uno solo Jesús se dirigió a todos los presentes: «Me preguntáis si son pocos o muchos los que se salvan. He aquí mi respuesta: ‘Esforzaos por entrar por la puerta estrecha; porque muchos, os digo, tratarán de entrar y no lo conseguirán’ » (cf. Lc 13, 23-24). Queridos hermanos, éstas son palabras de Jesucristo. ¿Son claras? ¿Son verdaderas?
¿Dónde se encuentra la virtud?
¿Hay en el mundo un estado más favorable a la inocencia, más adecuado a la salvación, más digno de consideración que el de los sacerdotes, ministros de Dios? A primera vista, ¿quién no pensaría que no sólo son buenos sino perfectos? Sin embargo, escucho horrorizado a San Jerónimo lamentándose de que entre cien sacerdotes, se encontrará sólo uno bueno.
Juntad toda clase de personas, de cualquier estado o condición de vida: cónyuges, viudos, niños, soldados, comerciantes, artesanos, ricos, pobres, nobles, plebeyos. ¿Qué juicio haremos de tanta gente que, por cierto, vive tan mal? ¿Dónde se encuentra la virtud? Todo es interés, ambición, gula, lujo.
¿No está contaminada por el vicio de la impureza la mayor parte de los hombres? Y, por tanto, ¿no está en lo cierto San Juan cuando afirma que todo arde de esta fiebre, que «el mundo entero yace en poder del Maligno» (1 Jn 5, 19)? No soy yo el que dice esto, es la razón la que nos obliga a reconocer que de tanta gente que vive tan mal, muy pocos se salvan.
Una vida de camino al infierno
¿Hay en el mundo un estado más favorable a la |
¿Pero la penitencia -me diréis- no puede recuperar con ventaja la pérdida de la inocencia? Sí que puede. Aunque son muy pocos los que perseveran hasta el final de ese camino. Si se considera el sacramento de la Penitencia, ¡cuántas confesiones incompletas! ¡Cuántas acusaciones mal hechas! ¡Cuántos arrepentimientos ilusorios! ¡Cuántas engañosas promesas! ¡Cuántos propósitos ineficaces! ¡Cuántas absoluciones inválidas!
¿Será buena la confesión de quien repetidamente se acusa de pecados de impureza y no huye de las ocasiones de recaída? ¿O de robos inequívocos, sin intención de hacer la debida restitución? ¿O de injusticias, imposturas y otras iniquidades, en las que de nuevo cae tras la confesión? Ahora, si añadís a todos esos falsos penitentes los pecadores que mueren de forma inesperada en estado de pecado, ¿Cómo no concluir que su número supera en mucho al de los cristianos adultos que se salvan?
Este racionamiento no es mío, es de San Juan Crisóstomo, que argumenta: si la mayoría de los cristianos camina durante toda su vida hacia el infierno, ¿por qué hemos de sorprendernos que la mayor parte de ellos vaya al infierno?
Conclusión de Santo Tomás de Aquino
¿Pero no es grande la misericordia de Dios? Sí, es grande para el que teme al Señor, dice el profeta. Pero para el que no lo teme, grande es su justicia, decidida a condenar a todos los pecadores obstinados. También el Doctor Angélico – tras ponderar bien todas las razones y motivos- llegó a la conclusión de que la mayoría de los católicos adultos se condena.
¿Comprendéis o no lo que significa ser salvado o condenado por toda la eternidad? Si lo comprendéis y no decidís cambiar ya de vida, hacer una buena confesión, y pisotear al mundo, digo que no tenéis fe. Salvación eterna o condenación eterna. Considerar estas dos alternativas y no emprender todos los esfuerzos para garantizar la primera y evitar la segunda, es algo inconcebible.
Alguien podría objetar: si Cristo quería condenarme, ¿por qué me creó? ¡Silencio, lengua temeraria! Dios no creó a nadie para que se condenara. El que se condena, se condena por su propia maldad y por su libre voluntad. Para que se entienda mejor esto, tomad como base dos verdades. Primera: Dios quiere que todos los hombres se salven. Segunda: para salvarse, todos necesitan de la gracia de Dios.
Ahora, si os demuestro que la voluntad de Dios es la de salvar a todos y, por tanto, a todos da su gracia con los demás recursos necesarios para alcanzar tan sublime fin, debéis reconocer que quien se condena debe atribuir a su propia maldad la condenación; y que si en su mayoría los cristianos se condenan es porque quieren ser condenados.
Dios corre detrás del pecador
“Me has costado sangre; si a |
Dios manifiesta en numerosos pasajes de la Sagrada Escritura su deseo de salvar. «No me complazco en la muerte del malvado, sino en que el malvado se convierta y viva» (Ez 33, 11); «Convertíos y viviréis» (Ez 18, 31). Quiere tan ardientemente nuestra eterna salvación que sufrió la muerte para darnos la vida. Por consiguiente, su voluntad de salvar a todos no es algo afectado, superficial, aparente, sino una voluntad auténtica, efectiva, benéfica, porque de hecho Él nos da todos los medios para salvarnos.
Es más, al ver que sin su ayuda no haríamos uso de su gracia, Él nos da otros auxilios. Y si tampoco éstos producen efecto, la culpa es nuestra, porque con las mismas ayudas de las cuales abusamos, otros pueden practicar la virtud y salvarse. Sí, algunos pueden recibir una gracia enorme, abusar de ella y condenarse, mientras que otros reciben una gracia menor, colaboran con ella y se salvan.
Pero para los que no entienden esta argumentación teológica, digo lo siguiente: Dios es tan bueno que cuando ve a un pecador en precipitada carrera hacia la perdición eterna, corre detrás de él, lo llama, le suplica y lo acompaña hasta las puertas del infierno. Si a pesar de todo esto aquel desgraciado quiere de todas formas arrojarse al fuego eterno, ¿qué hace Dios? ¿Lo abandona? No, lo coge de la mano y, mientras el infeliz está con un pie fuera y el otro dentro del infierno, todavía le suplica que no abuse de sus gracias.
Decidme ahora: ¿no es verdad que ese hombre se condena contra la voluntad de Dios, únicamente porque quiso condenarse? A la vista de esto, cómo puede alguien decir: «Si Dios quería condenarme, ¿por qué me creó?».
Os suplico que cambiéis de vida
Ahora me dirijo a ti, hermano, hermana, que vives en pecado mortal, con odio, en el fango de la impureza, cada día más cerca de la boca del infierno: detente y da la vuelta.
Jesús es quien te llama y con toda la elocuencia de sus heridas te dice al corazón: «Hijo mío, hija mía, si te condenas, no te quejes más que de ti. Escucha, alma querida, estas mis últimas palabras. Me has costado sangre; si a pesar de la sangre que derramé por ti, quieres condenarte, no te quejes de mí, quéjate de ti, y recuerda esto por toda la eternidad. Si te condenas, será porque quisiste, contra mi voluntad».
¿Habrá alguien aquí que, a pesar de tantas gracias y ayuda de Dios, insista en precipitarse en el infierno? Si lo hay, que me escuche: «Pecadores, de rodillas a vuestros pies, os suplico por la sangre de Jesús, por el Corazón de María, que cambiéis de vida, que volváis al camino que conduce al Cielo, que hagáis todo lo posible por entrar en el pequeño número de los que se salvan.
Arrójate a los pies de Jesús y, con lágrimas, con la cabeza baja y el corazón contrito y humillado, dile: ‘Lo confieso, Dios mío, hasta ahora he vivido peor que un pagano. No merezco ser contado entre el número de tus elegidos, reconozco que merezco la eterna condenación, pero sé cuán grande es tu misericordia.
Así pues, lleno de confianza en el auxilio de tu gracia, declaro que quiero salvar mi alma. Sí, quiero salvarme aunque sea a costa de la fortuna, del honor, de mi propia vida. Me arrepiento, detesto mi infidelidad y te pido humildemente perdón. Perdóname, mi amado Jesús, y fortaléceme para que me salve. No te pido riquezas, ni honores, ni prosperidad. Sólo quiero la salvación de mi alma».
Salvación o condenación eternas. No emprender todos los esfuerzos para |
Nadie es condenado si no quiere serlo
Si, no obstante, alguien insiste en preguntarme si son pocos los que se salvan, he aquí mi respuesta: sean pocos, sean muchos los que se salvan, os digo que se salva el que quiere ser salvado; nadie se condena sin querer ser condenado; y si es verdad que pocos se salvan es porque pocos viven bien.
¿Cuál es la utilidad de saber si son pocos o muchos los que se salvan? Esto es lo que nos dice San Pedro: «Por eso, hermanos, poned el mayor empeño en afianzar vuestra vocación y vuestra elección» (2 P 1, 10). Y el Doctor Angélico así le respondió a su hermana que le preguntaba lo que debía hacer para salvarse: «Te salvarás si tú quieres salvarte».
Y si deseas un argumento irrefutable, helo aquí: no va al infierno el que no peca mortalmente, esta es una innegable verdad de fe; no peca mortalmente quien no quiere pecar, ésta es una incontestable proposición teológica. Por lo tanto, la conclusión legítima e indudable es: nadie va al infierno sin quererlo. ¿No basta esto para consolaros?
Llorad los pecados de la vida pasada, haced una buena confesión, no pequéis más, y estaréis todos salvados. Esto no es una opinión mía, sino una verdad sólida y consoladora. Que Dios os lo haga entender y os bendiga.
Resumen del sermón del martes después del IV Domingo de Cuaresma. In: «Prediche quaresmali». Asís: Ottavio Sgariglia, 1806, v. III, pp. 146-182 – Traducción y títulos: Heraldos del Evangelio
San Leonardo de Puerto Mauricio
Predicador
Año 1751
Este santo ha sido uno de los mejores predicadores que ha tenido Italia, y logró popularizar por todo el país el rezo del santo Víacrucis.
Nació en Puerto Mauricio (Italia) en 1676.
Estudió con los jesuitas en Roma. Y a los 21 años logró entrar en la Comunidad de los franciscanos. Una vez ordenado sacerdote se dedicó con gran éxito a la predicación pero uniendo este apostolado al más estricto cumplimiento de los Reglamentos de su comunidad, y dedicando largos tiempos al silencio y a la contemplación. Decía que hay que hacer penitencia para que el cuerpo no esclavice el alma y que es necesario dedicar buenos tiempos al silencio para tener oportunidad de que Dios nos hable y de que logremos escuchar sus mensajes.
Fue nombrado superior del convento franciscano de Florencia y allí exigía la más rigurosa obediencia a los severos reglamentos de la comunidad, y no recibía ayuda en dinero de nadie ni cobraba por la celebración de las misas. Como penitencia, él y sus frailes vivían únicamente de lo que recogían por las calles pidiendo limosna de casa en casa. Su convento se llenó de religiosos muy fervorosos y con ellos empezó a predicar grandes misiones por pueblos, campos y ciudades.
Un párroco escribía: «Bendita sea la hora en que se me ocurrió llamar al Padre Leonardo a predicar en mi parroquia. Sólo Dios sabe el gran bien que ha hecho aquí. Su predicación llega al fondo de los corazones. Desde que él está predicando no dan abasto todos los confesores de la región para confesar los pecadores arrepentidos».
El Padre Leonardo fundó una casa en medio de las más solitarias montañas, para que allá fueran a pasar unas semanas los religiosos que desearan hacer una época de desierto en su vida. En esta casa había que guardar el más absoluto silencio y no comer carne, sino solamente frutas y verduras. Había que dedicar bastante tiempo al rezo de los salmos, y hubo varios religiosos que rezaron allí hasta nueve horas diaria. Volvían a sus casas totalmente enfervorizados. El mismo santo se iba de vez en cuando a esa soledad a meditar, en absoluto silencio, y decía: «Hasta ahora he estado predicando a otros. En estos días tengo que predicarle a Leonardo».
Se fue a Roma a predicar unos días y allá lo tuvo el santo Padre predicando por seis años en la ciudad y sus alrededores. Al fin el Duque de Médicis, envió un navío con la orden expresa de volverlo a llevar a Florencia porque allá necesitaban mucho de su predicación. Las gentes acudían en tal cantidad a escuchar sus sermones, que con frecuencia tenía que predicar en las plazas porque los oyentes no cabían en los templos. Las conversiones eran numerosas y admirables.
San Leonardo estimaba muchísimo el rezo del Santo Viacrucis (las 14 estaciones del viaje de Jesús hacia la cruz). A él se debe que esta devoción se volviera tan popular y tan estimada entre la gentes devota. Como penitencia en la confesión ponía casi siempre rezar un Viacrucis, y en sus sermones no se cansaba de recomendar esta práctica piadosa. En todas las parroquias donde predicaba dejaba instaladas solemnemente las 14 estaciones del Viacrucis.
Logró erigir el Viacrucis en 571 parroquias de Italia.
Otras tres devociones que propagaba por todas partes eran la del Santísimo Sacramento, la del Sagrado Corazón de Jesús y la del Inmaculado Corazón de María. En este tiempo esas devociones estaban muchísimo menos popularizadas que ahora. A San Leonardo se le ocurrió una idea que después obtuvo mucho éxito: recoger firmas en todo el mundo para pedirle al Sumo Pontífice que declarara el dogma de la Inmaculada Concepción. Esto se hizo después en el siglo XIX y el resultado fue maravilloso: millones y millones de firmas llegaron a Roma, y así los católicos de todo el mundo declararon que estaban convencidos de que María sí fue concebida sin pecado original.
Daba dirección espiritual a muchas personas por medio de cartas. Se conservan 86 cartas que dirigió a una misma persona tratando de llevarla hacia la santidad.
Se le encomendó ir a predicar a la Isla de Córcega que estaba en un estado lamentable de abandono espiritual. Fue la más difícil de todas las misiones que tuvo que predicar. Él escribía: «En cada parroquia encontramos divisiones, odios, riñas, pleitos y peleas. Pero al final de la misión hacen las paces. Como llevan tres años en guerra, en estos años el pueblo no ha recibido instrucción alguna. Los jóvenes son disolutos, alocados y no se acercan a la iglesia, y lo grave es que los papás no se atreven a corregirlos. Pero a pesar de todo, los frutos que estamos consiguiendo son muy abundantes.
El Sumo Pontífice lo mandó volver a Roma para que se dedicara a predicar Retiros y Ejercicios a religiosos y monjas. Y el éxito de sus predicaciones era impresionante.
San Leonardo logró entonces cumplir algo que había deseado durante muchos años: poder erigir un Viacrucis en el Coliseo de Roma (que era un estadio inmenso para los espectáculos de los antiguos romanos, en el cual cabían 80,000 espectadores. Fue construido en tiempos de Vespasiano y Tito, año 70, y siempre había estado destinado a fines no religiosos. Sus impresionantes ruinas se conservan todavía). Desde San Leonardo se ha venido rezando el Viernes Santo el Viacrucis en el Coliseo, y casi siempre lo preside el Sumo Pontífice. El santo escribió entonces: «Me queda la satisfacción de que el Coliseo haya dejado de ser simplemente un sitio de distracción, para convertirse en un lugar donde se reza».
Ya muy anciano y muy desgastado de tanto trabajar y hacer penitencia, y después de haber pasado 43 años recorriendo todo el país predicando misiones, tuvo que hacer un largo viaje en pleno invierno. El Sumo Pontífice le mandó que ya no viajara a pie, sino en carroza, pero por el camino se destrozó el carruaje en el que viajaba y tuvo que seguir a pie, lo cual lo fatigó inmensamente.
El 26 de noviembre llegó a Roma y cayó en cama. En seguida envió un mensaje al Papa contándole que había obedecido su orden de volver a esa ciudad. A las nueve de la noche llegó un Monseñor con un mensaje muy afectuoso del Sumo Pontífice y una hora después murió nuestro santo. Era el año 1751.
Fuente: ewtn