El discípulo amado

 

Al recorrer las palpitantes páginas del Evangelio no se tarda mucho en comprobar con cuánto acierto el profeta Simeón predice el futuro de Aquél que tenía en sus brazos: “Éste ha sido puesto para ruina y para resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones” (Lc 2, 34-35). De hecho, en cada pasaje lo vemos objeto del más sincero amor y de las más declaradas antipatías; delante de Él no se encuentra quien asuma una posición de neutralidad.

Así, al inexpresable encanto que condujo a los Reyes Magos a Belén siguió la furia de Herodes. Las entusiasmadas manifestaciones de las multitudes delante de los prodigios del Hombre Dios eran simultáneas a los pérfidos conciliábulos del Sanedrín, y las muestras de gratitud y reconocimiento dadas por María Magdalena fueron acompañadas por la envidia de Simón y la avaricia de Judas Iscariote. Esas posiciones bien delineadas continuaron siendo asumidas por la Humanidad a lo largo de la Historia delante de la figura adorable del Verbo Encarnado y así será hasta el día en que Él venga en el esplendor de Su gloria a juzgar a los vivos y a los muertos.

Sin embargo, no fue por falta de amor de Jesús que muchos lo rechazaron.

Las sagradas narraciones de la Escritura demuestran hasta que extremo llevó Dios la bondad y la misericordia por las almas que se abrieron a Su predicación. Y entre las figuras que emergen del Evangelio, hay una que se destaca como el depositario de los divinos afectos y prodigalidades de Jesús: es Juan Evangelista, el apóstol virgen, el Discípulo Amado.

Jesús llama a los primeros apóstoles

Juan fue el más joven de los apóstoles, tendría unos 20 años cuando encontró a Jesús, después de haber sido discípulo de Juan Bautista. Su juventud transcurría serena practicando el oficio de pescador y el culto al Dios de Israel.

Su corazón preservado de las embriagadoras mentiras del pecado y dotado de las puras inclinaciones inherentes a la inocencia hizo de él el objeto de la divina predilección de Jesús.

El convite se dio en un día de laboriosa actividad pesquera en la región de Cafarnaún. Después de haber inaugurado el Colegio Apostólico llamando a Pedro y Andrés, Jesús “vio a otros dos hermanos: Santiago, el de Zebedeo, y su hermano Juan, que estaban en la barca con su padre Zebedeo, reparando las redes.

Los llamó también, y ellos dejando al punto la barca y a su padre, lo siguieron” (Mt 4, 21-22).

Se tienen todos los elementos para creer que San Juan Evangelista era un niño con fuertes trazos contemplativos, los cuales fueron la causa de su inmediata consonancia con el Salvador. El mismo Dios que lo llamaba había preparado su alma desde los primeros destellos del uso de la razón, para ese supremo encuentro.

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Al lado del Maestro

El Discípulo Amado gozó de la convivencia con Jesús durante toda Su vida pública, vio el amanecer de la Historia de la Salvación desarrollarse delante de sus ojos y bebió de las enseñanzas del maestro en la más excelente de las fuentes: Su Persona Sagrada.

¡El feliz apóstol, que tuvo el alma modelada por la presencia redentora de Cristo, es el ejemplo más puro de las santas veredas del discipulado!

En la secuencia de las portentosas manifestaciones de Jesús, vemos a San Juan constantemente a Su lado, sirviéndole muy de cerca. Él se maravilló con el primer milagro en Caná, sintió que sus brazos se arqueaban bajo el peso de los cestos rellenos de panes que el Maestro había multiplicado por compasión de la multitud hambrienta; vio a los paralíticos y leprosos lanzar lejos sus cadenas en medio de cánticos de acción de gracias y olvidar en un solo momento años de atroces sufrimientos. Sus ojos se encontraron con los de Jesús después de todo esto, y su alma grata reconocía interiormente estar delante del Mesías, el esperado de las naciones.

En los momentos de oración, cuando el Salvador se retiraba a lo alto de las montañas, el lo admiraba en los divinos coloquios con el Padre y se introducía en la indecible atmósfera de bendiciones que envolvía aquellas supremas conversaciones. Le era imposible no amar a un tan gran Dios hecho hombre, y sobre todo rechazar las manifestaciones de amor inagotable que Jesús le demostraba.

Recordemos aquí su carácter vehemente, que le mereció, junto con su hermano Santiago, el sobrenombre de Boanerghes, que significa “los hijos del trueno” (Mc 3, 17). Sin dejar de manifestarse ardoroso, se iba acrecentando en su personalidad aquella dulzura que es propiamente la señal indeleble de un seguidor de Cristo. Como veremos, esta suavidad de espíritu lo marcó profundamente, porque Jesús le había reservado, además, la más caritativa de las compañías.

Quince años de celestial convivencia con María

Habiendo acompañado a Jesús en el Monte de la Transfiguración y en el Huerto de los Olivos, fue durante la agonía del Señor que las garras de la tibieza vinieron a arañar la fidelidad.

De flaquezas inexcusables como la de no acompañar a Jesús durante una hora siquiera en medio de Sus mortales tristezas y huir por miedo de los soldados de los pontífices y fariseos, se originó un perdón restaurador.

La vergüenza de haberlo abandonado afligió su alma antes que a todos los demás, y su espíritu contrito, en el que soplaba la gracia del arrepentimiento, lo armó de santo coraje y lo condujo a los pies de la Cruz.

En el doloroso momento en que se consumaba el deicidio, Jesús tuvo todavía dos alegrías: la de llevar consigo, al Reino de los Cielos, al Buen Ladrón, y ver volver con humildad al hijo que horas antes posara su cabeza sobre su pecho y oyera el latir de Su Corazón abrasado de amor por los hombres.

A Juan, que libraba en aquel momento al Colegio Apostólico de la total deserción y representaba a toda la humanidad, le fue concedido el mayor de los tesoros: “Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a la Madre: ‘Mujer, he ahí a tu hijo.’ Luego dijo al discípulo: ‘He ahí a tu Madre.’ Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa”. (Jn 19, 26-27).

Es esto todo cuanto sabemos por la Revelación acerca del periodo bendito que la Santísima Virgen permaneció todavía en esta Tierra. La más sólida tradición nos lo apunta como habiendo sido de 15 años, aproximadamente. Ella estuvo en Jerusalén, hasta la dispersión de los apóstoles, y después en Asia Menor, en la región donde San Juan ejerció su misión evangelizadora. Es en Éfeso donde el peregrino encuentra la “Casa de María”, una singular construcción venerada desde tiempos inmemoriales como la última morada de la Reina de los Cielos. Si a aquellos ladrillos les fuese dada la habilidad de hablar, cuántas maravillas nos tendrían que decir…

Una réplica definitiva

El Discípulo Amado ya había ejercido durante muchos años las actividades apostólicas, cuando surgió en medio de los cristianos de su rebaño, una herejía gnóstica. Ésta fue la más terrible enemiga de la divinidad de Cristo, por la cual los cristianos afectados afirmaban ser más importante y loable el conocimiento adquirido que la santidad de vida. La virtud era – decían – una aspiración para los menos capacitados, un anhelo despreciable para los que ya llegaron a los más elevados páramos de la inteligencia.

Como consecuencia de esta nefasta influencia, quedaba sobre entendido que cada uno podría llevar la vida moral pecaminosa que quisiese, mientras avanzase en la comprensión de la doctrina pura. Sobre todo, negaban la persona divina de Jesús, interpretando en el plano natural toda la trascendencia de la Revelación.

Fue de tal manera sagaz y taimada la acción de los gnósticos, que para discernir el tenor de su maldad y la gravedad de sus efectos, era preciso haber convivido durante mucho tiempo con Aquél Dios hecho hombre que se resucitó a Sí mismo y a quien los mares y el cielo obedecían.

En un periodo en que todos los demás apóstoles ya habían sellado su entrega a Cristo con su propia sangre, el único de los doce apóstoles que todavía combatía era también el único que tenía autoridad para replicar: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han tocado nuestras manos acerca de la palabra de la vida, —pues la vida se manifestó y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la vida eterna, que estaba junto al Padre y se nos manifestó—, lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos” (1 Jn 1, 1-3). Es esta peculiar circunstancia histórica que hace de los escritos de San Juan —su Evangelio, sus tres Epístolas y el Apocalipsis, escritos en la última década del primer siglo —la roca firme sobre la concepción de la persona de Cristo destinada a refulgir por todo y por siempre.

La primacía del amor

Comprender a San Juan Evangelista es en el fondo compenetrarse de que “Dios es amor” ( 1 Jn 4,8). La caridad predicada por él es la más per fecta fuente de santidad, la más segura garantía contra el pecado, la más excelente señal de filiación divina.

Cuando leemos en el Apocalipsis la amonestación hecha a la iglesia de Éfeso: “Pero contra ti tengo, que has perdido el fervor de tu primera caridad” (Ap 2,4) nos llenamos de confusión, porque quizás más que para ella, esa palabra sea para nosotros.

La Humanidad, que se inclina bajo la dura tiranía de la esclavitud al pecado, se olvidó de la insuperable felicidad de la inocencia bautismal. En el momento en que el amor materno de la Santísima Virgen nos obtenga de aquella gracia de compunción que restauró la fidelidad de San Juan, nos haga correr también a los pies de la Cruz, gozaremos otra vez de “el primer amor” y de la sublime intimidad con el Corazón de Cristo.

 

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