Jesús, María y José: tres perfecciones que llegaron al pináculo al que cada uno debía llegar; tres auges que se amaban y se comprendían intensamente; tres altísimas perfecciones, admirables, desiguales, realizando una armonía de desigualdades como jamás hubo en la faz de la Tierra.
La santidad, la nobleza y la jerarquía en la Sagrada Familia
El primer domingo después del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, la Iglesia rinde homenaje a la Sagrada Familia.
Una familia que, realmente, no podría dejar de ser llamada Sagrada: Jesús es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, María es la Virgen Madre de Dios que trajo en su seno a Nuestro Señor Jesucristo y San José, esposo de la Virgen María y padre adoptivo de Jesús.
No estaría fuera de lugar que, por motivo de estas celebraciones recomendadas por la Iglesia, pensáramos un poco en este modelo de familia. Por ejemplo, podríamos pensar un poco con la siguiente pregunta: ¿Cómo sería la santidad, la nobleza y la jerarquía en la Sagrada Familia?
En esta familia tenemos la presencia del Hijo de Dios hecho Hombre. En el Evangelio de San Lucas (Lc. 2,52) está dicho que el Niño Jesús “crecía en sabiduría, edad y gracia delante de Dios y de los hombres».
Son palabras inspiradas por el Espíritu Santo y, por tanto, verdaderas. Ellas nos enseñan que en el Hombre Dios todavía había cosas por crecer. Cualquiera que fuese la naturaleza de ese crecimiento, eran un crecimiento de perfección perfectísima para algo que era una perfección aún más perfectísima.
Por otro lado, en esta Familia tenemos también a Nuestra Señora.
Si consideramos todo lo que Ella es, veremos un tal cúmulo de perfecciones creadas, que un Papa llegó a declarar: de Ella se puede decir todo en términos de elogios, desde que no se le atribuya la divinidad. María fue concebida sin pecado original y confirmada en gracia a partir del primer instante de su ser. Ella no podía pecar, no podía caer en la más leve falta, porque estaba confirmada por Dios en contra de esto.
Al no tener defectos – esto es un aspecto importante de esta consideración – Nuestra Señora también crecía constantemente en virtud.
Al lado del Niño Jesús y de Nuestra Señora estaba San José conviviendo con ellos. Es difícil elogiar a cualquier hombre, cualquier grandeza terrenal, después de considerar la grandeza de San José. El hombre casto, virginal por excelencia, descendiente de David.
San Pedro Julián Eymard (cfr. «Extrait des écrits du P. Eymard», Desclée de Brouwer, Paris, 7ª ed., pp. 59-62) nos enseña que San José era el jefe de la Casa de David. Él era el pretendiente legítimo al trono de Israel. Él tenía derecho sobre el mismo trono que fue ocupado y derrumbado por falsos reyes mientras Israel era dividido y, al final dominado por los romanos.
Tres ascensos constantes, tres auges alcanzados.
San José era un varón perfecto, modelo por el Espíritu Santo para ser proporcional con Nuestra Señora. ¡Se puede imaginar a qué pináculo, a qué altura debe haber llegado San José para estar en proporción con Nuestra Señora! Es algo inmenso, inimaginable. Es muy probable que San José también haya sido confirmado en gracia.
Por tanto, en la humilde casa de Nazareth, podemos decir que a cada momento las tres personas de esta Sagrada Familia crecían en gracia y santidad delante de Dios y de los hombres. San José debe haber fallecido antes del inicio de la vida pública de Nuestro Señor Jesucristo.
Él es el patrono de la buena muerte, porque todo parece indicar que fue asistido en su agonía por Nuestra Señora y por el Divino Redentor. En los instantes finales de su vida, Jesús y María lo ayudaron a elevar su alma a la perfección para la que había sido creado.
No era la misma perfección de Nuestra Señora, era una perfección menor. Pero era una perfección enorme para la cual él había sido llamado. Cuando su mirada borrosa ya se iba apagando para la vida, San José contempló a Aquella que era su esposa y a Aquél que jurídicamente era su hijo.
Y, seguramente, Él estaba fascinado con el aumento continuo en la santidad de Nuestra Señora y de Su Divino Hijo. Al verlos subir de ese modo por las vías de la santificación, él admiró y amó esa ascensión. Y fue por admirar y amar el aumento de esta santidad, que también él, a su vez, aumentaba en su propia santidad. Esta triple ascensión continua en la casa de Nazareth, constituyó el encanto del Creador y de los hombres.
Jesús, María y José: tres perfecciones que llegaron al pináculo al que cada uno debía llegar; tres auges que se amaban y se comprendían intensamente; tres altísimas perfecciones, admirables, desiguales, realizando una armonía de desigualdades como jamás hubo en la faz de la Tierra.
Entretanto, la jerarquía puesta por Dios entre estas tres sublimes desigualdades era de un orden admirablemente inverso: Aquél que era el jefe de la Casa en el plano humano era el de menor orden sobrenatural; El Niño Jesús, que debía prestar obediencia a los padres, era Dios.
Una alteración que nos hace amar mucho más las riquezas y la complejidad de cualquier orden verdaderamente jerárquico; una alteración que lleva al alma fiel, al alma dispuesta a meditar sobre tan elevado tema, a entonar un himno de alabanza, de admiración y de fidelidad a todas las jerarquías, a todas las desigualdades establecidas por Dios.
El que es más, manda menos
A primera vista, la constitución de la Sagrada Familia es un misterio, puesto que en ella la mayor autoridad la tiene San José, como patriarca y padre, con derecho sobre su esposa y el fruto de sus purísimas entrañas.
La esposa es Madre de Dios, Madre de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Su condición materna le da poder sobre el Dios encarnado en su seno virginal y transformado, así, en hijo suyo. Nuestro Señor Jesucristo, como hijo, le debe obediencia a ese padre adoptivo, aceptando totalmente la orientación y la formación dada por José; y lo mismo valga para su Madre, criatura suya. ¡Qué inmensa, insondable y sublime paradoja!
En consecuencia, San José es el jefe según el orden natural; María, la esposa y la madre; y Jesús, el niño. Pero en el orden sobrenatural ese Niño es el Creador y el Redentor; la Madre, Medianera de todas la gracias, Reina del Cielo y de la Tierra; y José, el Patriarca de la Iglesia. José, el que menos poder tiene por sí mismo, ejerce autoridad sobre la Santísima Virgen, que tiene la ciencia infusa y la plenitud de la gracia, y sobre el Niño, Autor de la gracia.
Dios ama la jerarquía
¿Por qué dispuso Dios esta inversión de papeles?
Lo hizo para darnos una gran lección: Él ama la jerarquía y quiere que la sociedad humana sea gobernada por este principio, del cual quiso dar ejemplo el mismo Verbo Encarnado.
Podemos imaginar la disponibilidad, la sacralidad y la calma de Jesús en la pequeña Nazaret, ayudando a José en la carpintería a cortar la madera, clavando las partes de una silla, cuando no haría falta más que un simple acto de voluntad suyo para que fueran producidos de inmediato, y sin siquiera requerir materia prima, los muebles más espléndidos que la Historia haya conocido nunca.
Sin embargo, afirma San Basilio, “obedeciendo desde su infancia a sus padres, Jesús se sometió humilde y respetuosamente a todo trabajo manual”. Tan pronto como San José mandaba al Hijo —¡con qué veneración!— a realizar un trabajo, Jesús se ponía manos a la obra.
Actuando de esta manera —honrando al padre que estaba en la tierra y aceptando, por ejemplo, hacer un mueble de acuerdo a las reglas de la naturaleza— Jesús glorificaba más a Dios Padre, que lo había enviado. San Luis Grignion afirma, a propósito de su obediencia a la Santísima Virgen: “Jesucristo dio más gloria a Dios sometiéndose a María durante treinta años, que si hubiera convertido a la tierra entera realizando los milagros más estupendos.»
Dentro de la propia Sagrada Familia encontramos un impresionante principio de amor a la jerarquía, ya que, habiendo querido Jesús nacer y vivir en una familia, honraba a su padre y a su madre, por más que fuera el omnipotente Creador de ambos.
Príncipe y obrero
Otra paradoja fue puesta por el Creador en las complejidades de esta noble jerarquía.
San José era representante de la Casa Real más augusta que hubo en todos los tiempos: mientras que de otras Casas nacieron reyes, de la Casa de David, nació un Dios. Los únicos cortesanos a la altura de esta Casa Real serían los Ángeles del Cielo.
Sin embargo, por designio divino, el jefe de la Casa de David, San José, era al mismo tiempo un trabajador manual: era carpintero. Y Nuestro Señor Jesucristo también ejerció esta actividad antes de iniciar su vida pública.
Dios quiso que, de esta forma, ambos extremos de la jerarquía temporal se unieran en Aquél que es el Hombre Dios. En Jesucristo está la condición de príncipe real de la Casa de David, de pretendiente al trono de Israel. Y esta condición coexiste con la de un simple carpintero, de obrero, situado en el extremo opuesto de la escala social.
Esta coexistencia de perfección en ambos aspectos – tanto en el Creador – criatura como en el otro, incomparablemente menor, de rey obrero – reúne los extremos para reforzar la unión de los elementos intermediarios de la jerarquía: los elementos se unen por la unión de sus extremos.
De ese modo, la sacrosanta jerarquía al interior de la Sagrada Familia se nos presenta no sólo como un conjunto de picos tan altos que a nuestra vista física y mental le es difícil alcanzar. Ella representa también un abrazo jerárquico, desigual pero cariñoso, entre todos los peldaños del orden social.
De tal manera que, aquél que ocupa el lugar más alto abraza cariñosamente al que está más abajo y le dice: “En naturaleza humana todos somos iguales».
Amor desinteresado a la Jerarquía
En la Sagrada Familia, el ejemplo de San José, de Nuestra Señora y de Nuestro Señor Jesucristo nos lleva a comprender mejor la jerarquía en su forma más pura, más clara, más perfecta, en la que no hay egoísmo ni pretensiones.
En esta Familia existe puro amor de Dios. En ella existe el puro amor de Dios que genera amor a las múltiples jerarquías sin preocupación de ser demasiado, de hacer o poder mucho. La jerarquía aquí es amada. Y es amada por amor de Dios.
Las almas que tienen el verdadero sentido de la jerarquía aman de este modo a sus superiores.
La palabra “majestad”, tiene para ellos un significado, un misterio, una “luz”, un brillo especial que hace respetables y venerables a los reyes, emperadores y superiores en general, incluso cuando éstos, por sus defectos personales, no merecen los homenajes que les son prestados por ser lo que son.
Pero si, para aquello a lo que fueron llamados corresponden en algo, ese algo – por pequeño que sea – es como el aroma de una flor única de la cual se toma una gota, cuyo perfume produce sobre el hombre recto un efecto semejante al que la santidad mayor produce sobre la santidad menor.
Y esto tiene cierta analogía con lo que ocurría en la Sagrada Familia, entre las tres personas indescriptiblemente sublimes – una de ellas divina – que la componían.
He aquí algunas reflexiones sobre lo maravilloso y admirable que las verdaderas jerarquías – como aquella que existió, en un grado arquetípico, en la Sagrada Familia – pueden y deben suscitar en las almas rectas y auténticamente católicas.
Una vida de apariencia normal
No se piense que en la Sagrada Familia todo era absolutamente místico, sobrenatural y lleno de consolación.
Del Niño Jesús no puede decirse que vivía de fe, porque su alma estaba en la visión beatífica; sin embargo, quiso que su cuerpo tuviera el desarrollo normal de un ser humano. Así, por ejemplo, no nació hablando, aunque pudiera hacerlo en todas las lenguas del mundo.
La Virgen y San José llevaban también una vida de apariencia completamente común y, como todos los hombres, sufrieron desconciertos y angustias. Prueba de ello es el Evangelio de este domingo: “Tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando».
Notas:
– Desarrollo de anotaciones de la conferencia del Prof. Plinio Correa de Oliveira, el 2-11-92, para un grupo de jóvenes. – Trechos del Comentario al Evangelio, Monseñor João Clá Dias, EP, Revista Heraldos del Evangelio, Dez/2009, n. 96)
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LA VIDA FAMILIAR EN LA ESCUELA DE LA SAGRADA FAMILIA
¿Qué hacía la Sagrada Familia? ¿Qué hacían sus integrantes diariamente? Rezaban mucho y con toda su alma, trabajaban a conciencia, no tanto para satisfacer las necesidades de cada día, sino especialmente para glorificar a Dios, con el cumplimiento perfecto de su Ley; además de esto, amaban intensamente a Dios, que era el fin de todos sus pensamientos, de todos sus esfuerzos, de todas sus aspiraciones; se amaban todos mutuamente, con un amor completo y desinteresado; amaban a todos los hombres, cercanos y lejanos, cuya salvación era el deseo de cada uno de los miembros de la Sagrada Familia.
¿Cómo la familia humana puede aproximarse a este ideal realizado por la Sagrada Familia? ¿Cómo la oración –que era tan normal como la respiración en la Sagrada Familia – recuperará su lugar dentro de la familia humana? Pensemos en el gran número de familias que perdieron la fe; unas zozobraron en el materialismo y en la búsqueda del placer; otras, todavía con algunos restos del ideal humano, se conservan en una actitud moral que muchas veces sólo se inspira en el orgullo. En unas u otras Dios está prácticamente excluido. Ni si quiera se molestan en negarlo: lo desconocen, lo cual es mucho peor.
Consideremos también la cantidad de familias cristianas, llamadas así por sus integrantes solamente porque se sometieron a las formalidades del bautismo, de la primera Comunión, del matrimonio o de los entierros religiosos, pero que sin embargo perdieron la fe. En ellas no hay nadie que se preocupe por la gloria de Dios, por la venida de su Reino, por la oración; y si, por casualidad, alguno de sus integrantes es fiel a las prácticas religiosas, ¿en cuántas familias subsiste la oración conjunta, expresión de un mismo espíritu y de una aspiración colectiva? El individualismo, que es una plaga en los días actuales, invadió la vida espiritual, así como la vida social y familiar. “Cada uno por si mismo y para si”, es el lema de la mayor parte de los hombres, y esto incluso en presencia de Dios. El dogma de la comunión de los santos parece ser sólo una parte desconocida del texto del Credo, sin aplicación práctica en la vida. Y, por tanto, ¿no prometió Nuestro Señor que donde dos almas se reunieran para rezar en su nombre, allí estaría en medio de ellas?
Así que, regresando a la vida en común es uno de los esfuerzos que vincula a todos los cristianos. Es por esto que la Iglesia se esfuerza por alcanzar el mismo objetivo, despertar el sentido litúrgico entre los fieles para que se realice el pedido hecho por Nuestro Señor a su Padre celestial, “que todos sean uno».
Sin embargo, ¿cómo restaurar la oración en común – que fue el alma y la fuerza de la Sagrada Familia – en nuestra propia familia? Si fuese verdad, en relación a la sociedad temporal, que la familia es la célula social, así mismo lo es en relación a la sociedad espiritual, que es la Iglesia. Por lo tanto, es fundamental que por todos los medios que se encuentren a nuestra disposición avivemos e intensifiquemos el espíritu de la familia, pero no aquél que resulta de una sociedad de intereses y de afectos y que se puede definir como “un egoísmo de muchos”, sino aquél que era el de la singular familia de Nazareth, espíritu que une y funde las almas para ofrecerlas todas reunidas y con una misma aspiración a Dios, para la salvación de todos los hombres.
Cada uno debe pedir a Dios que haga revivir en todos los corazones ese espíritu de familia. Pero, como es sabido, Dios no concede su auxilio sino cuando, de nuestra parte, hacemos todos los esfuerzos posibles. Vigilemos, por tanto, al mismo tiempo en que rezamos, para que renazca y se propague el verdadero espíritu cristiano de la familia, a fin que sea el sustento de todas las instituciones espirituales y sociales que existen en nuestro entorno y que tienden a restaurar, mejorar y reconstruir los hogares cristianos. Dichas obras son los instrumentos que Dios pone a nuestra disposición y quiere que nos apoyemos en ellas. Busquemos, por lo tanto, conocerlas, unirnos a ellas y rezar para que se conviertan en instrumentos cada día más perfectos al servicio de Dios.
Pero no todas las ocupaciones de la Sagrada Familia consistían en rezar. Su vida fue muy activa y cada uno de sus integrantes trabajaba según su vocación: San José y Nuestro Señor trabajaban en el taller, del cual todos vivían; la Santísima Virgen María cuidaba y atendía las múltiples ocupaciones domesticas, que se atribuían a toda madre de familia.
Por lo tanto, el ejemplo de la Sagrada Familia era exactamente el de la inmensa mayoría de familias actuales. Pero, a menudo, el trabajo es considerado como una carga pesada contra la cual hay quejas, intentando realizarlo con el menor esfuerzo posible, pero en Nazareth era recibido con gusto, con un medio de ser agradables a Dios.
Alguien dirá que, en muchas familias, se trabaja arduamente, sin embargo, ¿no vemos como en estos casos el trabajo absorbe todo el tiempo y todos los pensamientos? Trabajar todos los días, sólo para ganar más, a fin de satisfacer por más tiempo las necesidades siempre abundantes de nuestra existencia: parece ser la única aspiración de un gran número de nuestros contemporáneos. Sin embargo, el trabajo valientemente aceptado y cumplido, no deja de ser considerado de una manera puramente humana y como un mal necesario. Para la Sagrada Familia, por el contrario, el trabajo era un bien preciosos, por el cual se daba sin cesar gracias a Dios, pues por este medio se rendía un homenaje íntegro y placentero al Señor. ¿Acaso no fue Dios quien instituyó la ley del trabajo, a la que está obligado todo ser humano? Al mismo tiempo el esfuerzo y la fatiga, las preocupaciones y ansiedades – que todo trabajo trae consigo – eran a los ojos de la Sagrada Familia un sacrificio de olor dulce que podía ser ofrecido a Dios en reparación por los pecados del mundo.
De esta forma, en Nazareth el trabajo tenía por objetivo menos importancia material, se debía velar para que la gloria de Dios fuera promovida. De aquí se deduce que se trabajaba con amor, con alegría, con una conciencia estricta. Lijar una madera y barrer la humilde morada eran actos de amor que, a los ojos de Dios, podían ser tan santos como la más sublime contemplación y que se podían hacer con el mismo fervor, con el mismo deseo de perfección.
Si queremos que nuestra sociedad moderna no naufrague en la anarquía y la rebelión, es urgente guiarla a esta concepción del trabajo, porque el trabajo apoyado sólo en la necesita suscita en el corazón del hombre el rencor, el odio y la rebeldía, y el trabajo guiado solamente por el espíritu de lucha aviva el egoísmo y el orgullo, que son el principio de la anarquía.
Velemos, entonces, para que la ley del trabajo sea – en todas las familias – comprendida y aceptada como la Ley de Dios. De ese modo el trabajo se convertirá en otra oración, no menos agradable a Dios. Así también recuperará, a los ojos de todos, su grandeza y dignidad, y será nuevamente para el hombre, una fuente de fortaleza y alegría.
Pero no nos olvidemos que el trabajo es y debe ser, el medio para que cada uno de nosotros asegure su vida material y la de sus familiares: en nuestra sociedad moderna, infelizmente no siempre es así. Dios quiere que nos ayudemos mutuamente, si queremos que él nos ayude. Por lo tanto, no nos apartemos de las obras sociales, que se esfuerzas en aliviar los rigurosos momentos y circunstancias de cientos de personas, de las obras sociales que trabajan por garantizar un mínimo de bienestar, sin el cual el hombre no es más que una simple maquina, que camina adolorida por el esfuerzo. Por otra parte, ingresemos todos en este gran movimiento familiar que por si sólo podrá devolver a la familia su dignidad y su influencia social y, al mismo tiempo, ser la base de su prosperidad material.
Para implementar estas grandes y fundamentales reformas es necesario que se produzca en el seno de cada familia, y entro todas las familias, aquella unión de espíritus y corazones que tiene origen en la caridad y en el amor. Que en todos los miembros de las familias reine el amor. Es una de las intenciones y de los sacrificios que tenemos que ofrecer a Nuestro Señor por la familia.
Y en este punto, la Sagrada Familia nos enseña nuevamente el camino: que haya amor entre los que la componen, pero no el sentimentalismo desordenado que inapropiadamente es llamado amor cuando no es más que debilidad o hasta egoísmo.
Amar es querer bien a quienes amamos. ¿Acaso el bien no consiste en que cada uno de nosotros cumpla la voluntad de Dios? Esto era bien sabido por los integrantes de la Sagrada Familia en Nazareth; sus corazones, a través de la ternura humana que los unía, buscaban en primer lugar ese fin supremo: cumplir la voluntad de Dios. La autoridad, en San José, era firme y dulce, humildemente respetuosa a los derechos de Dios. La obediencia de la Santísima Virgen a San José era completa, afectuosa y alegre, porque era una manifestación palpable de la sumisión a la voluntad de Dios y en nada disminuía la autoridad materna tan segura y tranquila que sabía ejercer sobre su hijo que les fue confiado por el Señor. Y, a su vez, el hijo, en sumisión perfecta a sus padres, en su docilidad de espíritu y de corazón a todas las enseñanzas que le daban, en su sencillez y en su humildad daba pruebas en primer lugar, de su amor al Padre Celestial, cuya voluntad reconocía en esta institución familiar y social, en cuyo seno se había encarnado.
La familia cristiana, por tanto, debe buscar recuperar tal sentimiento de amor y de fidelidad a Dios, lo que la ayudará a seguir los pasos de la Sagrada Familia y, al mismo tiempo, conseguirá entre todos sus integrantes la unión de almas y de corazones, estableciendo entre ellos el amor.
Pero la Sagrada Familia no era se guardaba todo para si. En la ciudad de Nazareth era la providencia visible de todos los débiles, de todos los humildes. Si las fervorosas oraciones de la Sagrada Familia, si su trabajo tan constante y tan perfecto era ofrecido a Dios sin cesar en reparación por los pecados de los hombres y por la salvación de todos, ¿era posible que ignoraran a los que sufrían o estaban equivocados? El amor fraternal más compasivo y más solidario regulaba todas las relaciones de la Sagrada Familia con los que a ella se aproximaban.
Pidamos a Dios que avive, en el seno de todas las familias humanas, esa caridad fraterna. Agregamos, a propósito de la oración, que el individualismo domina en todas partes, en la familia y en la sociedad, el individualismo es la negación de la verdadera caridad. Por lo que no hay otro punto en el cual tengamos que insistir tanto en nuestras oraciones. Pero no solamente limitarnos a oraciones, que serían en vano si nuestros actos no siguen su ejemplo.
Demos un ejemplo de ese amor, queremos que reine en los corazones. Demos ese ejemplo en nuestra propia familia, practicando con amor todas las virtudes familiares e incluso fuera de casa, evitando con cuidado todas las críticas, todas las calumnias, que a menudo son motivo de división en las familias. Por el contrario, seamos serenos, seamos aquellos que promueven la paz, que endulzan los espíritus, que extinguen las quejas y que aproximan los corazones. Para esto, ¿qué mejor medio que establecer en todos los integrantes y entre todas las familias un punto de inteligencia, el principio de unión?
Sin embargo desconocemos bastante la fuerza y eficiencia del principio de asociación. Actuamos por separado, y, de esta forma, nuestras mejores intenciones se reducen a la impotencia. Promovamos, por lo tanto, en nosotros y en nuestro entorno, ese importante espíritu de unión que es – no nos olvidemos – el mismo espíritu de religión y la esencia del catolicismo. No tengamos miedo de asociarnos a todos los esfuerzos sinceros. Nunca digamos, en presencia de una obra cristiana que trabaja por esa unión, “eso no me interesa”. Y, en las obras de las cuales hagamos parte, no busquemos sólo sacar provecho personal, sino especialmente que podemos agregar o que podemos dar de nosotros mismos.
Este tiene que ser nuestro programa de oración y acción. Tomemos esto con mucha seriedad. La institución familiar está en peligro y con ella toda la sociedad. Tal vez dependa de nosotros, del fervor de nuestras oraciones, de la sinceridad e intensidad de nuestros esfuerzos, que Dios se compadezca de las necesidades apremiantes de nuestra perturbada época. Por diez justos prometió Dios perdonar a Sodoma y Gomorra: ¿qué no concederá a quien no contento apenas con rezar, se esfuerza en realizar en si mismo y en los que lo rodean aquello que Él pide?
Aprendamos a rezar, trabajar y amar – según lo que fue expuesto – y sin duda Dios concederá a la familia gracias eficaces que podrán salvarla.
(Adaptación del texto de J. Viollet, en Repertorio Universal del Predicador, tomo XIX, pag. 191-196, Editorial Litúrgica Española, Barcelona, 1933).
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