Director espiritual del rey, apóstol de las gentes, célebre canonista, profesor, reformador de las costumbres, protector de los pobres, conciliador de litigios, no había campo de apostolado al que no se lanzara.
Algunos santos reciben de la Providencia una misión restringida y bien delimitada. Otros son llamados para atender las necesidades generales de la Iglesia, en los más diversos campos de apostolado. Sostienen la causa de Dios en todas partes; por decirlo así, son los factótum (“hácelotodo”) de Dios.
Una vocación universal
Bajo esa perspectiva es más fácil comprender la vida de san Raimundo. Se trata de un santo con una vocación universal, llamado por la Providencia a las más diversas misiones. Con prodigiosa versatilidad, él “lo hizo todo” casi al mismo tiempo.
Nació en 1175 en el castillo de Peñafort, en Cataluña (España). Sus padres eran de una noble estirpe de caballeros. Laico todavía, con 20 años ya enseñaba filosofía en su ciudad natal, más con el propósito de formar los corazones que de instruir los espíritus. El tiempo sobrante lo empleaba en socorrer a los infelices y en conciliar las divergencias entre sus conciudadanos.
A los 30 años ingresó a la Universidad de Bolonia, donde estudió Derecho Canónico y Civil con tal éxito que no tardó en doctorarse y pasar de alumno a maestro. Las cualidades y virtudes del piadoso doctor lo hacían uno de los más hermosos adornos de la famosa universidad. En poco tiempo su reputación llegó a países distantes.
En 1219 el obispo de Barcelona, Mons. Berenguer, fue a Bolonia con el objetivo de llevarse a Raimundo para su diócesis. Muy bien sabía el Prelado que sería un valioso instrumento para reformar las costumbres, enfervorizar al pueblo y hasta al clero de Cataluña. Sin embargo, el famoso profesor no se mostraba dispuesto a abandonar su campo de trabajo, donde podía hacer tanto bien a la salvación de las almas.
Pero el obispo sabía tocar las cuerdas sensibles del santo. Luego de exponerle las apremiantes necesidades de la Iglesia en Barcelona, le aseguró que tenía una particular obligación de atender primero su país natal. Después le mostró el peligro de alejarse del camino de Dios, riesgo al que se expondría más si sólo siguiera la voluntad propia. Y concluyó con el siguiente argumento: en Bolonia, el brillo de su reputación le ganaba tan grandes aplausos que no podría dejar de aumentar desmedidamente sus ocupaciones, perjudicando la vida interior. Por fin, Raimundo se dejó persuadir y se transfirió a Barcelona, dedicándose en cuerpo y alma al servicio del altar.
Modelo de sacerdotes
Nombrado canónigo, y poco después archidiácono, muy pronto se convirtió en el modelo para los sacerdotes de la Iglesia en Barcelona, tanto por la inocencia de su vida como por la regularidad y exactitud en el cumplimiento de todos los ministerios.
Se empeñó en que los actos litúrgicos fueran realizados con la mayor dignidad y belleza. Autorizado por el obispo, promovió por primera vez la celebración de la fiesta de la Asunción de la Virgen, con oficio solemne.
Raimundo estaba siempre dispuesto a socorrer a los indigentes y auxiliar a todos los que iban a consultarlo. En poco tiempo se ganó el amor y el respeto de todos. El ejemplo de sus virtudes contribuyó a la reforma de las costumbres mucho más que toda la autoridad recibida del obispo.
Pero el anhelo de llevar una vida más perfecta, más penitencial y menos expuesta a los ojos de los hombres, cuyas alabanzas temía, lo empujaba a buscar un estado de mayor dedicación. Como profesor en Bolonia había sido testigo de las grandes virtudes de santo Domingo, y de los milagros que Dios realizaba por su intermedio. Admiraba grandemente la vida angélica de los primeros dominicanos establecidos en Barcelona. Dócil a la voz de Dios que lo llamaba a ser como ellos, recibió el hábito religioso de santo Domingo el Viernes Santo de 1222, con 47 años de edad.
Su ejemplo atrajo a varios personajes ilustres a la Orden Dominicana, como Pedro Ruber, Raimundo de Rosannes y otros piadosos eclesiásticos, cuya vocación y talento dieron nuevo lustre a los dominicos en toda Cataluña.
Hombre de gran ciencia
El nuevo estado de vida fue una añadidura de fervor y una escuela de perfección. Las gracias que recibía en la oración aumentaban siempre su deseo de mortificarse y ser útil en el servicio a la Iglesia y al prójimo.
Sus superiores se valieron sabiamente de tales disposiciones para hacer fructificar sus cualidades. Cuando el santo rogó por una penitencia para expiar, según decía, las vanas complacencias tenidas al enseñar en el mundo, le ordenaron que compusiera un compendio de los casos de conciencia para facilitar la delicada misión de los confesores.
Fray Raimundo ejecutó el trabajo con admirable exactitud, presentando de forma ordenada los “casos de conciencia” y dándole solución a cada uno con base en las enseñanzas de la Sagrada Escritura, los cánones de las leyes eclesiásticas, la doctrina de las Padres de la Iglesia y los decretos pontificios. El Papa Clemente VIII hizo grandes elogios a esta obra, afirmando que era tan útil a los penitentes como necesaria para los confesores.
Conocedor de la gran ciencia de san Raimundo, el pontífice Gregorio IX lo llamó a Roma como Penitenciario Papal y le incumbió un trabajo de proporciones universales: la compilación de la extensa legislación canónica entonces vigente.
El insigne canonista dominico cumplió su labor con el celo y la competencia de costumbre. En 1234 presentó al Pontífice la obra concluida, que, con el título de Decretales, rigió en la Iglesia hasta 1918, cuando fue publicado el primer Código de Derecho Canónico.
Insaciable celo por las almas
En 1238 fue elegido Superior General de los Dominicos; pero como deseaba dedicarse por entero al apostolado de conquista de almas para Jesucristo, pidió (y obtuvo) la dispensa de dicho cargo. Lo consumía el celo por la salvación de las almas. Su pensamiento se volcaba hacia las nuevas conquistas que hacer para la Iglesia, sobre todo entre los infieles.
Con el objeto de facilitar la conversión de judíos y musulmanes, creó centros para el aprendizaje de sus lenguas y le pidió a santo Tomás de Aquino que escribiera la Suma contra los Gentiles. Utilizando este poderoso instrumento de apostolado, el santo se puso en faena y los buenos resultados no se hicieron esperar: en una carta suya al Superior General, fechada en 1256, puede leerse que logró la conversión de más de diez mil árabes en España. Por así decir, no había campo de apostolado al cual no se lanzara: trabajar sin desfallecer para convertir a los paganos, o al menos impedir que corrompieran a los cristianos; atraer a los pecadores a la penitencia y reconciliarlos en el tribunal del confesionario; instruir a los fieles por el ministerio de la palabra; apoyar a los buenos, consolándolos en sus sufrimientos; obtener para los pobres las limosnas y los auxilios de los ricos… nada era demasiado para su deseo de salvar almas, que se incrementaba más y más.
Navegando sobre un escapulario de lana
San Raimundo es uno de los más esplendorosos ejemplos de las palabras de Cristo: “El que cree en mí, hará también las obras que yo hago, e incluso otras mayores” (Jn 14 12).
El rey Jaime de Aragón era señor de la isla de Mallorca, ubicada en el Mediterráneo a 360 kilómetros de Barcelona. En uno de sus viajes allá invitó a Fray Raimundo, que en ese tiempo ejercía funciones de capellán de la corte. Durante el trayecto, el monarca cuya moralidad dejaba mucho que desear– intentó forzar la conciencia del santo, exigiéndole hacer vistas gordas a su mal proceder.
El hombre de Dios resistió con vigor, llegando al punto de pedir permiso para abandonar la nave en alta mar y volver a Barcelona. El rey negó su autorización a tamaña “locura”, la que para el santo parecía cosa sencilla, dado que Jesús vino a sus discípulos “caminando sobre el mar” (Mt 14 25). Confiado en Dios, le dijo al monarca:
–Un rey de la tierra me cierra el paso, pero el Rey del Cielo ha de abrirme un camino mejor. O dicho de otro modo, ¡él mismo es mi camino!
Pero el rey amenazó al santo con la pena de muerte si trataba de huir; y al desembarcar en la isla, Fray Raimundo advirtió que una escolta armada se encargaba de custodiarlo para impedir su fuga.
Después de conquistar la confianza de los guardias con su acogedora bondad, les manifestó el deseo de rezar caminando por la playa. Consintieron. Al fin y al cabo, pensaban, ¿qué podría hacer aquel buen fraile desarmado para evadir la vigilancia? Tal razonamiento, muy válido para otros hombres, se mostró ilusorio contra el indomable santo.
Bajo la estupefacta mirada de los soldados, extendió su escapulario de lana sobre las aguas del mar, para luego “embarcarse” sobre él. A continuación se abrigó con una parte de su manto, e izó la otra punta con su bastón a la manera de una vela. El resto… sólo fue cosa de invocar el santo nombre de María, Señora de los vientos, de la que era un fiel devoto. Un soplo suave pero veloz impulsó el velero de Dios, y en menos de seis horas llegaba al puerto de Barcelona, venciendo milagrosamente los 360 km de distancia.
Era muy de madrugada cuando llegó a su convento. La gran puerta se abrió por sí sola, como brazos de madre recibiendo a un hijo largamente esperado. Se dirigió a su celda conventual, donde hasta las paredes parecían exultar de alegría. Al amanecer, con la modestia característica de los santos, fue a recibir la bendición del Superior y comunicarle que su misión en la corte real estaba cumplida. Sólo mucho tiempo después los hermanos tuvieron conocimiento del portentoso milagro, y por otros conductos.
¿Cómo reaccionó el rey?
Cayendo en sí ante tal manifestación de un poder incomparablemente mayor que el suyo, se hizo un fiel seguidor de las advertencias de Fray Raimundo, tanto en lo concerniente a la dirección de su conciencia como al gobierno del reino.
Cien años de vida inocente
Recluido en el convento de Barcelona, san Raimundo se preparó con cuidado para su último viaje, consagrándose día y noche a la oración y la penitencia con redoblado fervor.
Llegó por fin el añorado y temido día del encuentro con Dios, un 6 de enero de 1275, el mismo día en que cumplía 100 años de edad. Tras recibir los sacramentos de la Iglesia, su gran alma regresó a las manos del Creador tan inocente como las había dejado. Antes de su partida a la eternidad, los reyes de Castilla y Aragón lo visitaron con sus respectivas cortes, para recibir su bendición por última vez.
San Raimundo fue canonizado en 1601 por el Papa Clemente VIII. En su tumba se produjeron numerosos milagros, muchos de los cuales figuran en la bula de su canonización. Como el 6 de enero es el día dedicado a la fiesta de los Reyes Magos, la Iglesia celebra el día 7 la gloriosa entrada de su alma al Cielo.
San Raimundo y la Orden de los Mercedarios
San Raimundo de Peñafort también está en el origen de la Orden de Nuestra Señora de las Mercedes, cuyas Constituciones redactó. Su fundador, san Pedro Nolasco, trabó contacto a los 25 años con el santo catalán en Barcelona y enseguida se colocó bajo su dirección espiritual.
En aquel entonces, miles de cristianos eran tomados prisioneros por piratas moros en el Mediterráneo, y luego encerrados en sombrías mazmorras o vendidos como esclavos en las ciudades musulmanas.
El milagro de las cadenas de san Pedro, relatado en los Hechos de los Apóstoles, sirvió de inspiración para fundar una orden religiosa con el propósito de rescatar a esos infelices cautivos: “Pedro dormía entre dos soldados, atado con dos cadenas […]. De pronto, se presentó el ángel del Señor y el calabozo se llenó de luz; y golpeando a Pedro en el costado, lo despertó diciendo: «Levántate aprisa». Y cayeron las cadenas de sus manos […] Llegaron a la puerta de hierro que da a la ciudad, la cual se les abrió por sí misma” (Hch 12 6-10). En homenaje a este milagro la Iglesia estableció la fiesta de las Cadenas de san Pedro, conmemorada el 1º de agosto.
Justamente en esta fecha, el año 1218 la Virgen se apareció a san Pedro Nolasco y le dijo que era del agrado de Dios fundar una congregación con el título de Nuestra Señora de las Mercedes, para el rescate de los cristianos cautivos. Enseguida fue a comunicarle el hecho a san Raimundo, que declaró haber recibido la misma gracia de la Madre de Dios.
Poco después fueron ambos a deliberar con el rey Jaime sobre los medios para la fundación, y éste les informó que también se le había aparecido la Santísima Virgen, con una comunicación idéntica.
Así, gracias a la conjugación de factores sobrenaturales y apoyada en el prestigio de san Raimundo, la Orden de Nuestra Señora de las Mercedes se desarrolló rápidamente, atrayendo a sus filas a numerosos hidalgos de Francia, Alemania, Inglaterra y Hungría.
(Revista Heraldos del Evangelio,Enero/2005, n. 37, pag. 34 a 37)
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