Fue a través del trabajo evangelizador de San Francisco Javier que Japón tomó conocimiento del cristianismo, entre 1549 y 1551. La semilla fructificó y, apenas algunas décadas después, ya había por lo menos trecientos mil cristianos en el Imperio del sol
El día 6 de febrero la Iglesia conmemora al Mártir San Pablo Miki y sus compañeros muertos con él en defensa de la Fe en un momento en que la persecución religiosa en Japón era tremendamente violenta.
Violenta en todos los sentidos…
Las peores atrocidades materiales y psicológicas eran practicadas contra los perseguidos. Lo que los perseguidores deseaban era la apostasía de los cristianos y, por eso, las persecuciones eran también psicológicas y afectaban las almas de los católicos fieles. San Pablo y sus compañeros fueron víctimas de esa furia.
Hoy en día la persecución religiosa tiene otros requintes de maldad y perversión, con todo, el ejemplo de estos mártires japoneses continúa brillando, quinientos años después.
San Francisco Javier
Fue a través del trabajo evangelizador de San Francisco Javier que Japón tomó conocimiento del cristianismo, entre 1549 y 1551.
La semilla fructificó y, apenas algunas décadas después, ya había por lo menos trecientos mil cristianos en el Imperio del sol naciente.
Pero si la catequesis obtuvo éxito no fue solamente por el arduo, serio y respetuoso trabajo de los jesuitas en suelo japonés. Fue también gracias al coraje de los catequistas locales, como Pablo Miki y sus jóvenes compañeros.
Pablo Míki
Miki nació en 1564, era hijo de padres ricos y fue educado en el colegio jesuita en Anziquiama, Japón.
La convivencia del colegio luego despertó en Pablo el deseo de juntarse a la Compañía de Jesús y así lo hizo, tornándose un elocuente predicador. Él sin embargo, no pudo ser ordenado sacerdote en el tiempo correcto porque no había un obispo en la región de Fusai.
Pero eso no impidió que Pablo Miki continuase su predicación.
Posteriormente se tornó el primer sacerdote jesuita en su patria, conquistando innúmeras conversiones con humildad y paciencia.
Toyotomi Hideyoshi
Paciencia, esa que no era virtud del emperador Toyotomi Hideyoshi. Él era simpatizante del catolicismo pero, de una hora para otra, se tornó su feroz opositor. Por causa de la conquista de Corea, Japón rompió con España en particular y con el Occidente en general, motivando una persecución contra todos los cristianos. Inclusive persiguiendo algunos misioneros franciscanos españoles que habían llegado a Japón a través de las Filipinas y sido bien recibidos por el Emperador.
Los católicos fueron expulsados del país, pero muchos resistieron y se quedaron. Solo que la represión no demoró. Primero fueron presos seis franciscanos, luego Paulo Miki con otros dos jesuitas y diecisiete laicos terciarios.
Los veintiséis cristianos sufrieron terribles humillaciones y torturas públicas. Llevados en cortejo de Meaco a Nagasaki fueron blanco de violencia y burlas por las calles y estradas, mientras seguían al lugar donde sería ejecutada la pena de muerte por crucifixión.
Algunos de los compañeros de Pablo Miki eran muy jóvenes, adolescentes todavía, pero enfrentaron la pena de muerte con el mismo coraje del líder. Tomás Cozaki tenía, por ejemplo, catorce años; Antonio, trece años y Luis Ibaraki tenía solo once años de edad.
La elevación sobre la cual los veintiséis héroes de Jesucristo recibieron el martirio por la crucifixión en febrero de 1597 quedó conocida como Monte de los Mártires.
Los mártires jesuitas fueron: San Pablo Miki, San Juan Goto y Santiago Kisai, dos hermanos coadjutores jesuitas. Los franciscanos eran: San Felipe de Jesús, un mexicano que había ido a misionar al Asia. San Gonzalo García que era de la India, San Francisco Blanco, San Pedro Bautista, superior de los franciscanos en el Japón y San Francisco de San Miguel.
Entre los laicos estaban: un soldado: San Cayo Francisco; un médico: San Francisco de Miako; un Coreano: San Leon Karasuma, y tres muchachos de trece años que ayudaban a misa a los sacerdotes: los niños: San Luis Ibarqui, San Antonio Deyman, y San Totomaskasaky, cuyo padre fue también martirizado.
A los 26 católicos les cortaron la oreja izquierda, y así ensangrentados fueron llevados en pleno invierno a pie, de pueblo en pueblo, durante un mes, para escarmentar y atemorizar a todos los que quisieran hacerse cristianos.
Al llegar a Nagasaki les permitieron confesarse con los sacerdotes, y luego los crucificaron, atándolos a las cruces con cuerdas y cadenas en piernas y brazos y sujetándolos al madero con una argolla de hierro al cuello. Entre una cruz y otra había la distancia de un metro y medio.
Testigos de su martirio y de su muerte lo relatan de la siguiente manera: «Una vez crucificados, era admirable ver el fervor y la paciencia de todos. Los sacerdotes animaban a los demás a sufrir todo por amor a Jesucristo y la salvación de las almas. El Padre Pedro estaba inmóvil, con los ojos fijos en el cielo. El hermano Martín cantaba salmos, en acción de gracias a la bondad de Dios, y entre frase y frase iba repitiendo aquella oración del salmo 30: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». El hermano Gonzalo rezaba fervorosamente el Padre Nuestro y el Avemaría».
Al Padre Pablo Miki le parecía que aquella cruz era el púlpito o sitio para predicar más honroso que le habían conseguido, y empezó a decir a todos los presentes (cristianos y curiosos) que él era japonés, que pertenecía a la compañía de Jesús, o sociedad de los Padres jesuitas, que moría por haber predicado el evangelio y que le daba gracias a Dios por haberle concedido el honor tan enorme de poder morir por propagar la verdadera religión de Dios. A continuación añadió las siguientes palabras:
«Llegado a este momento final de mi existencia en la tierra, seguramente que ninguno de ustedes va a creer que me voy a atrever a decir lo que no es cierto. Les declaro pues, que el mejor camino para conseguir la salvación es pertenecer a la religión cristiana, ser católico. Y como mi Señor Jesucristo me enseñó con sus palabras y sus buenos ejemplos a perdonar a los que nos han ofendido, yo declaro que perdono al jefe de la nación que dio la orden de crucificarnos, y a todos los que han contribuido a nuestro martirio, y les recomiendo que ojalá se hagan instruir en nuestra santa religión y se hagan bautizar».
Luego, vueltos los ojos hacia sus compañeros, empezó a darles ánimos en aquella lucha decisiva; en el rostro de todos se veía una alegría muy grande, especialmente en el del niño Luis; éste, al gritarle otro cristiano que pronto estaría en el Paraíso, atrajo hacia sí las miradas de todos por el gesto lleno de gozo que hizo. El niño Antonio, que estaba al lado de Luis, con los ojos fijos en el cielo, después de haber invocado los santísimos nombres de Jesús, José y María, se pudo a cantar los salmos que había aprendido en la clase de catecismo. A otros se les oía decir continuamente: «Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía». Varios de los crucificados aconsejaban a las gentes allí presentes que permanecieran fieles a nuestra santa religión por siempre.
Luego los verdugos sacaron sus lanzas y asestaron a cada uno de los crucificados dos lanzazos, con lo que en unos momentos pusieron fin a sus vidas.
El pueblo cristiano horrorizado gritaba: ¡Jesús, José y María!
Pablo Miki y sus compañeros fueron canonizados por el Papa Pío IX, en 1862.
Cómo reconocer la Iglesia verdadera
Los creyentes se dispersaron para escapar de las masacres y un buen número de ellos se estableció a lo largo del río Urakami, en las proximidades de Nagasaki. Allá ellos continuaron viviendo su fe, a pesar de la ausencia de padres.
A partir del momento en que Japón se abrió nuevamente a los europeos, los misioneros volvieron y las iglesias volvieron a ser construidas, inclusive en Nagasaki, a pocos kilómetros de la comunidad cristiana clandestina.
Ella había perdido todo contacto con la Iglesia Católica, pero guardaba preciosamente tres criterios de reconocimiento recibidos de los ancestrales:
«Cuando la Iglesia vuelva a Japón, ustedes la reconocerán por tres señales: los padres no son casados, habrá una imagen de María y esta Iglesia obedecerá al papa-sama, esto es, al Obispo de Roma».
Y fue así que ocurrió dos siglos y medio después, cuando los cristianos del Imperio del sol naciente pudieron reencontrarse con su Santa Madre, la Iglesia. (JSG)
(De la Redacción de Gaudium Press, con informaciones de la Arquidiócesis de San Pablo)
Fuente: https://es.arautos.org/view/show/101157-san-pablo-miki-y-compa-eros-cuando-ser-catolico-en-japon-era-cercania-con-la-muerte
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