«Rezad, rezad mucho y haced sacrificios por los pecadores, pues muchas almas van al infierno porque no hay quien se sacrifique y pida por ellas», les pidió la Virgen de Fátima a Francisco, Jacinta y Lucía.

Nuestra Señora se les apareció entre el 13 de mayo y el 13 de octubre de 1917. El lugar elegido por la Santísima Virgen para hacerse presente ante ellos fue Cova da Iría. 

Fueron objeto de malas interpretaciones y calumnias, perseguidos y encarcelados. Pero todo lo soportaron con paciencia y humildad dando pruebas de heroica fortaleza, pese a su corta edad. En particular Francisco actuó con hombría cuando fueron amenazados de muerte, a menos que declararan falsas las apariciones. Él infundió valor a Jacinta y a Lucía. Los tres se mantuvieron firmes: «Si nos matan no importa; vamos al cielo». De forma específica se hizo patente su espíritu martirial cuando le engañaron llevándose a su hermana, a la que supuestamente iban a sacrificar: «No se preocupen, no les diré nada; prefiero morir antes que eso». También fue palpable su inocencia evangélica y candor en el transcurso de su enfermedad. Siempre deseó consolar a Dios y a la Virgen en los que le pareció entrever su tristeza: «¿Nuestro Señor aún estará triste? Tengo tanta pena de que Él este así. Le ofrezco cuanto sacrificio yo puedo», confió a su prima. El Padre se llevó tempranamente junto a Él a este pequeño santo el 4 de abril de 1919.

Su hermana Jacinta, impresionada también por la pavorosa visión del infierno, oraba por la conversión de los pecadores: «¡Qué pena tengo de los pecadores! ¡Si yo pudiera mostrarles el infierno!». Ella, como su hermano y su prima, no ahorró mortificaciones ni sacrificios. Las apariciones pusieron al descubierto su espíritu misionero. Así como Francisco experimentaba inclinación a consolar a Dios y a María, Jacinta quería convertir a las almas rescatándolas del infierno. El amor a Dios la devoraba: «¡Cuánto amo a nuestro Señor! A veces siento que tengo fuego en el corazón pero que no me quema». Obtuvo la gracia de ver los sufrimientos del Santo Padre, que narró a su hermano y a su prima. Entonces unieron sus oraciones y elevaron insistentes plegarias por él, a la par que ofrecían sacrificios.

Los dos hermanos fueron testigos de hechos prodigiosos realizados por mediación de la Santísima Virgen María, que se hizo eco de sus súplicas.  Jacinta fue bendecida con apariciones de la Virgen de la que no fueron testigos ni Francisco ni Lucía. Ésta admiraba a su prima; la vio madurar después de haberse comprometido con la Santísima Virgen María a ofrecer su vida y aficiones. 

Cuando al paso de los años Lucía hizo memoria de su acontecer, manifestó: «Jacinta fue, según me parece, aquella a quien la Santísima Virgen comunicó mayor abundancia de gracia, conocimiento de Dios y de la virtud. Tenía un porte siempre serio, modesto y amable, que parecería traslucir en todos sus actos una presencia de Dios propia de personas avanzadas ya en edad y de gran virtud. Ella era una niña solo en años […]. Es admirable cómo captó el espíritu de oración y sacrificio que la Virgen nos recomendó. Conservo de ella una gran estima de santidad». Otra de las características de Jacinta fue su devoción por el Sagrado Corazón de Jesús, unida a la que sentía por la Santísima Virgen María, y una especial dilección por el Santo Padre al que tenía presente en su ofrenda personal y en las oraciones compartidas con su hermano y con su prima.

La Virgen había advertido a Francisco y a Jacinta que sus vidas serían breves. Ésta padeció mucho antes de morir por una llaga abierta en el pecho, producto de la pleuresía que se infectó por falta de higiene: «Sufro mucho; pero ofrezco todo por la conversión de los pecadores y para desagraviar al Corazón Inmaculado de María», confió a su prima Lucía. En una aparición, la Santísima Virgen María le aseguró que vendría a buscarla. Voló a los brazos del Padre en un centro hospitalario de Lisboa, donde la llevaron casi in extremis esperando que se recuperara.

Antes de ser llevada al hospital de Lisboa le dijo a Lucía: “Ya falta poco para irme al cielo… Di a toda la gente que Dios nos concede las gracias por medio del Inmaculado Corazón de María. Que las pidan a Ella, que el Corazón de Jesús quiere que a su lado se venere el Inmaculado Corazón de María, que pidan la paz al Inmaculado Corazón, que Dios la confió a Ella”.

Operaron a Jacinta, le quitaron dos costillas del lado izquierdo y quedó una llaga ancha como de una mano. Los dolores eran espantosos, pero ella invocaba a la Virgen y ofrecía sus dolores por la conversión de los pecadores.  Murio el 20 de febrero de 1920, a los 10 años de edad. Ambos hermanos fueron trasladados al santuario de Fátima. Al abrir el sepulcro de Francisco vieron que el rosario que colocaron sobre su pecho aparecía enredado en sus dedos. En cuanto a Jacinta, al trasladarla al santuario, 15 años después de su muerte, constataron que su cuerpo estaba incorrupto. El 18 de abril de 1989 Juan Pablo II declaró venerables a los dos hermanos. El 13 de mayo de 2000, en el transcurso de su visita a Fátima, los beatificó en presencia de Lucía, la tercera vidente. El 13 de mayo de 2017 el papa Francisco los canonizó.

Las primeras memorias de la Hermana Lucía fueron escritas en 1935 a propósito de la exhumación del cuerpo incorrupto de Jacinta. Se trataba de recordar la vida y personalidad de su primita muerta en 1920 sin haber alcanzado a cumplir todavía los 10 años de edad. Lucía ya era religiosa Dorotea y recibió una foto de la niña intacta que la impresionó mucho. Además recibió el mandato del Obispo para que escribiera algo sobre la pastorcita (1).
 
Como se sabe, la menor de los tres pastorcitos que vieron en 1917 a Nuestra Señora seis veces en ‘Cova de Iria’ murió en la epidemia de gripa española que asoló a Europa en esos años, ardiendo en fiebre solita en un hospital de Lisboa lejos de su familia un 20 de febrero a la 10 de la noche. Fue enterrada en un cementerio de esa ciudad. Francisco su hermano había muerto en 1919 de la misma peste antes de cumplir los 11 años pero en la casa de su padres en Aljustrel. Los dos ya habían sido advertidos por la Virgen y esperaban su pronta ida al Cielo con la mayor naturalidad pues María se lo había prometido.
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Cuarto donde murió Jacinta, en Lisboa

Sin embargo el paso a la Eternidad fue doloroso para ellos y desconcertante para muchos que fueron testigos de las apariciones y virtud de los niños. Jacinta fue la que más sufrió no solamente durante la enfermedad sino también después de las apariciones antes de caer en cama. Muy niñita, al fin y al cabo, ella -según relata la hermana Lucía- quedó impresionada con la visón del infierno. Haber visto ese 13 de julio aquella escena dantesca y terrible de almas sofocadas gimiendo y gritando desesperadas en un mar de llamas entre demonios de formas monstruosas, no pudo haber sido nada agradable para una inocente criaturita campesina de siete años de edad, cuya vida transcurría apacible y bucólica sin preocupaciones y en santa paz, pastoreando ovejitas y jugando con su hermanito, su prima y sus amigos del vecindario bajo la protección amorosa de su padres y familiares.
 
Una niñita de esa edad, de esa época y de ese lugar no era como las de hoy que a diario asisten a actos de violencia, odio, vulgaridad, tragedias y otras barbaridades aún bajo la forma de simples dibujos animados. Jacinta no dejó de recordar un solo día aquella escena y preguntaba a su prima por qué la Virgen no mostraba eso mismo a los pecadores a ver si se convertían (2).

Puede sonar raro que la Santa Madre de Dios y de los hombres, tierna y dulce, tan dispuesta a perdonar y comprendernos, dejó correr entre los niños pastorcitos un verdadero viacrucis que incluyó reproches y palizas maternas para la buena Lucía, y el arbitrario como cruel encarcelamiento con amenazas de muerte de parte de la autoridad del lugarejo. La Virgen les había preguntado que si querían ofrecer a Dios sufrimientos en reparación de los pecados con que era ofendido y como súplica para la conversión de los pecadores. Los niños respondieron al unísono y en el acto que sí querían. La Virgen les respondió que entonces la gracia de Dios sería la fortaleza de ellos. A partir de ese momento ellos mismos comenzaron a hacer sacrificios, mortificaciones y renuncias cotidianamente sin esperar recompensa y santamente obstinados en desagraviar a Dios. Pero la pena y el dolor de alma de Jacinta eran mucho más profundos, como fuera precisamente ella la que tuvo que ser operada sin anestesia abriéndosele una herida en el costado quizá tanto menos dolorosa que la que ya llevaba en el alma, pero que la hizo padecer mucho por los pecadores. Una pastorcita inocente que muere aceptando con seriedad su enfermedad con la esperanza de lograr convertir pecadores, no deja de ser una lección para quienes llevamos una vida de piedad frecuentemente sin grandes aflicciones y pesadumbres espirituales, convencidos de «estar dándole a Dios una gran limosna» (3).

Por Antonio Borda 

(1) P. Luis Kondor, SVD. Secretariado dos Pastorinhos, 10ª. Edición, septiembre 2008.
(2) «Jacinta e Francisco, Prediletos de María» Joao Clá Dias, Takano Editora, Sao Paulo, 2000, pag.57.
(3)Plinio Correa de Oliveira, VIACRUCIS, IX Estación,Catolicismo, Marzo 1951.


Fuente: Gaudium Press

 

 

 

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