El Papa, sol de la Iglesia
La proclamación del dogma de la infalibilidad pontificia fue la confirmación definitiva de una verdad que por la Iglesia reconoció desde el pontificado del primer Papa, san Pedro.
Autor: Clara Isabel Morazzani
En cierta ocasión, vi en el jardín de un palacio un reloj de sol. Me pareció muy curioso. Me aproximé para analizarlo y comprobé que marcaba la hora correcta: nueve y media. Entre los variados y utilísimos beneficios que nos proporciona la luz del astro rey, hay uno al que muchos no le dan la debida importancia, y sin embargo es indispensable: señalar con exactitud la hora exacta para toda la humanidad.
Hubo un tiempo en que los hombres se orientaban durante el día con el sol y a la noche con las estrellas. De otro modo, ¿cómo podrían saber si eran las nueve de la mañana o las tres de la tarde? Cabe imaginar las diferencias de opinión que resultarían de ello, porque cada cual querría adaptar el horario a su propia conveniencia…
Así, para presidir el tiempo, Dios creó el curso solar, que sigue con puntualidad inmutable las leyes establecidas por el Supremo Artífice.
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El amor de los cristianos al Papa es más fuerte que todos los cismas: el beso de los fieles ha gastado el duro bronce del pie de la imagen de san Pedro |
(San Pedro revestido con los paramentos pontificales. Basílica Vaticana) |
El sol, símbolo de la Virgen María
Este pensamiento nos lleva a consideraciones más elevadas: el Creador ordenó el universo de forma jerarquizada, de tal modo que los seres inferiores simbolicen a los superiores y hagan más fácil a las criaturas racionales –ángeles y hombres– subir hasta Él.
Por eso la Iglesia canta a la Santísima Virgen, entre las alabanzas que le dirige el Pequeño Oficio de la Inmaculada Concepción, “y la representó maravillosamente en todas sus obras”. El sol es nombrado innumerables veces en el Oficio de la Bienaventurada Virgen María como imagen del nacimiento del Salvador o de la belleza mariana: “Como el sol nacerá el Salvador del mundo, y descenderá al seno de la Virgen como la lluvia sobre la pradera”, “Oh Virgen prudentísima, ¿adónde vas, brillante como la aurora? Eres suave y hermosa, Hija de Sión, bella como la luna, escogida como el sol”, “Tu maternidad, oh Virgen Madre de Dios, anunció la alegría del universo entero: de Ti nació el Sol de Justicia, Cristo nuestro Dios”, “Tus vestiduras son blancas como la nieve, y tu semblante resplandece como el sol.”
El Papa, fundamento de unidad
Pero en cuanto regulador del tiempo, el sol simboliza el precioso legado de Jesucristo antes de subir al Cielo, la realización de la promesa hecha a los Apóstoles –“Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20)–, que forma de la Iglesia un solo rebaño reunido junto a un solo pastor: la autoridad suprema del Papa infalible.
En efecto, ¿qué sería de la Esposa Mística de Cristo si no estuviera estructurada en torno a un único detentador de la verdad que, cuando se pronuncia ex cathedra sobre asuntos de fe y moral, hace oír una palabra absolutamente inerrante? Hace mucho que se habría desmoronado como una casa construida sobre la arena, carcomida por las disensiones y herejías, privada de sus propios fundamentos.
Si la Iglesia atraviesa triunfal e imbatible el curso de los siglos, lo hace porque se encuentra establecida sobre el Apóstol Pedro como un edificio sobre sus cimientos. ¡Ay del que no se quiera sujetar a su autoridad! Se lo podría comparar a un pobre loco que, viendo brillar el sol a mediodía, insistiera en que es medianoche. El fulgor del sol no sufriría la mínima disminución…
Cristo instituyó la Iglesia como sociedad visible
Al dejar este mundo y subir al Cielo, el Señor finalizó de forma gloriosa su permanencia física entre los hombres para sentarse a la derecha del Padre en la eternidad. En adelante haría sentir su presencia con el poder sobrenatural e invisible de la gracia. Pero, así como el hombre es un compuesto de cuerpo y alma donde el espíritu y la materia se armonizan y complementan, era necesario que la Iglesia de Cristo no viviera solamente del soplo del Espíritu Santo, sino que estuviera sólidamente establecida como sociedad visible y jurídica en la persona de los Apóstoles y de sus sucesores.
Para el ejercicio de una misión tan alta, el Redentor preparó a sus discípulos con divina pedagogía a lo largo de tres años de vida común, haciéndolos progresar en conocimiento y amor a las verdades eternas, y desprendiéndolos de las influencias mundanas. El punto culminante de esa ruptura con el mundo parece haberse dado cuando Jesús, después de preguntarles la opinión de los judíos a su respecto, inquirió: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” (Mt 16, 15).
Ciertamente se creó un suspenso y todos se miraron vacilantes. Entonces el fogoso Simón, cediendo a la inspiración de la gracia en el fondo de su alma, se arrojó a los pies del Maestro para exclamar: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16).
Pedro es el cimiento de la Iglesia
El Verbo de Dios conocía esta escena desde toda la eternidad. Como Hombre, sin embargo, se consumía en deseos de verla con sus ojos carnales, y se puede decir que desde el primer instante de su concepción, su Sagrado Corazón latió con el santo apuro de escuchar las palabras que determinarían el nacimiento de la institución más hermosa de la Historia. Posiblemente haya experimentado una divina emoción cuando respondió al Apóstol: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16, 17-19).
El Salvador, con esta solemne promesa, acababa de anunciar el fundamento de su Iglesia: la persona de Pedro, al que revestiría del mismo poder con que el Padre lo había enviado. “Fue a Pedro a quien habló el Señor: a uno solo, a fin de fundar la unidad en uno solo” 1.
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En el retablo sobre el altar se conserva la silla que usaba en vida el propio san Pedro al ejercer su ministerio |
(Altar de la Cátedra de San Pedro. Basílica Vaticana) |
El Primado de Pedro: de Jerusalén a Roma
Tras la Ascensión del Señor y la venida del Espíritu Santo, los Apóstoles iniciaron su predicación en la ciudad de Jerusalén. La autoridad de Pedro sobre ellos fue reconocida desde el comienzo, y el Cenáculo pasó a ser la cuna de la Iglesia. Los primeros años del ministerio de Pedro fueron particularmente arduos: los Hechos de los Apóstoles, como en un vibrante libro de aventuras, relatan los éxitos y reveses apostólicos que atravesaron el primer Papa y la naciente comunidad cristiana. Dejando la sede episcopal de Jerusalén al cuidado de Santiago el Menor, Pedro se trasladó a Antioquía, y luego, guiado por los designios divinos, se instaló definitivamente en Roma.
La Providencia, que todo lo dispone con sabiduría, preparaba sus caminos y utilizaría los restos del imperio decadente como una plataforma para edificar en ella la civilización cristiana.
La fiesta de la Cátedra
Entre las conmemoraciones supersticiosas de los romanos de entonces, había una que se realizaba el 22 de febrero. Ese día, cada familia se reunía alrededor de la tumba familiar, sobre la cual colocaban una silla, o cathedra, donde suponían que se sentaría el difunto. Los familiares festejaban comiendo y bebiendo, mientras evocaban la memoria de los muertos pertenecientes a su clan. Esta costumbre pagana sería el origen de la fiesta de la Cátedra de Pedro, que la Liturgia celebra todos los años ese mismo 22 de febrero. La Iglesia, como madre sabia y prudente, supo asimilar todo lo bueno que había en el pasado, formando una tradición rica en belleza y simbolismo, para su mayor esplendor.
Cátedra: significado
El Papa Benedicto XVI, en la Audiencia General concedida en el año 2006 precisamente en esa fecha, explicó el sentido profundo de la conmemoración con estas palabras:
“La ‘cátedra’, literalmente, es la sede fija del obispo, puesta en la iglesia madre de una diócesis, que por eso se llama ‘catedral’, y es el símbolo de la autoridad del obispo, y en particular de su ‘magisterio’, es decir, de la enseñanza evangélica que, en cuanto sucesor de los Apóstoles, está llamado a conservar y transmitir a la comunidad cristiana. […]
“Así, la sede de Roma, después de estas emigraciones de san Pedro, fue reconocida como la del sucesor de Pedro, y la ‘cátedra’ de su obispo representó la del Apóstol encargado por Cristo de apacentar a todo su rebaño. […] Por tanto, la cátedra del Obispo de Roma representa no sólo su servicio a la comunidad romana, sino también su misión de guía de todo el pueblo de Dios.
Celebrar la ‘Cátedra’ de san Pedro, como hacemos nosotros, significa, por consiguiente, atribuirle un fuerte significado espiritual y reconocer que es un signo privilegiado del amor de Dios, Pastor bueno y eterno, que quiere congregar a toda su Iglesia y guiarla por el camino de la salvación.”
El don de la infalibilidad pontificia
¿Cuál es este “signo privilegiado del amor de Dios”, garantizado a la Iglesia de Roma y hacia el que los cristianos dirigen su mirada con clamores de veneración y ternura? ¿No es acaso el primado concedido por Jesús a Pedro, cuando antes de sufrir su Pasión le dijo: “Confirma a tus hermanos”? La infalibilidad pontificia representa para los católicos la brújula que apunta el rumbo seguro, la estrella que aparta las tinieblas del error, el sol que indica la hora con exactitud y puntualidad.
En la persona del Papa –únicamente en ella– reside el derecho de enseñar la verdad a los fieles, de la misma manera y con la misma seguridad con que Cristo instruyó a los Apóstoles. A tal grado llega la infalibilidad de su decisión en cuestiones de fe y moral, que si toda la jerarquía eclesiástica, todos los teólogos y todos los sabios del mundo discrepasen con ella, la única opinión válida sería la pronunciada ex cathedra por el Vicario de Cristo.
Entusiasmo de san Bernardo por el Papado
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En una época de positivismo, la Iglesia proclamó la supremacía de la fe, definiendo el dogma de la infalibilidad pontificia |
(Al lado: Busto de Pío IX, Museo Lateranense) |
El gran san Bernardo expresó con inigualable elocuencia su adhesión a la Cátedra, en palabras dirigidas al Papa Eugenio, quien fuera antes discípulo suyo:
“¿Quién sois vos? Sois el gran sacerdote, el Sumo Pontífice; sois el príncipe de los obispos, el heredero de los apóstoles. Sois el hombre a quien se entregaron las llaves y se confiaron las ovejas. Cierto, otros hay que pueden abrir las puertas de los cielos y apacentar la grey; pero entre ellos sois vos tanto más glorioso, cuanto que vuestro poder lo habéis recibido de un modo enteramente distinto. Ellos no tienen más grey que la que se les señala; cada cual tiene y cuida la suya; pero a vos se han confiado todas juntas. Y no sólo cuidáis de las ovejas, sino de todos sus pastores, siendo vos el solo y único mayoral” 2.
Y dando cauce a su entusiasmo, prosigue:
“Considerad, por fin, que habéis de ser dechado de justicia, espejo de santidad y ejemplar de piedad; depositario de la verdad, defensor de la fe, doctor de los pueblos, guía de los cristianos, amigo del Esposo y padrino de la Esposa; norma del clero, pastor de las naciones, maestro de los ignorantes, refugio de los oprimidos, abogado de los miserables, esperanza de los desvalidos, tutor de los huérfanos, defensor de las viudas, sostén de los ancianos, ojos de los ciegos y lengua de los mudos; vengador de las injurias, terror de los malvados, gloria de los buenos, vara para los poderosos, yunque para los tiranos, padres de los reyes, legislador de los cánones, sal de la tierra, luz del mundo, sacerdote del Altísimo, Vicario de Cristo, Ungido del Señor” 3.
En la Carta Encíclica Satis Cognitum, el Papa León XIII deja bien clara la misión primordial del Príncipe de los Apóstoles: “El papel de Pedro es, pues, el de soportar a la Iglesia y mantener en ella la conexión y la solidez de una cohesión indisoluble”.
Definición del Concilio Vaticano II
La Constitución Dogmática Lumen Gentium, del Concilio Vaticano II, aclara muy bien esta doctrina:
“Esta infalibilidad compete al Romano Pontífice, Cabeza del Colegio Episcopal, en razón de su oficio, cuando proclama como definitiva la doctrina de fe o de costumbres en su calidad de supremo pastor y maestro de todos los fieles a quienes ha de confirmar en la fe (cf. Lc. 22, 32). Por lo cual, con razón se dice que sus definiciones son irreformables por sí, y no por el consentimiento de la Iglesia, puesto que han sido proclamadas bajo la asistencia del Espíritu Santo prometida a él en San Pedro, y así no necesitan de ninguna aprobación de otros ni admiten tampoco la apelación a ningún otro tribunal. Porque en esos casos el Romano Pontífice no da una sentencia como persona privada, sino que en calidad de maestro supremo de la Iglesia universal, en quien singularmente reside el carisma de la infalibilidad de la Iglesia misma” (n.25).
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Inauguración del Concilio Vaticano I |
Una controversia de diecinueve siglos
El asunto de la infalibilidad siempre dividió las aguas en el interior de la Iglesia. Por no querer someterse al Obispo de Roma, la Iglesia Oriental se separó de la unidad católica y cayó en el cisma; Lutero se levantó en contra de la autoridad del Sumo Pontífice, proclamando el libre examen; y por desobedecer al Papa, el rey Enrique VIII condujo a Inglaterra al abandono de la verdadera religión.
Desde los primeros siglos, los Santos Padres pregonaban la primacía de Roma sobre todas las iglesias, como leemos en los escritos de san Jerónimo, san Agustín, san Cipriano, san Ireneo y otros tantos. No obstante, y pese a la creencia casi generalizada de los católicos en este punto, la infalibilidad pontificia no había sido elevada todavía a la categoría de dogma.
Habían pasado diecinueve siglos de la Era Cristiana, y la problemática se volvió más candente aún que en otras épocas. En Italia, la autoridad del Papa era contestada y la famosa idea del rissorgimento se apoderaba de la sociedad. En Francia, católicos liberales y ultramontanos –estos últimos encabezados por Louis Veuillot– trababan férreas polémicas sobre el tema. El momento histórico parecía el menos indicado para resolver este asunto que convulsionaba a Europa y mantenía la efervescencia de los ánimos.
Proclamación del dogma de la infalibilidad
Sin embargo, bajo el solio de Pedro se sentaba un varón digno del cargo, con un carácter cuya firmeza no flaqueaba ante nada. Pío IX no era de los que, sintiéndose atacados, prefieren encogerse hasta que pase la tormenta. Al contrario, opinaba que el único modo de ganar la batalla consistía en el uso pleno de su autoridad y en tomar una decisión capaz de sorprender y callar a los adversarios. Así, aunque sabía en su interior qué camino seguir, convocó un Concilio para debatir la cuestión.
Finalmente, la mañana del 18 de julio de 1870, tras una solemne celebración de la Eucaristía, se abrió la sesión en que fue proclamado el dogma. Pío IX quiso que fuera pública. Cuando comenzó la lectura del texto de la Constitución dogmática De Ecclesia Christi, un relámpago iluminó toda la asamblea y una terrible tempestad estalló súbitamente, estremeciendo la bóveda de la Basílica de San Pedro. Durante toda la lectura se podía oír el sonido del trueno, como enfatizando la grandeza del acto.
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“Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18): la devoción al Papa es señal inconfundible del católico fervoroso
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(Celebración presidida por Benedicto XVI en la Plaza de San Pedro) |
Se procedió entonces a la votación de los Padres Conciliares. Tan sólo dos votos fueron non placet contra 538 placet, pues casi todos los miembros de la minoría “anti-infalibilista” habían abandonado Roma la noche anterior. El Santo Padre se levantó y proclamó el dogma. La multitud irrumpió en una explosión de gritos y alegría, imponiéndose por momentos al rugido de la tormenta. Cuando Pío IX, con su melodiosa voz, entonó el Te Deum, el viento se calmó de repente, dejó de llover y un rayo de sol iluminó su semblante noble y sereno.
El Concilio Vaticano I determinó la victoria definitiva de la tesis de la infalibilidad, otorgando mayor cohesión y solidez a la Iglesia. En lo sucesivo no se podría contradecir su Magisterio sin incurrir en grave delito ante Dios y excluirse inmediatamente de la comunión con Cristo.
Amor y temor
Al terminar estas consideraciones, experimentamos en nuestra alma sentimientos opuestos y a la vez armoniosos: temor y amor. Temor reverente, al darnos cuenta de nuestra pequeñez comparados a la grandeza de la Institución a que pertenecemos; amor, al percibir el profundo y atrayente misterio de la bondad de Dios que ella contiene. A este amor se suma una extremada alegría por haber sido llamados a la altísima vocación de ser verdaderos discípulos de Nuestro Señor Jesucristo, hijos de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, la Maestra y Señora indeciblemente amada que nos une a María y, por María, a Jesús.
1) San Paciano, obispo de Barcelona, 3ª carta a Sempronio, n. 11. 2) Obras completas de S. Bernardo, p. 1488, BAC, 1947. 3) Id. p. 1494.
(Revista Heraldos del Evangelio , Febrero/2007, n. 43, p. 18 – 23)
El paternal estímulo de Mons. Lucio Renna
En la solemne misa conmemorativa de la confirmación de la aprobación pontificia de los Heraldos del Evangelio, celebrada en la histórica iglesia de San Benedetto in Piscinula, el obispo de Avezzano incentivó a los Heraldos a anunciar el Evangelio en todas las partes del mundo, “sobre todo con el testimonio de sus vidas” .
Es realmente emocionante celebrar en esta iglesia tan amada por el pueblo cristiano, que rebosa historia de santidad, de espiritualidad, de oración, de liturgia. Aquí sentimos la presencia de San Benito.
Pero la emoción se vuelve aún mayor porque –junto a los miembros de la Sociedad Virgo Flos Carmeli y las jóvenes de la Asociación Regina Virginum, de los Heraldos del Evangelio, con la presencia del Padre General, P. João Clá– celebramos los cinco años de la aprobación pontificia y su confirmación en el día de hoy. Y también con la presencia, verdaderamente conmovedora para mí, de algunos sacerdotes ordenados por mí, entre los cuales nuestro Padre General, junto con todos vosotros, Heraldos del Evangelio.
Estrecho lazo entre la Cátedra de Pedro y los Heraldos del Evangelio
Esta conmemoración se produce en una fecha muy importante: la fiesta litúrgica de la Cátedra de Pedro. Veo un lazo muy estrecho entre la Cátedra de Pedro y los Heraldos del Evangelio, y las asociaciones de derecho diocesano, por ahora reconocidas por el obispo de Avezzano.
Hoy también el Santo Padre, desde esa Cátedra cuya voz llega a todas partes de la tierra, anuncia esa verdad, anuncia a Cristo, habla como padre, como pastor, como maestro, como guía de la humanidad entera.
Es exactamente bajo esta luz que veo el papel de los Heraldos del Evangelio; los veo precisamente como colaboradores del Santo Padre, de los obispos, de los sacerdotes, en el anuncio de esa verdad. Y de hecho me entusiasma ver el Evangelio anunciado por jóvenes, por personas laicas que recorren el mundo para proclamar que Jesús es el Señor. Son heraldos del Evangelio, heraldos de Cristo. Heraldos del Evangelio, por lo tanto, en este camino que es Jesús, sobre el cual se pone el Santo Padre con los Heraldos del Evangelio en la tarea de colaborar para anunciar el Evangelio del Señor en todas las partes de la tierra .
Es verdaderamente providencial que el quinto aniversario de la aprobación, hoy confirmada por la Santa Sede, haya caído en esta fecha que, recordándonos la figura de Pedro, nos lleva a entender la gran responsabilidad que tenemos, que los Heraldos tienen, de anunciar el Evangelio, el que libremente se propusieron anunciar.
“Los Heraldos del Evangelio gestaron sacerdotes”
Anunciarlo por medio de una vida de comunidad, pero también a través de diversas formas de apostolado en las cuales los Heraldos están empeñados.
Pero lo que llena especialmente el corazón de emoción, de gratitud para con el Señor, es que en estos cinco años sucedieron algunas cosas. El sacerdote es el padre que engendra para la vida según Cristo Jesús, pero, en vez de eso, sucedió que los Heraldos del Evangelio gestaron sacerdotes. En lo que vemos hay verdaderamente un motivo para darle hoy las gracias al Señor, que iluminó al Santo Padre, iluminó a estos cófrades nuestros en las Congregaciones romanas, para propiciar la ordenación de este primer grupo de sacerdotes .
«¿A quién debemos dar gracias?”
¿A quién debemos dar gracias? De modo absoluto al Señor, porque el Espíritu Santo esparce carismas en la Iglesia, y en esta época de somnolencia espiritual hace surgir estos grupos, estos movimientos, estas comunidades que son señales de un renovado fervor. Debemos dar gracias también al Santo Padre, el cual, guiado por el Espíritu de Dios, dijo: “Bien, les doy la aprobación pontificia”. Y debemos dar gracias además a todas las personas que nos ayudan a entender, a discernir cuál es la voluntad de Dios.
En este agradecimiento recordemos a todas las personas que ayudaron: la figura tan paterna de Mons. Angelo di Pasquale, a todos los que dieron apoyo en las congregaciones romanas, representados aquí por Mons. Guimarães; a todos los que colaboraron de varias maneras en la formación espiritual, representados aquí por nuestro queridísimo padre Romolo; a los Heraldos, laicos y sacerdotes, hombres y mujeres, de modo especial a los que con su asistencia litúrgica dieron a nuestras celebraciones un significado de fraternidad unida en nombre del Señor.
Gracias, pues, Señor, por el don concedido a la Iglesia y al mundo con los Heraldos, para que sean siempre verdaderos heraldos, siempre capaces de anunciar el Evangelio, más con obras que con palabras, pero sobre todo con el testimonio de la vida.
Os auguramos, Heraldos, otros cinco años de historia, multiplicados por cinco, para el bien del pueblo de Dios. Estamos seguros que ciertamente siempre seguiréis todo cuanto anuncie al mundo el Santo Padre, desde la Cátedra de Pedro; que mantendréis ese lazo tan estrecho con el Papa, con la Iglesia y con las personas que os quieren bien. Seguramente vosotros seréis, como ya lo sois, espléndidos Heraldos del Evangelio.
Este es mi augurio y el agradecimiento que hago al Señor en nombre de todos.
Confirmada la aprobación pontificia
El día 22 de febrero, Fiesta de la Cátedra de Pedro, el presidente del Pontificio Consejo para los Laicos, Mons. Stanyslaw Rylko, recibió en el Vaticano a Monseñor João Clá Dias, a fin de entregarle el decreto confirmando el reconocimiento pontificio a los Heraldos del Evangelio y la aprobación definitiva a sus estatutos..
Confirmación y nuevo incentivo
Mons. Rylko explicó con claridad el significado más profundo de este decreto: “Cinco años después del reconocimiento pontificio de esta Asociación, la Santa Sede desea aprobar de modo definitivo los estatutos de los Heraldos del Evangelio. No se trata de una mera formalidad jurídica, sino de una confirmación al camino recorrido en estos años, y de un nuevo incentivo a seguir adelante, con dedicación y empeño apostólico aun mayores. Considero muy importante este nuevo incentivo, ya que es una ocasión para analizar todo lo realizado, agradecer al Señor y renovar nuestros buenos propósitos para continuar la evangelización”.
Heraldos sacerdotes, signo inequívoco de progreso
Mons. Rylko quiso resaltar asimismo las nuevas realidades dentro de la Asociación: “Recibimos con gran alegría las noticias referentes a las primeras ordenaciones sacerdotales de los Heraldos del Evangelio. Para nuestro Dicasterio, esto fue un signo inequívoco de la elevada temperatura de la vida interior y de desarrollo del carisma de la Asociación. Tenemos un gran empeño en que esta realidad encuentre su figura jurídica ideal”.
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El acto contó con la presencia del Capo Ufficio (Jefe de Gabinete) del Pontificio Consejo para los Laicos, Mons. Miguel Delgado, y del primer Asistente Espiritual de los Heraldos, Padre Giovanni d’Ercole..
En esa misma ocasión, el P. João Clá entregó el relato de las actividades de la Asociación en el año 2005..
Felicitaciones del Santo Padre
En nombre de S.S. Benedicto XVI, Mons. Leonardo Sandri, sustituto de la Secretaría de Estado, escribió al Presidente General de Los Heraldos estas significativas palabras de encomio:
Con una amable carta del 23 de enero pasado, Ud., en unión a los sacerdotes y en nombre de todos los miembros de su Asociación, y tras haber recibido la jubilosa noticia de la aprobación definitiva de los estatutos por parte del Pontificio Consejo para los Laicos que tendrá lugar el próximo 22 de febrero, Fiesta de la Cátedra de Pedro, quiso renovar a Su Santidad Benedicto XVI sus fervorosas expresiones de veneración y de gratitud, reforzadas por especiales oraciones..
El Sumo Pontífice desea manifestarle cordiales reconocimientos por esta demostración de cercanía espiritual, e invoca al mismo tiempo la abundancia de favores celestes sobre el servicio que prestan los Heraldos del Evangelio a la nueva evangelización; confía cada uno de lo miembros del benemérito sodalicio a la celestial protección de Nuestra Señora de Fátima; y concede de corazón, a Ud. y a todos los que se unieron a este gesto de devoción, una especial Bendición Apostólica que propicie la anhelada prosperidad y alegría.
Aprovecho la oportunidad para confirmarme, con sentimientos de religiosa estima, su devotísimo en el Señor + Leonardo Sandri, Sustituto.
Expansión de los Heraldos
Obra del Sagrado Corazón de Jesús y María
La fiesta de la Cátedra de Pedro, 22 de febrero, paso a ser la fecha máxima de los Heraldos del Evangelio. Este día, en 2001, la Asociación recibió la aprobación pontificia, pasando a ser, en el decir del Cardenal Jorge Mejia, “el brazo del Papa”.
El 4º aniversario de este inestimable don fue celebrado en los más de 50 países donde actúan los Heraldos. Destacamos abajo, el expresivo mensaje del Fundador de la Asociación, Monseñor João Clá Días, leído en todas las conmemoraciones:
“No hay, humanamente hablando, quien consiga abarcar toda esta obra que, después de su aprobación pontificia, fue asistida por una verdadera explosión de crecimiento. Yo mismo, en cuanto fundador y presidente de esta institución, puedo asegurar que de mi cabeza y corazón no salió tanta belleza, pues me siento incapaz de abarcar todo con mis cortos brazos y mis pequeñas manos! De donde habrá surgido toda esta maravilla? De un corazón sagrado: el Corazón de Jesús y el Inmaculado Corazón de María. Digo un solo corazón, porque San Juan Eudes unía esos dos corazones en un sólo. Sí, fue del Sagrado Corazón de Jesús y María que corrió este caudaloso rió de realizaciones.»
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