Las siete palabras de Jesús De pie junto a la cruz, María, conmovida de angustia y de dolores, oía de su Divino Hijo las últimas palabras. |
Mons. João Clá, EP
Afirma Santo Tomás que “lo último en la acción es lo primero en la intención”. Por los actos finales y disposiciones de alma de quien transpone los umbrales de la eternidad, llegamos a comprender bien cuál fue el rumbo que sirvió de norte a su existencia. En el caso de Jesús, no sólo en la muerte de cruz, sino también, de forma especial, en sus últimas palabras, vemos el sentido más profundo de su Encarnación. En ellas encontramos una rutilante síntesis de su vida: constante y elevada oración al Padre, apostolado a través de la predicación, conducta ejemplar, milagros y perdón.
La cruz fue el divino pedestal elegido por Jesús para proclamar sus últimas súplicas y decretos. En o alto del Calvario se esclarecieron todos sus gestos, actitudes y predicaciones. María también comprendió allí, con profundidad, su misión de madre.
Jesús es la Caridad. La afección de esa virtud, la encontramos en las “Siete Palabras”. Las tres primeras tienen en vista a los otros (enemigos, amigos y familiares); las demás a Él mismo.
1ª Palabra: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34)
Padre – Es el más suave título de Dios, En esa hora extrema, Jesús bien podría invocarlo amándolo Dios. Se percibe, entretanto, claramente la intención del Redentor: quiso apartar, de los autores de aquel crimen, la divina severidad del Juez Supremo, interponiendo la misericordia de su paternidad. Se llega a entrever la fuerza de su argumento: i el Hijo, víctima del crimen, perdona, ¿por qué no lo hacéis también Vos?
Es la primera “palabra” que sus divinos labios pronuncian en la cruz, y en ella ya encontramos el perdón. Perdón por los que le inflingieron directamente su martirio. Perdón que abarca también a todos los demás culpables: los pecadores. En ese momento, por tanto, Jesús pidió al Padre también por mí.
Aunque no hubiese fundamento para excusar el desvarío e ingratitud del pueblo, la saña de los alguaciles, la envidia y el odio de los príncipes y de los sacerdotes, etc., tan infinita fue la Caridad de Jesús que Él argumenta con el Padre: “porque no saben lo que hacen.”
La ausencia absoluta de resentimiento hace descender de lo alto de cruz la luminosidad armoniosa y hasta afectuosa del amor al prójimo como a si mismo. Oyendo esa súplica, llegamos a entender cuanto dominio de sí había en Jesús, en la ocasión en que expulsó a los mercaderes del Templo: era, de hecho, el puro celo por la casa de su Padre.
2ª Palabra: “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43)
La escena no podía ser más pungente. Jesús se encuentra entre dos ladrones. Uno de ellos hace justicia a la afirmación de la Escritura: “Un bismo atrae otro abismo” (Sl 41, 8). Blasfema contra Jesús, diciendo: “¿Acaso no eres tú el Cristo? Sálvate a ti mismo y a nosotros” (Lc 23, 39).
En cuanto ese ladrón ofende, el otro alaba a Jesús y amonesta a su compañero, diciendo: “¿Ni siquiera tú, que estás en el mismo suplicio, temes a Dios? Nosotros, en verdad, estamos justamente, porque recibimos lo merecido por nuestras obras; pero este nada malo ha hecho” (Lc 23, 40-41).
Son palabras inspiradas, en las cuales trasparecen la santa corrección fraterna, el reconocimiento de la inocencia de Cristo, la confesión arrepentida de los crímenes cometidos. Son virtudes que le preparan el alma para una osada súplica: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino” (Lc 23, 42).
Al referirse a Jesús como «Señor», el buen ladrón lo reconoce en este momento como Redentor. El “acuérdate de mí” es afirmativo, no tiene ningún sentido condicional, pues su confianza es plena e inconmovible. Comprende la superioridad de la vida eterna sobre la terrena, por eso no pide aquello que, para el mal ladrón, constituye un delirio: el alejamiento de la muerte, la recuperación de la salud y de la integridad.
El buen ladrón confiesa públicamente a Nuestro Señor Jesucristo, al contrario incluso que San Pedro, que habría negado tres veces al Señor. Tal gesto le hizo merecer de Jesús este premio: “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso”
(Lc 23, 43).
Jesús torna solemne la primera canonización de la historia: “En verdad…”
La promesa es categórica incluso en cuanto a la fecha: hoy. San Cipriano y San Agustín llegan a afirmar que el buen ladrón recibió la palma del martirio, por el hecho de, por libre y espontánea voluntad, haber confesado públicamente a Nuestro Señor Jesucristo.
3ª Palabra: “Estaban de pie junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena. Viendo Jesús a su madre y junto a Ella al discípulo a quien amaba, dijo a su madre: ‘Mujer, ahí tienes a tu hijo’!. Luego dijo al discípulo: ‘Ahí tienes a tu madre’. Y desde aquella hora el discípulo la tomó consigo.” (Jn 19, 25-27)
Con esas palabras, Jesús finaliza su comunicación oficial con los hombres antes de la muerte (las otras cuatro serán de su intimidad con Dios). Quienes las oyen son María Magdalena, representando la vía de la penitencia; María, mujer de Cleofás, la de los que van progresando en la vida espiritual; María Santísima y San Juan, la de la perfección.
Consideremos un breve comentario de San Ambrosio sobre este trecho: “San Juan escribió lo que los otros callaron: [poco después de] conceder el reino de los cielos al buen ladrón, Jesús, clavado en la cruz, considerado vencedor de la muerte, llamó a su Madre y tributó a Ella la reverencia de su amor filial. Y si perdonar al ladrón es un acto de piedad, mucho más es homenajear a la Madre con tanto cariño… Cristo, de lo alto de la cruz, hacía su testamento, distribuyendo entre su Madre y su discípulo los deberes de su cariño” (in Sto. Tomás de Aquino, Catena Aurea).
Es arrebatador constatar como Jesús, en una actitud de grandioso afecto y nobleza, encerró oficialmente su relación con la humanidad, en la cual se había encarnado para redimirla. Del auge del dolor expresó el cariño de un Dios por su Madre Santísima, y concedió el premio para el discípulo que abandonara a sus propios padres para seguirlo: el céntuplo en esta tierra (Mt 19, 29).
Es perfecta y ejemplar la presteza con que San Juan asume la herencia dejada por el Divino Maestro: “Y desde aquella hora el discípulo la tomó consigo.” (Jn 19, 27). San Juan desciende del Calvario protegiendo, pero sobretodo protegido por la Reina del cielo y de la tierra. Es el premio de quien procura adorar a Jesús en el extremo de su martirio.
4ª Palabra: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 45)
Jesús clama en alta voz. Su proclama hiende no solamente los aires de aquel instante, sino los cielos de la historia. Nuestros oídos son duros, era indispensable hablar con fuerza. Jesús no profiere una queja, ni hace una acusación. Desea, por amor a nosotros, hacernos entender la terrible atrocidad de sus tormentos. Así más fácilmente adquiriremos clara noción de cuanto pesan nuestros pecados y de cuanto debemos ser agradecidos por la Redención.
¿Como entender ese abandono? No se rompió – y es imposible – la unión natural y eterna entre las personas del Padre y del Hijo. Ni siquiera, se separaron las naturalezas humana y divina. Jamás se interrumpió la unión entre la gracia y la voluntad de Jesús. Tampoco perdió su alma la visión beatífica.
Perdió Jesús, esto sí, y temporalmente, la unión de protección al cual Él hace mención en el Evangelio: “Y el que me ha enviado está conmigo; no me deja solo (Jn 8, 29). El Padre bien podría protegerlo en esa hora (cfr. Mc 14, 36; Mt 26, 53; Lc 22, 43). El propio Hijo podría proteger su Cuerpo (Jn 10, 18; 18, 6), o conferirle el don de la incorruptibilidad y de impasibilidad, una vez que su alma estaba en la visión beatífica.
Pero así determinó la Santísima Trinidad: la debilidad de la naturaleza humana en Jesús debería prevalecer por un cierto período, a fin de que se cumpliese lo que estaba escrito. Por eso Jesús no se dirige al Padre como en general procedía, pero usa de la invocación “mi Dios”.
El orden del universo creado está cohesionado con el orden moral. Ambos proceden de una misma y única causa. Si la primera no se levanta para vengarse de aquellos que dilaceran los principios morales por medio de sus pecados, es porque Dios retiene su ímpetu natural. Si no fuese así, los cielos, los mares y los vientos se erguirían contra toda y cualquier ofensa hecha a Dios. Pero, ¿cómo frenar la naturaleza delante del deicidio? Por eso, en la hora de aquel crimen supremo, “toda la región quedó sumida en tinieblas”… (Mt 27, 45).
5ª Palabra: “Tengo sed.” (Jn 19, 28)
Señala el evangelista que Jesús dijo tales palabras por saber “que todo se había consumado, para que se cumpliera la Escritura”. Viendo un vaso lleno de vinagre que había por allí, los soldados, “atando a una rama de hisopo una esponja empapada en el vinagre, se la acercaron a la boca” (Jn 19, 28-29).
Se cumplía así el versículo 22 del salmo 68: “Me pusieron veneno en la comida, me dieron a beber vinagre para mi sed”.
¿Cuál es la razón más profunda de ese episodio? Es un verdadero misterio.
Jesús derramó buena cantidad de su preciosísima sangre durante la flagelación. Las llagas, en vía de cicatrización, fueron abiertas a lo largo del camino y aún más cuando le arrancaron las ropas para crucificarlo. La poca sangre que aún le restaba corría por el sagrado leño. Por eso, la sed se tornó ardentísima. Además de ese sentido físico, la sed de Jesús significaba algo más: el Divino Redentor tenía sed de la gloria de Dios y de la Salvación de las almas.
¿Y qué le ofrecen? Un soldado le presenta, en la punta de una vara, una esponja empapada de vinagre. Era la bebida de los condenados.
¿Podemos de alguna manera, aliviar por lo menos ese tormento de Jesús? ¡Sí! Antes de todo, compadeciéndonos de él con amor y verdadera piedad, y presentándole un corazón arrepentido y humillado.
Debemos querer tener parte en esa sed de Cristo, anhelando por encima de todo nuestra propia santificación y salvación, con redoblado esfuerzo, de modo a no pensar, desear o practicar algo que no nos conduzca a Él. Para Él será agua fresca y cristalina nuestra fuga vigilante de las ocasiones próximas de pecado. Compadezcámonos también de los que viven en el pecado o en él caen, y trabajemos por su salvación. En suma, apliquémonos con ánimo en la tarea de apresurar el triunfo del Inmaculado Corazón de María.
El Salvador clama a nosotros de lo alto de la cruz que defendamos, aún más que el buen ladrón, la honra de Dios, buscando conducir la opinión pública a la verdadera Iglesia. Es nuestro deber buscar con entusiasmo la gloria de Cristo, “que nos amó y se entregó por nosotros a Dios como ofrenda y sacrificio de agradable olor.” (Ef 5, 2).
6ª Palabra: “Todo está consumado.” (Jn 19, 30)
La Sagrada Pasión había terminado y, con ella, la predicación. Todas las profecías se habían cumplido, conforme interpreta San Agustín: la concepción virginal (Is 7, 14); el nacimiento en Belén (Mq 5, 1); la adoración de los Reyes (Sl 71, 10); la predicación y los milagros (Is 61, 1; 35, 5-6); la gloriosa entrada en Jerusalén el día de Ramos (Zc 9, 9) y toda la Pasión (Isaías y Jeremías).
En la Cruz fue vencida la guerra contra el demonio: “Ahora es el juicio de este mundo, ahora el príncipe de este mundo será echado fuera” (Jn 12, 31). En el paraíso terrenal, el demonio adquirió de modo fraudulento la posesión de este mundo, con el pecado de nuestros primeros padres. Jesús la recuperó como legítimo heredero.
Consumado estaba también el edificio de la Iglesia. Este se inició con el bautismo en el Jordán, donde fue oída la voz del Padre indicando su Hijo muy amado, y se concluyó en la cruz, en la cual Jesús compró todas las gracias que serán distribuidas hasta el fin del mundo a través de los sacramentos.
Para que la preciosísima sangre del Salvador ponga fin al imperio del demonio en nuestras almas, es preciso que crucifiquemos nuestra carne con sus caprichos y delirios, combatiendo también el respeto humano y la soberbia. Jesús nos abrió un camino que, además, todos los santos trillaron.
7ª Palabra: “Padre, en tus manos entrego mi espíritu.” (Lc 23, 46)
Se estableció en la Iglesia, desde los primordios, la costumbre de encomendar las almas de los fieles difuntos, a fin de que la luz perpetua los ilumine.
Jesús entretanto, no tenía necesidad de encomendar su alma al Padre, pues ella había sido creada en el pleno gozo de la visión beatífica. Desde el primer instante de su existencia, se encontraba unida a la naturaleza divina en la persona del Verbo. Por tanto, al abandonar el cuerpo sagrado, saldría victoriosa y triunfante. “Mi espíritu”, y no el alma, probablemente aquí significaría la vida corporal de Jesús.
Pero Jesús aguardaba su resurrección para pronto. Al entregar al Padre la vida que de Él había recibido, sabía que ella le sería restituida en el tiempo debido.
Con reverencia tomó el Padre Eterno en sus manos la vida de su Hijo Unigénito, y con infinito complacimiento la devolvió en el acto de la resurrección, a un cuerpo inmortal, impasible y glorioso. Se abrió así, el camino para nuestra resurrección, restándonos la lección de que ella no puede ser alcanzada sino por el calvario y por la cruz.
AVE CRUX, SPES UNICA.
(Revista Heraldos del Evangelio, Marzo/2002, n. 3, p. 13 a 17)