Arrodillándose junto a la cama de su madre que acababa de morir,1 el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira le besó numerosas veces su frente y sus manos.

Lloró copiosamente los primeros momentos, luego se sentó en un sillón cercano y a unos amigos suyos que allí estaban les explicó el motivo por el cual le dedicaba un amor tan grande: «Era una mujer verdaderamente católica… Nadie se puede imaginar el bien que me hizo. […] Mamá me enseñó a amar a Nuestro Señor Jesucristo, me enseñó a amar a la Santa Iglesia Católica».2

¡Cómo sería mejor el mundo de hoy si fuera enorme el número de madres que enseñaran a amar a Jesús y a la Iglesia como lo hizo Lucilia Ribeiro dos Santos Corrêa de Oliveira!

«Estaba hecha para tener miles de hijos»

En su libro titulado Doña Lucilia, Mons. João Scognamiglio Clá Dias muestra con riqueza de detalles lo mucho que ella rezó, vigiló y se sacrificó en su empeño de darles a sus hijos la formación adecuada para que se convirtieran en eximios hijos de la Santa Iglesia. Uno de los sacrificios fue hecho en el nacimiento de Plinio.

En efecto, el médico le había prevenido de que sería un parto arriesgado y le preguntó si no preferiría abortar para salvar su propia vida. La contestación fue inmediata y categórica: «¡Doctor, esa pregunta no se le hace a una madre! Usted no debería ni siquiera haberla pensado».3 Y además, la primera palabra que sus dos hijos, Rosenda y Plinio, aprendieron a decir no fue papá o mamá, sino el dulcísimo nombre de Jesús.

Sin embargo, doña Lucilia tenía un corazón demasiado grande como para dedicarse solamente a dos hijos. De esto daba testimonio el mismo Dr. Plinio: «Poseía una enorme ternura. Fue afectuosísima como hija, afectuosísima como hermana, afectuosísima como esposa, afectuosísima como madre, como abuela e incluso como bisabuela. Llevó su afecto hasta donde le era posible. Aunque me daba la impresión de que en ella había algo que era el rasgo dominante de todos esos afectos: ¡el hecho de ser, sobre todo, madre! No sólo poseía un amor desbordante para con los dos hijos que tuvo, sino también para con hijos que no tuvo. Se diría que estaba hecha para tener miles de hijos, y en su corazón palpitaba el deseo de conocerlos».4

Oración de una esposa y madre

Oh María, Virgen purísima y sin mancha, casta esposa de San José, Madre tiernísima de Jesús, perfecto modelo de las esposas y de las madres, llena de respeto y confianza, a Vos recurro y con los sentimientos de la más profunda veneración, me postro a vuestros pies e imploro vuestro socorro. Mirad, oh purísima María, mis necesidades y las de mi familia, atended los deseos de mi corazón, pues al vuestro tan tierno y tan bueno me entrego.

Espero que, por vuestra intercesión, alcanzaré de Jesús la gracia de cumplir, como debo, las obligaciones de esposa y de madre. Alcanzadme el santo temor de Dios, el amor al trabajo y a las buenas obras, a las cosas santas y a la oración, la dulzura, la paciencia, la sabiduría, en fin, todas las virtudes que el Apóstol les recomienda a las mujeres cristianas, y que son la felicidad y ornamento de las familias.

Enseñadme a honrar a mi marido, como Vos honrasteis a San José, y como la Iglesia honra a Jesucristo; que encuentre en mí la esposa según su corazón; que la santa unión que contrajimos en la tierra subsista eternamente en el Cielo.

Proteged a mi marido, conducidlo por el camino del bien y de la justicia; pues tan querida como la mía es su felicidad.

Encomiendo también a vuestro maternal corazón a mis pobres hijos. Sed Vos su Madre, inclinad su corazón a la piedad; no permitáis que se aparten del camino de la virtud, hacedlos felices, y haced que después de nuestra muerte se acuerden de su padre y de su madre y rueguen a Dios por ellos, honrando su memoria con sus virtudes. Tierna Madre, hacedlos piadosos, caritativos y siempre buenos cristianos, para que su vida, llena de buenas obras, sea coronada con una santa muerte. Haced, oh María, que un día nos encontremos reunidos en el Cielo y que desde allí podamos contemplar vuestra gloria, celebrar vuestros beneficios, gozar de vuestro amor y alabar eternamente a vuestro amado Hijo, Jesucristo, Señor nuestro.

Amén.

Una oración que refleja un proyecto de vida

Doña Lucilia se tomaba en serio su misión de esposa y madre cristiana. Con la elevación y agudeza de espíritu propias a las personas inocentes, percibía que no había convivencia familiar que estuviera exenta de desilusiones, disgustos y sufrimientos.

Igualmente sabía que, como todas las madres, iba a necesitar -¡y bastante!- del poderoso auxilio de la gracia para cumplir correctamente su misión.

Por eso se puso bajo el manto protector de María Santísima, la Madre de todas las madres, y rezaba mucho. Solía pasar largos períodos de silenciosa oración ante una imagen del Sagrado Corazón de Jesús. Desgranaba recogidamente las cuentas del Rosario y también se valía de las preces de buenos devocionarios de su época.

Una de ellas la copió de su puño y letra y la rezaba todos los días; no tardó mucho en memorizarla, y el manuscrito lo conservó guardado en un cajón.

Transcribimos el texto de esta oración, extraído de la mencionada obra de Mons. João. Al rezarla, el lector entreverá sin duda algo de las aspiraciones y preocupaciones que poblaban el alma de doña Lucilia y notará cómo, más que una simple plegaria, es un proyecto de vida. 

1 Lucilia Ribeiro dos Santos Corrêa de Oliveira murió en São Paulo, Brasil, a los 92 años, la mañana del 21 de abril de 1968. Unos meses después su hijo, Plinio Corrêa de Oliveira, cumpliría 60 años.
2 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Dona Lucilia. Città del Vaticano?São Paulo: LEV; Lumen Sapientiæ, 2013, pp. 39?40.
3 Ídem, p. 107.
4 Ídem, p. 615.

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