Virgen de la Peña

A los veintinueve días del mes de junio de mil ochocientos setenta y seis, en esta Parroquia, bauticé e impuse los santos óleos a Lucilia, nacida el pasado veintidós de abril, hija legítima de D. Antonio Ribeiro dos Sanctos y de Dª Gabriela dos Sanctos Ribeiro. Fueron padrinos la Virgen Señora de la Peña y D. Olympio Pinheiro de Lemos, todos ellos de esta parroquia.

El párroco: Ángelo Alves d’Assumpção.

Así reza la partida de bautismo de doña Lucilia, que se encuentra en el libro parroquial de la ciudad de Pirassununga.

Siguiendo una piadosa costumbre, sus padres decidieron hacerla ahijada de la propia Reina de los Cielos. Doña Lucilia conservará durante toda su larga vida una devoción colmada de afecto y respeto a su Madrina, y varias veces peregrinará al santuario de Nuestra Señora de la Peña, en São Paulo, a fin de confiarle los secretos de su tierno corazón.

Doña Lucilia con 9 años de edad

Nacida el 22 de abril de 1876, primer sábado tras las alegrías de la Pascua, Lucilia era la segunda de los cinco hijos de un matrimonio formado por D. Antonio Ribeiro dos Santos, abogado, y Dª Gabriela Rodrigues dos Santos.

 La rectitud admirativa de un alma justa

El sosiego de la pequeña Pirassununga ayudaba mucho a que la joven Lucilia observara con atención a sus mayores y se encantara con ellos. Su capacidad de admirar las cualidades ajenas tenía origen en la virginidad de su alma, que supo mantener intacta. Ella siempre se conservará fiel, hasta sus últimos días, a aquel notable sentido admirativo, a aquel modo prístino y rico de considerar los hechos y las criaturas con que la inocencia envuelve la infancia de todos los cristianos.

Una infancia iluminada especialmente por la figura de su padre

Lucilia veía a su progenitor con ojos extasiados y reverentes. ¡Sus deseos y preferencias eran para ella ley!

Los papás de Doña Lucilia

Lo que la niña más admiraba en él no eran las cualidades naturales, sino sus virtudes. Bien sabía que don Antonio era un excelente abogado, hábil e inteligente conocedor de la teoría y práctica jurídicas, pero le atraían poco sus hazañas profesionales en comparación con el prestigio moral de que gozaba. En efecto, cuando años después se le hacía alguna pregunta sobre la vida de su padre, no destacaba sus éxitos en los negocios, sino sus excepcionales cualidades como esposo y cabeza de familia, especialmente su amor al trabajo, su ausencia de ambición, la protección que dispensaba a los pobres y su profunda honestidad moral. Esos valores que la pequeña Lucilia tanto admiraba se convirtieron en componentes de su propia concepción de la existencia: la trama de la vida debía ser tejida con los hilos de una dedicación superior.

 La última moneda como limosna

Oigámosla contar uno de los hechos que marcaron su existencia e iluminaron sus pasos a lo largo de sus noventa y dos años de vida, sirviéndole de parámetro para la práctica de la virtud de la caridad:

Papá era abogado y, al principio, tuvo que luchar mucho para mantener a la familia.

Un día, al atardecer, le preguntó a mamá:

— Señora, ¿está llena la despensa para mantenernos, a nosotros y a los niños, durante los próximos días?

Mamá respondió:

— Sí, lo está.

— Menos mal, dijo papá, porque sólo nos queda esta moneda (una moneda de oro) y nada más. Vivamos hasta que las provisiones se acaben…

Después de la cena, según la antigua costumbre del interior, se acercaron a la ventana para mirar el movimiento de la calle. Vieron entonces aproximarse de lejos a un pobre hombre apoyado en un bastón. Al llegar delante de la ventana, éste se quitó el sombrero y pidió una limosna.

Papá le preguntó de qué mal sufría.

— Soy tuberculoso, respondió. — Ni siquiera me atrevo a acercarme a la gente.

Necesito comprar un medicamento muy caro, sin el cual no vivo. ¿Podría darme algo? De poquito en poquito voy juntando lo necesario aún a tiempo de encontrar una farmacia abierta. Mientras hablaba, el hombre extendió el sombrero en busca de algún auxilio.

Papá, volviéndose hacia mamá le dijo: “¿Vamos a hacer un acto de confianza en la Providencia?” Abrió una bolsita, cogió la última moneda de oro y la tiró con puntería certera en el sombrero del mendigo añadiendo: “¡Que Dios te acompañe y seas feliz!”

Radiante de alegría, el hombre se alejó bendiciendo a papá quien, a su vez, tranquilo y confiante, comentó con mamá: “Ahora se acabó… Ya no tenemos más dinero. Sólo contamos con Dios.”

Dicho esto, entró en su despacho para trabajar, mientras mamá venía a cuidar de nosotros, los niños.

Mucho más tarde, papá entró en la sala en que nos encontrábamos y le dijo a mamá:

— ¡Dios se ha apiadado ya de nosotros!

— ¿Cómo? — preguntó ella.

— Acabo de recibir un cliente nuevo, que me trajo una causa muy buena e importante. Le he pedido que me adelante la mitad de los honorarios. Mira, aquí hay una bolsa llena de dinero.

Casa de Doña Lucilia en Pirassununga

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