Llamada desde la más tierna infancia a una entrañable unión con el divino Esposo, fue premiada con abundantes gracias místicas y con el don de hacer milagros. Hasta los espíritus infernales se vieron obligados a obedecerla.

 


 

Al hojear las páginas biográficas de los santos, nos sorprende el ver las variadas formas que el Espíritu Santo tiene de actuar para llevar a las almas a la unión completa y definitiva con Dios. Mientras que algunos son sacudidos por una estruendosa caída, como San Pablo, y llamados a una radical conversión tan sólo ya en la madurez, otros, en cambio, son mantenidos en la inocencia y perfeccionados en la caridad desde su más tierna infancia.

Sin embargo, independientemente del camino recorrido e incluso de la edad, todos, sin excepción, en determinado momento fueron fieles a la voz que clamaba en su interior, como la de Jesús a los Apóstoles, diciéndoles: “Sígueme” (Mt 9, 9; Jn 1, 43).

En la vida de Inés de Montepulciano el llamamiento de Dios no tardó en hacerse oír, hasta el punto de que en el momento en que estaba naciendo, en medio de las sombras de la noche, la habitación se vio iluminada prodigiosamente por antorchas de llamas divinas. Anunciaban así la gran misión de aquella niña que por sus virtudes iluminaría las almas en atención a la llamada del divino Maestro: “Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los Cielos” (Mt 5, 16).

Vocación puesta a prueba desde la infancia

Con 4 años ya sabía rezar el Padre nuestro y el Avemaría, y en varias ocasiones prefería dejar los juegos infantiles para ir a hablar con Dios en algún rincón más recogido del jardín. Incluso antes de cumplir los 10 años sentía, atraída por una voz que le susurraba en el fondo de su corazón, el deseo de abrazar la vida religiosa.

Pero muy pronto empezaron las luchas y las pruebas: cuando le manifestó a sus padres esos buenos anhelos, ellos intentaron disuadirla por todos los medios.

Ocurrió entonces que, al pasar un día por una colina próxima a las murallas de Montepulciano, Inés fue atacada violentamente por una bandada de demonios que, habiendo asumido la forma de cuervos, graznaban con furia y le herían en la cabeza con sus garras y sus picos. En ese paraje había una casa de perdición que más tarde sería derrumbada y sustituida por una casa de esposas de Cristo fundada por la santa, y parecía que los espíritus infernales habían previsto el perjuicio que eso les iba a traer.

Mucha preocupación le trajo a sus padres el inusitado episodio, tras el cual la niña les presentó de modo categórico los planes de Dios con respecto a ella, y les informaba que hechos similares se sucederían si continuaban oponiéndose al cumplimiento de su vocación. Temerosos, no tuvieron otra elección que la de rendirse a los designios de lo alto: entregaron su hija a la vida religiosa, dejándola que ingresara en el monasterio de las religiosas “del Saco”,1 así llamadas porque usaban, por humildad, un escapulario hecho de arpillera.

Fervorosa oración y observancia de la Regla

Eximia cumplidora de la Regla, siempre alegre y sin demostrar fatiga, la pequeña religiosa ayunaba, rezaba y hacía penitencia, sirviendo de angelical ejemplo a sus hermanas de vocación, que se admiraban con tan alto grado de fervor y virtud. Su seriedad y continuo progreso hacia la perfección causaban estupefacción hasta en las más observantes.

Cierta vez el obispo fue a visitarla y, encantado con Inés, les advirtió a las religiosas: “Tened, Madres, gran cuidado en criar esta niña, porque será glorioso su nombre para su patria, como es para Roma la santa de su mismo nombre”.2

Habiendo sido premiada con incontables gracias místicas, su vida de oración transcurría en un continuo éxtasis. Durante sus coloquios espirituales, no raras veces entraba en largas levitaciones. En los lugares en los que se arrodillaba para rezar brotaban habitualmente rosas y lirios, que exhalaban un perfume único de agradable olor. Así que, asumida de esa manera por tales fenómenos sobrenaturales, no lograba ocultar a sus hermanas las llamas de amor a Dios que ardían en su corazón.

Muchas veces las religiosas, al entrar en la capilla, la encontraban sumergida en arrobamientos, con la capa cubierta por una especie de suave maná. Y el día en que emitió los votos y recibió el velo, ya en Proceno, la capilla quedó repleta de ese mismo maná venido del Cielo, que caía formando crucecitas, como simbolizando la aceptación del Crucificado a la oblación de sí misma hecha por su tierna esposa.

Con el Niño Jesús en sus brazos

En otra ocasión, mientras rezaba en la capilla del monasterio, se le apareció la Santísima Virgen con el Niño Jesús en brazos. Era la fiesta de la Asunción y la Reina de los ángeles le entregó a su Hijo para que lo cogiera durante unos instantes. Llena de contento y enternecida, Inés le rogó al divino Infante que permaneciera a su lado o bien que se la llevara con Él. Pero aún no había llegado la hora de ver ese deseo suyo realizado y no tardó mucho Nuestra Señora en tomarlo de nuevo en brazos…

Al percibir que el divino Niño estaba a punto de marcharse, Inés le quitó con mucha habilidad una crucecita, que Él llevaba colgada del cuello, al mismo tiempo que le decía: “Ya que te vas, por lo menos déjame un recuerdo tuyo”.3

La Santísima Virgen sonrió al ver el piadoso hurto y desapareció, permaneciendo la santa con el rostro en tierra y con la crucecita fuertemente apretada en su mano.

Joven superiora del monasterio de Proceno

Con 14 años dejó su primitivo convento con destino a una nueva fundación en el pueblo de Proceno, donde enseguida se hizo conocida por su virtud, conquistando la admiración y la confianza de todos. Mucha gente, encantada con ella, deseaba que fuera elegida priora del monasterio a pesar de tener poca edad para ello; entonces los lugareños consiguieron las dispensas necesarias para tal fin. Así, antes de cumplir los 15 años, la joven religiosa recibió la incumbencia de celar por las demás hermanas.

Considerándose indigna de la función que había recibido, Inés redobló las oraciones y sacrificios: pasó a alimentarse solamente de pan y agua, teniendo por cama el suelo frío y como almohada una piedra.

Perseverante en la oración, obtenía todo lo que a Dios le suplicaba. En una ocasión, deseosa de tener alguna reliquia de los Santos Lugares donde Jesús había vivido y derramado su preciosísima sangre, una fuerte ventolera llenó sus manos de polvo: un ángel le había llevado un puñado de tierra de la que había sido salpicada por la sangre de Cristo. Y por si no bastara, a continuación, el ángel le entregó un trozo de vasija de barro en la cual la Santísima Virgen había bañado al Niño Jesús en su infancia.

Amante de la Eucaristía, se sentía constantemente atraída por Jesús Sacramentado, y no perdía un minuto en el que pudiera estar delante del sagrario. Y, muchas veces, cuando no existía oportunidad de comulgar de las manos de un sacerdote, tenía como ministros a los propios ángeles.

Poder de expulsar a los demonios

No obstante, más que para su provecho espiritual, sus ardorosas oraciones servían para beneficiar a las almas que a ella se acercaban.

Había en una ciudad vecina a Proceno un poseso que se comportaba de forma cada vez más alarmante. Como ningún sacerdote de la región conseguía resolver el caso, los parientes del pobre hombre, desesperados ya y deseosos de obtener su curación, decidieron recurrir a la santa abadesa, cuyos milagros eran conocidos en los alrededores.

Dándose cuenta de que sería imposible llevar al atormentado hasta ella, le pidieron que los acompañara hasta el infeliz. Tan pronto como la sierva de Cristo entró en la ciudad, el orgulloso e insensato demonio, que hasta hacía poco parecía no darle importancia a ninguna palabra que le decían, empezó a hacer rodar violentamente de un lado a otro el cuerpo del poseso.

 

Al pisar la santa religiosa el umbral de la puerta de la casa, se escuchó el lloriqueo cobarde y derrotado del demonio, diciendo: “Ya no puedo quedarme aquí, porque la virgen Inés ha entrado”.4 Con eso, el atribulado hombre se vio libre del espíritu que desde tanto tiempo lo torturaba.

Alma contemplativa, de sólida vida interior, Santa Inés progresaba cada día en el perfeccionamiento espiritual, sin dejarse llevar nunca por las preocupaciones terrenas. Ni la escasez de dinero, ni la falta de pan, constituían obstáculo para la impetuosa abadesa. Ante cualquier problema material, dirigía sus súplicas a Dios, siendo eficazmente atendida. Numerosas veces multiplicó los panes a fin de alimentar a las religiosas de su monasterio. Y al no haber vino en una de las casas de familia que visitaba, transformó el agua en vino, como Jesús en las bodas de Caná.

En la colina de Montepulciano

Tras una visión en la que quedaba claro que era voluntad de Dios que se fundara una nueva casa religiosa en la colina de Montepulciano, donde había sido atacada por los cuervos, Inés salió hacia allí con algunas religiosas para erigir un monasterio bajo la Regla de Santo Domingo.

Obtenidas las donaciones necesarias, adquirió todo el terreno de la cima de la colina, en la cual construyó, además del convento, una iglesia dedicada a la Virgen.

Celosa abadesa, procuraba con sus amonestaciones y ejemplo incentivar a sus subalternas a una entrega a Cristo cada vez más radical, sin dejar tampoco de hacer milagros para ayudarlas.

Cierta vez una joven religiosa de ese monasterio se quedó ciega y, para que no tuviera que abandonarlo con el fin de tratarse de la dolencia, la santa le restituyó la vista, diciéndole: “Lo que Jesús y yo queremos es que de aquí en adelante no has de llorar trabajos o males temporales, sino que por amor de Dios has de dejar todo afecto terreno, de modo que conserves tu corazón libre por el solo amor del divino Esposo”.5

Un domingo estaba en oración cuando un ángel le entregó un cáliz junto con las siguientes palabras: “Bebe, esposa de Cristo, este cáliz que el Señor Jesús también bebió por ti”.6 Después de esta aparición la santa abadesa enfermó gravemente. Aquel que otrora la había llamado para una vida de lucha, pidiéndole ya a los 9 años de edad la perseverancia en los buenos propósitos a pesar de la presión contraria de sus padres, ahora la invitaba a que le acompañara a lo alto del Calvario, uniéndose a Él en la aceptación de nuevos padecimientos.

Atendiendo a la petición de sus hermanas religiosas, Inés empezó a visitar las termas de la ciudad de Chianciano, con el objetivo de restablecer su salud. Al poner los pies en el agua para bañarse, el lugar se llenó del ya conocido y misterioso maná que caía del Cielo. También brotó allí una nueva fuente que, por los méritos de la santa, comenzó a curar a numerosos enfermos.

Durante sus idas a esos baños, obró muchos milagros, entre ellos la resurrección de un niño que se había ahogado, haciendo tan sólo la señal de la cruz sobre el cadáver. Después de tantas curaciones y prodigios allí realizados por intercesión de la virtuosa religiosa, el lugar recibió el nombre de Fuente de Santa Inés.

Prodigios incluso después de su muerte

 


De regreso al monasterio, sus dolores se recrudecieron aún más y el 20 de abril de 1317, terminado su recorrido por esta vida, Santa Inés partió hacia la eternidad. Antes incluso de que fuera difundida la noticia de su muerte, al rayar el alba, una mujer acometida por una gravísima enfermedad en el brazo se acercó a las puertas del monasterio pidiendo ver a la fallecida abadesa. Les informó a las hermanas que había tenido una visión por la noche en la que la santa, llena de luz y rodeada de ángeles, le decía que tocara su cuerpo y quedaría curada. Aquel inerte cadáver, marcado por heroica santidad, continuaba beneficiando a las almas, y alcanzó la curación de la afligida mujer.

Hechos similares a ese se dieron durante varios días después de su muerte. Y su cadáver empezó a exhalar un perfume celestial que se esparció por todo el monasterio, así como un olorosísimo bálsamo se desprendía de él en abundancia.

 

Santa Catalina de Siena cultivó una intensa devoción a Santa Inés, pues el Señor le había revelado que en el Cielo serían grandes compañeras. En una de sus visitas a Montepulciano, al inclinarse para venerar los restos mortales de la santa, milagrosamente los pies de ésta empezaron a moverse, elevándose hasta sus labios, que con extrema reverencia los besó.

 

Y la venerable religiosa así permaneció, con uno de sus pies un poco en alto, como recuerdo del estupendo acontecimiento. Hasta hoy día, estando su cuerpo semi incorrupto, puede ser venerado en el santuario de Montepulciano, en Italia, con un pie más alzado. Allí Santa Inés ha beneficiado a numerosas almas con prodigiosas curaciones físicas y espirituales, mereciendo ser aclamada como intercesora de los necesitados y terror de los espíritus infernales.

 

1 BEATO RAIMUNDO DE CAPUA. The Life of Saint Agnes of Montepulciano. Summit (NJ): Dominican Nuns of Summit, 2012, p. 10.

2 ÁLVAREZ, OP, Paulino. Santos de la Orden de Predicadores. 2.ª ed. Vergara: El Santísimo Rosario, 1920, v. I, p. 398.

3 Ídem, p. 399.

4 BEATO RAIMUNDO DE CAPUA, op. cit., p. 36.

5 ÁLVAREZ, op. cit., p. 403.

6 BEATO RAIMUNDO DE CAPUA, op. cit., p. 67.

SANTA INÉS DE MONTEPULCIANO – Abadesa, mística y taumaturga

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