Veintiuno de abril de 1968. En su apartamento de la calle Alagoas, en el céntrico barrio de Higienópolis, Dª Lucilia Ribeiro dos Santos Corrêa de Oliveira se encontraba en su lecho de dolor. Estaba asistida por un amigo de su hijo, el joven médico Dr. Luis Moreira Duncan, pues en aquel momento no se encontraba en casa su médico particular, el conocido Dr. Abraham Brickman.

Alrededor de las diez de la mañana, el enfermero se dirigió al Dr. Duncan, que estaba leyendo el periódico en el salón, para comunicarle que doña Lucilia se sentía peor. Un tanto sorprendido, pues a las ocho y veinte le había aplicado una inyección y nada hacía prever un agravamiento súbito de su estado, el médico abandonó la lectura del diario y se dirigió inmediatamente al cuarto.

Acostada, sin apoyar la cabeza sobre la almohada, con los brazos extendidos a lo largo del cuerpo, los ojos cerrados, tranquila, sólo movía los labios. Con certeza, rezaba.

Al tomarle el pulso y comprobar cuán lenta y débilmente latía, el médico se dio cuenta de la proximidad de los últimos momentos. Doña Lucilia, que no había dejado de mover los labios sintiendo en su corazón que había llegado la hora solemne de despedirse de esta vida, retiró con decisión la mano que el médico sujetaba y, con un gesto delicado pero firme, sin manifestar esfuerzo ni dificultad, hizo una grande y lenta señal de la Cruz. Después, colocó sobre el pecho sus manos blanquísimas, una sobre otra, y expiró serenamente en la víspera del día en que cumpliría 92 años…

En aquel 21 de abril de 1968, suave crepúsculo de una larga y hermosa vida, doña Lucilia lanzó sobre su extenso pasado una mirada llena de dulzura, calma, bondad, sentido de observación y de algo de tristeza.

Ella lo enfrentó todo. Vivió, sufrió, luchó contra las adversidades de la vida sin conservar resentimientos ni acidez, sin hacer recriminaciones, pero sin transigir ni ceder. Era el fin y el ápice de una serena ascensión en línea recta.

Quien la observase en su lecho de muerte tendría la impresión de que, en un nivel propio al ama de casa que era, un poco de la gloria celestial iluminaba ya su fisonomía tan afable, tan amable y tan pacífica hasta el fin. Era la tranquilidad de quien se sentía protegida por la Providencia y sabía que sólo le restaba entregar el alma a Dios, junto al cual le estaría reservada esta triple ventura: gloria, luz y alegría.

Así, en la mañana del 21 de abril, con los ojos bien abiertos, dándose entera cuenta del solemne momento que se aproximaba, hizo una gran señal de la cruz y, con entera paz de alma y confianza en la misericordia divina, adormeció en el Señor...Beati mortui qui in Domino moriuntur (Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor, Apoc. 14, 13).

Más tarde, alguien comentaría con mucho acierto: “Salió con majestad de una vida que supo llevar con honra”.

Artículo anteriorTierna niña temida por le demonio
Siguiente artículoMartes de la segunda semana de Pascua