Lucilia Ribeiro dos Santos [61], madre de Plinio, había nacido el 22 de abril de 1876 en Pirassununga, en el Estado de São Paulo, siendo la segunda de cinco hijos.

Su infancia se había desarrollado en un ambiente doméstico tranquilo y aristocrático, iluminado por la figura de sus padres Antonio (1848-1909), uno de los mayores abogados de aquel tiempo en São Paulo, y Gabriela (1852-1934).  En 1893 la familia se había trasladado a São Paulo, a un palacete del barrio señorial de los Campos Elíseos. Aquí, a la edad de treinta años, Lucilia contrajo matrimonio con el abogado João Paulo Corrêa de Oliveira [62], transferido a São Paulo desde el Nordeste de Brasil, tal vez por sugerencia del tío, el Consejero João Alfredo.

Mientras Doña Lucilia esperaba el nacimiento de Plinio, su médico le anunció que el parto sería arriesgado y que probablemente ella o el niño morirían. Le preguntó entonces si no preferiría abortar para evitar poner en riesgo la propia vida. Doña Lucilia respondió de manera tranquila pero firme: “!Doctor, ésta no es una pregunta que se pueda hacer a una madre! Vd. ni siquiera debería haberla pensado” [63]. Este acto heroico revela la virtud de una vida entera.

“La virtud —escribe Mons. Trochu— pasa fácilmente del corazón de las madres al corazón de los hijos” [64]. “Criado por una madre cristiana, valerosa y fuerte —escribe de su madre el P. Lacordaire— la religión pasó de su pecho al mío, como una leche virgen y sin amargura [65]. En términos análogos Plinio Corrêa de Oliveira recordó deber a Dona Lucilia la impronta espiritual que desde la infancia marco su vida.

 

Dña. Lucília con Plinio en sus brazos 

«Mi madre me enseñó a amar a Nuestro Señor Jesucristo, me enseñó a amar la Santa Iglesia Católica” “Yo recibí de ella, como algo que debe ser tomado profundamente en serio, la Fe Católica, Apostólica y Romana, la devoción al Sagrado Corazón de Jesús y a Nuestra Señora” [67].

En una época en la cual León XIII había exhortado a colocar en el Sagrado Corazón de Jesús “toda esperanza y a Él pedir y en Él esperar la salvación” [68]la devoción que caracterizó la vida de Dona Lucilia fue al Sagrado Corazón, devoción por excelencia de la edad moderna [69]. Una iglesia dedicada al Sagrado Corazón surgía no lejos de la casa de los Ribeiro dos Santos [70]. La joven madre allí se dirigía cada día llevando consigo a Plinio y Rosée. Fue aquí, en el clima sobrenatural que caracterizaba las iglesias de otrora, observando la madre en oración, que se formó en el espíritu de Plinio aquella visión de la Iglesia que lo marcaría con profundidad. “Yo percibía —recordará Plinio Corrêa de Oliveira— que la fuente de su modo de ser estaba en su devoción al Sagrado Corazón de Jesús, por medio de Nuestra Señora” [71]. Doña Lucilia permaneció siempre fiel a la devoción de su juventud. En los últimos años de su vida, cuando las fuerzas no le permitían más dirigirse a la iglesia, ella pasaba largas horas en oración, hasta entrada la noche, delante de una imagen de alabastro del Sagrado Corazón entronizada en el salón principal de su apartamento [72].

 

Imágenes del Sagrado Corazón de Jesús y de Nuestra Señora Auxiliadora, en la Iglesia del Sagrado Corazón que Dña. Lucilia frecuentaba

La nota predominante del alma de Doña Lucilia era la de la piedad y de la misericordia. Su alma se caracterizaba por una inmensa capacidad de afecto, de bondad, de amor materno que se proyectaba más allá de los dos hijos que le había dado la Providencia.

“Ella poseía una enorme ternura —decía Plinio Corrêa de Oliveira—; fue afectuosísima como hija, afectuosísima como hermana, afectuosísima como esposa, afectuosísima como madre, como abuela y hasta como bisabuela. Ella llevó su afecto hasta donde le fue posible. Pero tengo la impresión de que en ella algo es la tónica de todos esos afectos: ¡es el hecho de ser, sobre todo, madre! Ella poseyó un amor desbordante no sólo a los dos hijos que tuvo, sino también hacia hijos que ella no tuvo. Se diría que ella era hecha para tener millones de hijos y que su corazón palpitaba del deseo de conocerlos” [73].

Quien no ha conocido a Doña Lucilia puede intuir su fisonomía moral a través de la imagen que transmiten algunas expresivas fotografías y a través de los numerosos testimonios de quien la recuerda en su prolongada edad [74]. Ella representaba el modelo de una perfecta señora que habría encantado a un San Francisco de Sales en la búsqueda de su modelo de Filotea [75]. Se puede imaginar que Doña Lucilia educase a Plinio con las mismas palabras que San Francisco Javier dirigió a su hermano cuando lo acompañaba una tarde a una recepción: “Soyons distingués ad majorem Dei gloriam”.

La perfección de las buenas maneras es el fruto ascético que sólo se puede alcanzar con una educación destilada a lo largo de siglos o con un eximio esfuerzo de virtud, como el que se encuentra a veces en los conventos contemplativos, en los que es impartida una educación regia a las jóvenes novicias. Por lo demás, el hombre es hecho de alma y cuerpo. La vida del alma está destinada a manifestarse sensiblemente a través de la del cuerpo, la caridad a manifestarse en actos externos de cortesía. La cortesía es un rito social alimentado por la caridad cristiana, también ordenada a la gloria de Dios. “La cortesía es para la caridad lo que la liturgia es para la oración: el rito que la expresa, la acción que la encarna y la pedagogía que la suscita. La cortesía es la liturgia de la caridad fraterna” [76].

Lucilia Ribeiro dos Santos encarnaba lo mejor del espíritu de la antigua aristocracia paulista. En la gentileza de antiguo cuño de madre, expresión de su caridad sobrenatural, el joven Plinio vio un amor al orden cristiano llevado a las consecuencias extremas y un rechazo igualmente radical por el mundo moderno y revolucionario que se consolidaba. El trato aristocrático y la afabilidad de las maneras fue desde entonces una constante de su vida. Plinio Corrêa de Oliveira, que en los modos recordaba al Cardenal Merry del Val, el gran Secretario de Estado de San Pio X, célebre por la humildad de su alma y la perfección de las buenas maneras, sabia estar magníficamente en sociedad. Su porte era ejemplar, su conversación inagotable y fascinante.

La Providencia dispuso que esta impronta fuese alimentada y renovada por una convivencia cotidiana que se prolongó hasta 1968, cuando Dona Lucilia murió a los 92 años.

 

NOTAS

[*] Transcripción del Capítulo I, ítem 5, del libro «El Cruzado del Siglo XX» del Prof. Roberto de Mattei. El texto integral puede ser leído aquí.

[61] Sobre esta extraordinaria figura remitimos a la biografía citada de J. S. Clá Dias, Dona Lucilia, con un prefacio del Padre Antonio Royo Marín, O.P. “Se trata —como escribe este último— de una auténtica y completísima Vida de Doña Lucilia, que puede equipararse a las mejores ‘vidas de Santos’ aparecidas hasta hoy, en el mundo entero” (Íd. p. 11).

[62] Joao Paulo Corrêa de Oliveira, nacido en 1874, murió en São Paulo el 27 de enero de 1961. Más que por la figura del padre, al que estuvo ligado por una larga y afectuosa convivencia, la vida de Plinio Corrêa de Oliveira fue iluminada especialmente por la vida de su madre, así como Doña Lucilia tuvo su propio modelo en el padre, Antonio Ribeiro dos Santos.

[63] J. S. Clá Dias, Dona Lucilia; op. cit., vol. I, p. 123.

[64] Can. François Trochu, Le Curé d’Ars, Librairie Catholique Emmanuel Vitte, Lyon-París, 1935, p. 13. Desde San Agustín, a San Bernardo, a San Luis Rey de Francia, hasta San Juan Bosco y Santa Teresa del Niño Jesús, es altísimo el número de los santos que han reconocido en la virtud de la madre la fuente de la propia virtud. En los orígenes de la santidad, como observa Mons. Delassus, se encuentra con frecuencia una madre virtuosa (Cf. Mons. Henri Delassus, Le problème de l’heure présente (2 vols.), Desclée de Brouwer, Lille, 1904, vol. II, pp. 575-576).

[65] P. Baron, La jeunesse de Lacordaire, Cerf, París, 1961, p. 39. Cf. también Geneviève Gabbois, Vous êtes presque la seule consolation de l’Église, in Jean Delumeau, La religion de ma mère. Le rôle des femmes dans la transmission de la foi, Cerf, París, 1992, pp. 314-315.

[66] P. Corrêa de Oliveira, Un uomo, un’ideale, un’epopea, in “Tradizione, Famiglia, Proprietà”, nº 3 (1995), p. 2.

[67] J. S. Clá Dias, Dona Lucilia, op. cit., vol. III, p. 85. “Había un aspecto de mi madre que yo apreciaba mucho: en todo momento y hasta el fondo del alma, ¡ella era una señora! Con relación a los hijos, mantenía una superioridad materna que me hacía sentir cuánto yo procedería mal, en caso de transgredir la autoridad de ella, y cómo una actitud semejante de mi parte, le causaría tristeza por ser, al mismo tiempo, una brutalidad y una maldad. Señora era ella, pues hacía prevalecer el buen orden en todos los dominios de la vida. Su autoridad era amena. A veces mi madre me castigaba un poco. Mas, aún en su castigo o en su reprensión, la suavidad era tan saliente que confortaba a la persona. Con Rosée el procedimiento era análogo aunque más delicado por tratarse de una niña. La reprimenda, sin embargo, no excluía la benevolencia y mi madre estaba siempre dispuesta a oír la justificación que sus hijos le quisiesen dar. Así, la bondad constituía la esencia del señorío de ella. O sea, era una superioridad ejercida por amor al orden jerárquico de las cosas, pero desinteresada y afectuosa con relación a aquel sobre quien se aplicaba” (íd., vol. II, pp. 16-17).

[68] León XIII, Encíclica Annum Sacrum, del 25 de mayo de 1889, in IP, Le Fonti della Vita SPirituale, (1964), vol. I, p. 198. La consagración del género humano al Sagrado Corazón, anunciada por León XIII en su Encíclica, tuvo lugar el 11 de junio de 1890.

[69] La devoción al Sagrado Corazón fue ilustrada por tres magistrales documentos pontificios: las encíclicas Annum Sacrum (1889), de León XIII; Miserentissimus Redemptor (1928), de Pío XI; Haurietis Aquas, (1956), de Pío XII. Su gran apóstol en el siglo XIX fue el jesuita francés Henri Ramière (1821-1884), que dirigió y difundió en todo el mundo la asociación del “Apostolado de la Oración”. En Brasil, el gran propagador de la devoción al Sagrado Corazón fue el Padre Bartolomeo Taddei, nacido en San Giovanni Valle Roveto, en Italia, el 7 de noviembre de 1837. Ordenado sacerdote el 19 de abril de 1862, el 13 de noviembre del mismo año entró en el noviciado de la Compañía de Jesús y fue destinado al nuevo Colegio San Luis Gonzaga de Itú, en Brasil. Aquí fundó el “Apostolado de la Oración” y comenzó a difundir la devoción al Sagrado Corazón, que fue el centro de su vida. A su muerte, el 3 de junio de 1913, el número de los Centros del “Apostolado de la Oración”, promovidos por él en todo el Brasil, llegaba a 1.390, con cerca de 40.000 celadores y celadoras y 2.708.000 socios. Cf. Luigi Roumanie S.S., Il P. Bartolomeo Taddei della compagnia di Gesù, apostolo del S. Cuore in Brasile, Messaggero del Sacro Cuore, Roma, 1924; Aristide Greve, Padre Bartolomeu Taddei, Editora Vozes, Petrópolis, 1938. Sobre la devoción al Sagrado Corazón, cf. la obra clásica de Auguste Hamon, Histoire de la dévotion au Sacré-Cœur, Beauchesne, París, 1923-1945, 5 vols. y entre las obras recientes Francesca Marietti, Il Cuore di Gesù. Culto, devozione, spiritualità, Editrice Ancora, Milán, 1991.

[70] La iglesia del Sagrado Corazón, que se levantaba en el barrio de los Campos Elíseos, había sido construida entre 1881 y 1885, y confiada a los salesianos. El P. Gaetano Falcone fue durante largos años el estimado Rector del Santuario. En esta iglesia, en la que al fondo de la nave lateral derecha se destacaba una bella imagen dedicada a María Auxiliadora, se desenvolvió la devoción del joven Plinio a Nuestra Señora “Auxilium Christianorum” de Lepanto y del SSmo. Rosario.

[71] J. S. Clá Dias, Dona Lucilia, op. cit., vol. I, p. 214.

[72] Íd., vol. III, pp. 91-92. Dña. Lucilia imploraba habitualmente la protección divina por medio de una oración tomada del Salmo 90 y de una “novena irresistible” al Sagrado Corazón de Jesús (Íd., pp. 90-91).

[73] Íd., vol. III, p. 155.

[74] Entre sus cualidades estaba la de hacer una continua polarización entre el bien y el mal, como recuerda su sobrino Adolpho Lindenberg: “Mantenía esa polarización en alto grado: una acción es óptima, otra es pésima. Me llamaba mucho la atención el fundamental horror que ella siempre tuvo al pecado. Para mi óptica de niño o de jovencito, más que esta o aquella virtud, en ella sobresalía esta postura: la noción de un bien por el cual tenemos que entusiasmarnos y sacrificarnos, y la noción del mal que es horroroso, que se odia y se desprecia” (J. S. Clá Dias, Dona Lucilia, op. cit., vol. II, p. 173).

[75] El santo saboyano enseña en su célebre obra cómo un alma puede vivir en el mundo sin embeberse del espíritu del mundo: “Dios —afirma él— quiere que los cristianos, plantas vivas de la Iglesia, produzcan frutos de devoción cada uno según la propia condición y devoción” (San Francisco de Sales, La Filotea, parte I, cap. III).

[76] Roger Dupuis S.J., Paul Celier, Courtoisie chrétienne et dignité humaine, Mame, París, 1955, p. 182.

 
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