Vivió en la tierra como si  estuviera en el Cielo

Siendo consejera de Papas, mística y profetisa, marcó el rumbo de la Historia. Su vida, impregnada por una inefable convivencia con lo sobrenatural, se consumó en el elevadísimo vínculo de amor a Dios a través de su ofrecimiento como víctima por la purificación de la Iglesia.

Isabelle Guedes Farias1 

Dios, en su infinita sabiduría, destina a cada fiel una vía específica de santificación y le concede gracias especiales para el cumplimiento de su vocación.

Algunos son elegidos por Él para la realización de misiones de singular importancia. Almas providenciales destinadas a revelar la voluntad divina en determinadas épocas y a desempeñar, por tanto, un valioso papel en la Historia. Entre ellas cabe destacar a Santa Catalina de Siena.

Infancia marcada por una intensa piedad

Nació en 1347, el día de la Asunción, que ese año coincidía con el Domingo de Ramos. Desde la primera infancia se veía que sobre aquella niña flotaba un alto designio de la Providencia. Lo ilustra un episodio ocurrido cuando tenía tan sólo 6 años: de regreso de un paseo con su hermano Esteban, Catalina vio a Nuestro Señor Jesucristo revestido con los ornamentos pontificales y sentado en un trono, en lo alto de la iglesia de los Dominicos, y junto al Él a San Pedro, San Pablo y San Juan Evangelista. El divino Maestro la bendijo con especial amor, lo que la dejó maravillada; era el comienzo de una íntima convivencia con lo sobrenatural que la acompañaría toda su vida.

En efecto, la actuación del Espíritu Santo en el alma de Catalina sucedía frecuentemente, a través de fenómenos místicos que muchas veces trasparecían en el exterior. Por ejemplo, aún de pequeña, solía ser transportada por el aire al subir y bajar las escaleras. Durante el desplazamiento sus pies tocaban los peldaños únicamente cuando quería ponerse de rodillas para hacer actos de reverencia y amor a la Santísima Madre de Dios.

La infancia de esta alma providencial estuvo marcada por una piedad intensa, que la hacía desear ardientemente entregarse a Dios. A los 7 años hizo voto de virginidad delante de un altar de la Santísima Virgen y, un tiempo más tarde, se desposó místicamente con Nuestro Señor Jesucristo, en presencia de Nuestra Señora, San Pablo, San Juan Evangelista, Santo Domingo y el rey David.

A los 12 años, como era costumbre en esa época, su familia decidió prepararla para el matrimonio. Su madre puso mucho empeño en esta tarea, pero Catalina se negaba siempre a aceptar sus peticiones y consejos. Su hermana Buenaventura, no obstante, de tanto insistir hizo que consintiera en algunas frivolidades. Catalina enseguida se arrepintió de ello como si hubiera cometido una falta grave, pues entendía que, al atender los ruegos de su hermana, había demostrado tener más amor a ella que a Dios. Y para sellar una ruptura definitiva con todo lo que fuera de este mundo, se cortó sus cabellos, como un signo de que a partir de entonces serviría nada más que al Señor.

Una celda interior construida en su alma

Como respuesta a la drástica actitud tomada por la joven y con el objetivo de hacerla cambiar de idea, su familia la puso a realizar los servicios de la casa sin permitirle que se recogiera en su habitación para entregarse a la oración.

Aceptó la nueva situación sin oponer resistencia, dedicándose a los trabajos domésticos con espíritu abnegado y religioso desapego. Privada de un lugar físico donde llevar a cabo sus prácticas de piedad, edificó en el fondo de su alma, por inspiración divina, una celda interior donde constantemente rezaba y se unía a la Santísima Trinidad.

Refugiada en su tabernáculo interior, Catalina permanecía absorta en los misterios divinos y sus ojos sólo buscaban a Dios. En medio de los quehaceres terrenales, conseguía mantener el espíritu preso en las alturas de la contemplación y su amor por las realidades sobrenaturales no hacía sino crecer. 

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Victoria sobre las resistencias paternas

Después de una visión en la que Santo Domingo de Guzmán le prometía el hábito de su obra, la joven se armó de valor y le comunicó a su familia que estaba llamada a pertenecer a la Tercera Orden Dominica. Ante sus inspiradas palabras y movido por la acción de la gracia, su padre se convenció de que ella estaba siendo guiada por el Espíritu Santo y no puso más obstáculos a la voluntad divina. Además, mandó que su familia le dejara cumplir en paz su vocación.

Vencidas las resistencias paternas, Catalina se dispuso a seguir el llamamiento divino. Tras numerosos rechazos, mediante una confiada insistencia y fervorosas oraciones, finalmente fue recibida en la Orden de Predicadores y revestida del hábito terciario dominico.

Por su deseo de servir radicalmente a Dios en su nuevo modo de vida, se propuso a sí misma llevar un régimen de completo silencio. Durante tres años lo mantuvo ininterrumpidamente, hablando nada más para contarle sus pecados al confesor. En ese tiempo, su alma permanecía absorta en la convivencia celestial, dialogando con la Trinidad Santísima y entreviendo místicamente los misterios divinos.

Fenómenos místicos e intensos sufrimientos

Una nueva realidad había comenzado para Catalina: por una parte, Nuestro Señor la hacía confidente de su sabiduría y amor; por otra, le pedía que participara en los sufrimientos de su Pasión. Así, inspirada por Él, se impuso numerosas penitencias: se flagelaba, utilizaba el cilicio y, a cierta altura de su vida, llegó a alimentarse solamente de la Eucaristía, a la que le tenía gran devoción.

Sufrió también numerosas enfermedades. Pero, por un verdadero milagro, aunque su cuerpo estuviera extremamente enfermo y debilitado, nunca llegó a perder la vitalidad necesaria para enfrentar con alegría cualquier dificultad enviada por la Providencia.

La vida de Catalina transcurría, pues, envuelta en constantes fenómenos místicos acompañados de intensos sufrimientos. Se sabe, por ejemplo, que fue favorecida con los estigmas y que trocó su voluntad con la de Nuestro Señor Jesucristo. Esta insigne gracia, por cierto, le dejó marcas físicas: después de que el Redentor le retirara el corazón para poner el suyo en su lugar, le quedó una cicatriz grabada en el pecho.

Toda esa acción directa de Dios sobre la piadosa Catalina la perfeccionaba y le elevaba el espíritu. Siempre receptiva a las luces sobrenaturales con las que Él la beneficiaba, se instauró en su alma, ya en esta tierra, una convivencia con lo sobrenatural impregnada de celestial intimidad.

En el crisol de la prueba

En sus insondables designios, la Providencia permitió que Catalina sufriera también fortísimas tentaciones. Su combate contra ellas le quitaba mucha sangre de alma, así como de su cuerpo, pues se flagelaba hasta derramarla a fin de ahuyentar los demonios. Mientras éstos la atormentaban, rezaba y confiada, se ponía en las manos de Dios; jamás dialogaba con el enemigo.

A cierta altura de su vida, una angustia más vino a unirse a sus no pequeñas tribulaciones: Nuestro Señor, que solía visitarla con tanta frecuencia, parecía que la había abandonado.

Mucho tiempo pasó en esos atroces sufrimientos, hasta que un día el Espíritu Santo la iluminó e hizo que entendiera cuál era la causa de tales tentaciones. Renovó entonces el propósito de soportarlas con ánimo. Poco tiempo después, durante una visión de Nuestro Señor, el enemigo que tanto la molestaba se retiró definitivamente.

Fecunda actuación apostólica y caritativa

Vencida la batalla, Nuestro Señor volvió a aparecérsele con asiduidad, llegando incluso a acompañarla en las oraciones.

Esas convivencias místicas eran tan intensas y fecundas que en ellas aprendió a leer y escribir. Buena parte de las enseñanzas recibidas durante sus inefables conversaciones de amor con el Altísimo están transcritas en el libro El Diálogo, cuyas partes principales fueron dictadas por la propia santa durante sus éxtasis.

Dios quería enriquecer el alma de Catalina con múltiples facetas, para que pudiera desempeñar su apostolado con Papas, cardenales, monjes, reyes o simples comerciantes.

La fe viva y la profunda sabiduría de la santa, así como su modo caritativo y apostólico de relacionarse con el prójimo, fueron de incalculable valor para la defensa de la Iglesia en la difícil coyuntura por la cual estaba pasando en esa época. Se conservan 381 cartas escritas por ella, en las que se percibe cómo Dios la usaba como instrumento para beneficiar a las más variadas personas con sus consejos.

Catalina realizó también numerosas obras de caridad, prestó servicios en hospitales y, durante la peste de 1374, se dedicó al auxilio de los contaminados, obrando incontables curaciones. Secundada por el don del milagro, favoreció sobre todo a los enfermos de alma, convirtiendo con inspiradas palabras a muchos pecadores.

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Una corona de rosas y otra de espinas

La fuerza de la personalidad de Catalina, sublimada por la acción de la gracia, le hacía llenarse cada vez más de celo por las cosas de lo alto, siendo extraordinarios los efectos que el divino Amor producía en ella. Por ejemplo, también fue exorcista: con tan sólo una señal de la cruz llegó a liberar a un alma vejada por ataques diabólicos. Sus santos gestos aterrorizaban a los infiernos y contribuían a la salvación de las almas.

En una visión Nuestro Señor le ofreció dos coronas: una de rosas y otra de espinas. Catalina, sin titubear, eligió la de espinas, tomándola como signo de la vía de sufrimiento del calvario que Él le trazaba. 

Esa vida de unión con Dios le atrajo muchos discípulos que la acompañaban en sus viajes de apostolado y asistían a sus éxtasis. Algunas personas malintencionadas, no obstante, reprobaban su piedad y criticaban sus visiones, a las que consideraban meros sueños. Catalina, sin embargo, tranquila en su conciencia, continuaba haciendo el bien conforme a las inspiraciones del Cielo.

Lucha en defensa de la Iglesia y del Papado

Aunque todo ese apostolado parecía haber sido nada más que un preludio para la gran misión que le estaba reservada en la crisis que asolaba la Santa Iglesia y causaba enormes tribulaciones tanto en la sociedad espiritual como en la temporal.

Cuatro décadas antes del nacimiento de Catalina, tramas políticas habían obligado a trasladar fuera de Roma la Cátedra de Pedro y, durante casi setenta años, varios pontífices gobernaron la Iglesia desde la ciudad francesa de Aviñón. El último de ellos, Gregorio XI, restableció el Papado en Roma precisamente por influencia de nuestra santa.

Para conquistar el regreso del sumo pontífice a la Ciudad Eterna, Catalina escribió cartas a políticos y eclesiásticos, haciéndoles duras críticas por la situación en que se encontraba la Esposa de Cristo. En determinado momento, viajó personalmente a Aviñón para comunicarle a Gregorio XI la voluntad del Altísimo, que consistía, en síntesis, en un plan de reforma de la Iglesia destinado a restablecer la paz en su seno. Para que eso fuera posible, era indispensable que el Papa volviera a Roma.

Al mismo tiempo, trabajó infatigablemente ante la sociedad temporal, tratando de apaciguar los conflictos que dividían a las ciudades, aunque ello le costara sufrir injurias y persecuciones.

El regreso de GregorioXI a la Ciudad Eterna sólo se daría en 1377, tras numerosas luchas. Al año siguiente fallecería, dando origen a un nuevo período de turbulencias para la Historia de la Santa Iglesia.

En sustitución suya un problemático conclave elevó a Urbano VI al solio pontificio, pero poco tiempo después un grupo de cardenales decretó inválida aquella elección y escogieron como sumo pontífice a Roberto de Ginebra, quien, bajo el nombre de Clemente VII, estableció su trono en Aviñón.

Se había consumado el Gran Cisma de Occidente. Ambiciones e intereses políticos dividían a la Iglesia y trataban de mancharla. Parte de los fieles obedecían a Roma; otros, a Aviñón. Los católicos se sentían inseguros en su fe.

Catalina, no obstante, defendía con seguridad la legitimidad del Papa Urbano VI y, mientras procuraba suavizarle su temperamento intempestivo y colérico, le alertaba acerca de la gravedad de la situación que sacudía a la Iglesia.

Previsión de los acontecimientos futuros

Al no conseguir impedir tamaño desastre y viendo la terrible situación de la Esposa Mística de Cristo, Catalina se ofreció al Señor como víctima. Su vida, marcada por las buenas obras y penitencias, era así entregada en holocausto. El abatimiento y la debilidad dominaron poco a poco su cuerpo, aunque su espíritu se mostraba siempre más fortalecido.

Rezaba continuamente por la Iglesia, encomendándola al cuidado de Nuestra Señora, pues anteveía que las adversidades por las cuales pasaba en ese momento no eran nada comparadas con los trágicos acontecimientos que habría de atravesar en el futuro.

Con todo, también vio proféticamente que, tras enfrentar tantos males, la Santa Iglesia sería glorificada y sus ministros renovados. Así lo relató a su confesor: “Después de todas estas tribulaciones y angustias, de un modo que los hombres no pueden comprender, Dios purificará la Santa Iglesia y despertará el espíritu de los elegidos. Seguirá luego un mejoramiento tan grande en la Iglesia de Dios y una renovación tal de los santos pastores, que sólo de pensarlo mi espíritu exulta en el Señor”.2

Un cambio radical habría de tener lugar en esos tiempos venideros: “La Esposa que ahora es fea y anda mal vestida, se lo he repetido otras veces, será entonces bellísima y estará adornada de gemas preciosas y coronada con la diadema de todas las virtudes. Todos los pueblos fieles gozarán al saberse honrados por pastores así, y también los infieles, atraídos por el buen olor de Jesucristo, volverán al redil católico y se convertirán al verdadero Pastor y Obispo de sus almas. Dad gracias pues al Señor porque tras la tempestad otorgará a su Iglesia una grande y bella calma”.3

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A ella se le dio todo, en plena unión de amor

Catalina, a través de su apostolado, de sus célebres amonestaciones dirigidas a las autoridades eclesiásticas y civiles y, sobre todo, por la ofrenda de sus numerosos sufrimientos, trabajó para reconducir a las ovejas de Cristo a un solo rebaño bajo la égida de un solo pastor.

Esa fue la lucha sin tregua que libró durante toda su vida y que se volvió más reñida con el paso del tiempo. Catalina ansiaba el día en que la Esposa Mística de Cristo fuera “coronada con la diadema de todas las virtudes” y en el que el Reino de Dios se extendería por todo el orbe.

El 29 de abril de 1380, con 33 años, Catalina dejó esta vida: Nuestro Señor la llamaba para concederle, por fin, la plenitud de la unión de amor de la cual antegozaba en la tierra. Su cuerpo fue enterrado en la basílica de Santa María sopra Minerva, de Roma, bajo cuyo altar mayor reposan hoy sus restos mortales. Pío II la canonizó en 1461 y Pablo VI le concedió el título de doctora de la Iglesia. Fue declarada también patrona de Italia y de Europa.

El Espíritu Santo actuó de forma tan extraordinaria, fecunda y directa sobre el alma de Santa Catalina de Siena que sería imposible mencionar en este artículo todos los aspectos de esa acción divina. Pero, incluso habiéndonos restringido a tratar solamente algunos de ellos, es suficiente para subrayar el rasgo más marcante de su gloriosa vocación: el especialísimo lazo de amor que la unía con el Altísimo y que la hizo vivir en esta tierra como si ya estuviera en el Cielo. 2


1 La autora es miembro de los Heraldos del Evangelio, licenciada en Derecho por el Centro Universitario Salesiano de São Paulo y está inscrita en la Orden de Abogados de Brasil en la Sección São Paulo.

2 BEATO RAIMUNDO DE CAPUA. Santa Catalina de Siena. Barcelona: La Hormiga de Oro, 1993, p. 281. 

3 Ídem, ibidem. 

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