Corría el año 325. Aunque reinara una relativa paz en la Iglesia por el hecho de que el emperador Constantino le había dado plena libertad de culto, un gran dilema surgía sigilosamente en su seno… Se hacía necesario adoptar actitudes decisivas para combatir un peligro mil veces peor que el de la antigua persecución abierta: la herejía que brotaba en el interior del rebaño de Cristo, que amenazaba dividirlo.
Arrio, autor de la infame doctrina que sembraba la división, insistía en afirmar que Dios Padre era el único ser eterno, increado, y Cristo, una mera criatura subordinada al Padre y ajena a Él en cuanto a su esencia. Según el heresiarca, Jesús sería Hijo de Dios, pero no Dios en sí y por sí mismo.
Entretanto no faltaron pastores de doctrina pura y rectilínea como la lámina de una espada que se levantaron para defender la consustancialidad trinitaria, indivisible y tres veces santa. La herejía, no obstante, crecía de tal forma que fue preciso convocar un concilio para salvaguardar la unidad de la Iglesia.
Joven diácono en el Concilio de Nicea
La magna asamblea tuvo lugar en la ciudad de Nicea, situada a menos de 100 kilómetros de Constantinopla. Hacia allí se dirigieron los obispos de Siria, Egipto, Cáucaso, África, Hispania, Persia y Asia Menor, regiones por las cuales se extendía la Iglesia del siglo IV, recién salida de las catacumbas.
El ambiente era de gran expectativa. Constantino quiso darle a aquella reunión toda la pompa y honores admisibles, recibiendo personalmente a los prelados con la deferencia y veneración debidas. ¡Cuántos de ellos eran testigos vivos de valerosa fidelidad a la fe! ¡Cuántos ostentaban en sus cuerpos y semblantes signos visibles de sufrimientos físicos y morales, consecuencia inevitable de los martirios infligidos por sus opresores!
Sin embargo, el concilio tomó enseguida aires de turbulenta disputa. Más de tres centenares de obispos fieles debatían contra poco más de una decena de prelados arrianos, dando lugar a un espectáculo nada elegante ni sereno. Voces alteradas gritaban en griego:
-¡Cristo es meramente un hombre!
-¡No, Jesús es Dios!
-¡Sólo Dios Padre es eterno!
Cuando los desatinos de Arrio y de sus partidarios resonaban con fuerza en la asamblea, un joven diácono se levantó para enfrentarlos. Su elocuencia clara y contundente mostró la superioridad del espíritu de la Iglesia frente a sus contendedores.
Con la locuacidad y la fuerza de argumentación propias a los que tienen la conciencia limpia ante Dios y los hombres, el levita echó por tierra los argumentos de la herejía arriana.
Tras su brillante intervención, regresó con humildad y modestia a su sitio. La doctrina de la consustancialidad 1 había vencido; el misterio había triunfado sobre la mera razón desprovista de fe. Y el paladín de tal victoria era un personaje aún desconocido para muchos de los que lo cercaban.
Algunos años más tarde San Gregorio Nacianceno lo llamaría «columna de la Iglesia» haciendo este agudo comentario: «En Nicea, los arrianos observan al valeroso campeón de la verdad: de estatura baja, casi frágil, pero de porte firme y cabeza erguida. Cuando se levanta, es como si se sintiera que una ola de odio pasa a través de él. La mayoría de la asamblea mira con orgullo a aquel que es el intérprete de su pensamiento». 2
Era Atanasio, heraldo de la verdad y valiente atleta de la fe, que llegó a ser Padre y doctor de la Iglesia.
Patriarca de Alejandría
Había nacido en una familia cristiana de Alejandría en el 295. De su infancia poco se conoce. Se sabe que su formación transcurrió junto al Patriarca Alejandro, que lo nombró lector a los 17 años. Más tarde, en el 318, fue ordenado diácono y se convirtió en secretario del santo prelado, pasando a acompañarlo de cerca en sus numerosas controversias en defensa de la religión.
Cuando el Concilio de Nicea empezó, la ciudad de Alejandría se había vuelto un foco de propagación de la doctrina arriana. En él fue aprobada la fórmula del Credo que hoy conocemos con el nombre de Símbolo Niceno,3 pilar de la ortodoxia católica y perenne condenación del arrianismo. Los adeptos de esta herejía, empero, no se darían por vencidos…
Poco después de la clausura del concilio, San Alejando le confirió a Atanasio la ordenación presbiteral y lo nombró su sucesor. El joven sacerdote trató de huir de tan alta dignidad, mediante un intento de fuga.
«Tú huyes, Atanasio, pero no escaparás», 4 vaticinó el venerable anciano. De hecho, los alejandrinos lo pidieron con insistencia y lograron su nombramiento: a los 30 años de edad Atanasio se convirtió en Patriarca de Alejandría.
El arrianismo no desiste
Esta elección hizo temblar de miedo a los arrianos y a los melecianos, partidarios de Melecio de Licópolis, los cuales, inicialmente contrarios a las teorías de Arrio, acabaron aliándose a éste.
Comenzaba para la Esposa de Cristo una de las épocas más trastornadora de su historia. Aun siendo turbada, también era gloriosa, pues quien es perseguido por causa de la justicia recibe el Reino de los Cielos (cf. Mt 5, 10).
Constantino, que se había mostrado ardiente seguidor de la religión cristiana proclamada en Nicea, ahora daba manifiestas pruebas de incoherencia: los herejes, otrora exiliados por él, regresaban y eran recibidos con honores, mientras que los católicos eran menospreciados. Los púlpitos proclamaban el Credo de Nicea entretanto la doctrina arriana era difundida entre el pueblo sin ninguna recriminación, por medio de cantilenas populares. Para complicar más la situación, fallece Santa Elena, la madre del emperador, única persona capaz de reconducirlo por el buen camino, ya que Constancia, su hermana, se había revelado una fanática partidaria del arrianismo…
Atanasio luchaba con denuedo para mantener a la Iglesia unida y consolidar su legítima autoridad, utilizando en ocasiones medidas enérgicas. Los herejes, por su parte, recurrían a acusaciones calumniosas con la intención de abatir a ese baluarte de la fe.
Una impostora desenmascarada
En el 335 el santo fue intimado por Constantino a participar en un sínodo en Tiro, Líbano. No deseaba ir, pues sabía que la asamblea estaría constituida en su mayoría por eclesiásticos heréticos, con los que jamás podría contemporizar. Sin embargo, el decreto del emperador le obligada a estar presente.
A cierta altura, previa combinación, entra en la sala de reuniones una mujer de mala vida que declara haberse hecho rica a causa del dinero recibido por Atanasio. También decía que era testigo ocular de las abominables acciones practicadas por él. Satisfechos, los arrianos exigieron que fuera depuesto del cargo de Patriarca de Alejandría y condenado por las autoridades competentes.
Sin duda inspirado por el Espíritu Santo, Atanasio cuchicheó alguna cosa con el sacerdote que le acompañaba. Entonces éste, fingiendo ser él el prelado, interpeló a la meretriz:
-¿Así que afirmas que realmente me conoces y me viste hacer todo lo que dices?
Y la miserable criatura, que nunca había estado con el santo obispo, respondió:
-Sí, lo afirmo.
-¿Lo juras?
-¡Lo juro!
De tal forma quedó desenmascarada la impostora que los propios herejes no consiguieron evitar la carcajada general, haciéndose más evidente la inocencia del santo.
Entre calumnia y calumnia…
La insondable mala fe de aquellos empedernidos herejes los llevó a inventar otra acusación: Atanasio habría asesinado y cortado la mano derecha de Arsenio, obispo de Tebaida y meleciano. Como prueba del nefando crimen presentaron en una caja una mano ya reseca, que decían pertenecer al fallecido.
Por una iluminación sobrenatural, el santo intuyó que Arsenio no sólo se encontraba vivo, sino que estaba presente entre ellos. De hecho, cubierto con paños y con la cabeza agachada para no ser reconocido, el indigno prelado antegozaba la inminente condenación del santo Patriarca, su enemigo.
Para sorpresa general, éste se acercó al otro diciendo:
-¿Estáis seguros de que Arsenio murió?
-¡Lo estamos!
-Pues bien, aquí lo tenéis -replicó el santo mientras le descubría la cabeza.
Y, bromeando, prosiguió:
-Dios nos ha dado a cada uno sólo dos manos. Ahora os compete a vosotros explicar en qué parte de su cuerpo encaja la mano que habéis traído…
Comentando estos y otros episodios reveladores de la sagacidad del combativo Patriarca de Alejandría, afirmaba el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira: «Por parte de un doctor de la Iglesia, eximio teólogo con profundidad de espíritu, héroe de gran sensatez, esos rasgos enriquecen su fisonomía, mostrando la pluralidad y la riqueza de aspectos que tiene el alma de un verdadero santo».5
…se inicia una fase de exilios y pruebas
Lejos de darse por vencidos, los arrianos se dirigieron una vez más al emperador, acusando a Atanasio de impedir el suministro de trigo de Egipto a Roma y Constantino decidió desterrarlo a la Galia Bélgica, en el otro extremo del imperio. Fue el primer exilio de una serie de cinco.
Ahora bien, en los comienzos de su episcopado había tomado contacto con los padres del desierto, entre ellos San Antón, a quien había servido como discípulo y de quien escribió su vida, y San Pacomio. Lo que aprendió con ellos le fue muy útil en Europa, donde incentivó la vida anacoreta hasta el punto de ser considerado el precursor del monacato en Occidente.
En las duras persecuciones que sufrió, pasó por terribles vicisitudes, como la de verse en la contingencia de albergarse en una húmeda gruta durante seis años o la de, huyendo por los desiertos de Egipto, haberse refugiado en la sepultura de su propio padre.
Estas y otras muchas pruebas las soportaba con una disposición interior de total abandono y confianza en la Providencia, ante la certeza de que «a los que aman a Dios todo les sirve para el bien» (Rom 8, 28). Incluso hasta de dentro de tan lúgubres escondites elevaba a los Cielos su oración silenciosa, y de ahí salía con el inquebrantable empeño de luchar hasta la muerte, si necesario fuera, para sustentar la causa de la Iglesia contra la herejía.
En esas numerosas idas y venidas, la Alejandría católica recibía a su Patriarca con indecible alegría para, después de un corto período, volver a llorar amargamente su marcha…
Última lucha: ¡la más ardua!
Toda la vida de Atanasio no fue sino una larga batalla contra la herejía arriana. No obstante, antes de entregar su bella alma a Dios, tuvo que librar un combate con un enemigo nuevo e inesperado.
Apolinar, obispo de Laodicea, había sido su amigo en la juventud y guardaba por él un auténtico afecto. Pero con el paso de los años se había desviado de la ortodoxia, aunque seguía un camino diferente al de los arrianos.
En contraposición a esa herejía que, como hemos visto, negaba la naturaleza divina de Cristo, Apolinar afirmaba que el cuerpo de Jesús no fue creado, sino que había bajado desde las alturas celestiales. Por lo tanto, no poseería una naturaleza humana como la nuestra, sino una especie de humanidad glorificada y espiritualizada, en la cual no había sitio para un alma racional.
Esta visión se alejaba de los desvaríos arrianos, no obstante, abría las puertas a un absurdo tal vez peor: al negar la Encarnación del Verbo en el seno purísimo de la Virgen María, también se negaba la Redención.
A los ojos de un hombre recto como Atanasio, los desvíos de Apolinar no podían pasar desapercibidos y merecían una amonestación. Tocar en la sacrosanta Persona de Jesús, tal como había sido adorada por la Iglesia desde el tiempo de los Apóstoles, era herir el alma del venerable prelado en lo más profundo de su ser. El ya «anciano obispo no podía ver desfigurada, ni siquiera por un amigo, la santa fisonomía de su Dios».6
Su refutación al apolinarismo no será menos vigorosa ni menos categórica de lo que al arrianismo, como se puede constatar en una de sus numerosas obras: «El incorpóreo e incorruptible e inmaterial Verbo de Dios aparece en nuestra tierra; […] operando en todos [los seres] en unión con su Padre. […] Vio también la excesiva maldad de los hombres, […] se compadeció de nuestra raza y lamentó nuestra debilidad y, sometiéndose a nuestra corrupción, no toleró el dominio de la muerte. […] Pero tomó nuestro cuerpo, y no simplemente esto, sino que lo tomó de una virgen pura e inmaculada que no conocía varón. […] En efecto, aunque es poderoso y el creador del universo, prepara en la Virgen para sí el cuerpo como un templo».7
Admirado hasta por sus adversarios
Aunque Atanasio era enérgico y radical en la defensa de la doctrina, nos cuentan sus biógrafos que en sus relaciones con los demás se comportaba con humildad profunda, mostrándose muy amable y de fácil acceso para los que a él deseaban acercarse. Inalterables eran también su bondad y tierna compasión por los infelices.
Sus discursos tenían un toque de afabilidad que maravillaba los corazones. Recurría a la reprensión, cuando era necesario, siempre sin amargura, con benevolencia de padre y seriedad de maestro. Sabía ser indulgente sin flaqueza, y firme sin dureza. Reflejándose en su conducta, cada cual podía conocer su propio deber, pues todo en su persona era digno de imitación.
Incluso algunos de sus adversarios le dedicaban secreta admiración, porque «encontraban en él un alma inflexible y superior a todas las consideraciones humanas. Similar a una roca, no había nada capaz de doblegarlo a favor de la injusticia».8
Habiendo empleado toda su vida a la exaltación de la adorable figura del Hombre Dios, Atanasio marchó de este mundo el 2 de mayo del 373 y fue a adorarlo en la eternidad, unido a los profetas, mártires y soldados de Cristo. Haber sido un batallador incansable a favor de la ortodoxia, como tal vez la Esposa de Cristo no haya tenido igual, hizo de este combativo Patriarca uno de los santos más grandes de la Historia.
Autor : Hna. Ariane Heringer Tavares, EP
1 Para designar la consustancialidad proclamada por el I Concilio de Nicea se usa, con frecuencia, el termo griego ?μοο?σιος -homooúsios-, por ser la lengua hablada en aquella asamblea.
2 SAN GREGORIO NACIANCENO. Elogio de Atanasio, apud PATRÍSTICA. Santo Atanasio. São Paulo: Paulus, 2014, v. XVIII, p. 14.
3 Cf. Dz 125-126.
4 GUÉRIN, Paul. Les petits bollandistes. Vies des Saints. 7.ª ed. Paris: Bloud et Barral, 1876, v. V, p. 243.
5 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Santo Atanasio, gigante contra o arianismo. In: Dr. Plinio. São Paulo. Año XVI. N.º 182 (Mayo, 2013); p. 28.
6 BARBIER, Paul. Vie de Saint Athanase: Patriarche d’Alexandrie, Docteur et Père de l’Église. Paris: Letouzey et Ané, 1888, p. 425.
7 SAN ATANASIO. A Encarnação do Verbo, c. II, n.os 1-3. In: PATRÍSTICA, op. cit., pp. 80-81.
8 GUÉRIN, op. cit., p. 255.