La niña que murió de felicidad

En su gloriosa trayectoria, la Iglesia, Esposa Mística de Cristo, ha suscitado falan­ges incontables de santos, y lo seguirá haciendo has­ta el fin de los siglos.

Al repasar el magnífico firmamen­to de héroes y heroínas que graba­ron la Historia con la marca indele­ble de su santidad, resulta fascinan­te ver a un santo Tomás de Aquino, cuyas enseñanzas iluminaron su épo­ca y las venideras; a santa Zita, una humilde empleada doméstica duran­te casi medio siglo; a santa Teresa de Ávila, mujer inflamada de amor divi­no, renovadora de la vida monástica; a san Pío de Pietrelcina, gran após­tol del confesionario, y un largo etcé­tera que, sin dejar de maravillarnos, inspira esta pregunta: ¿la santidad se­rá privilegio de grandes almas como aquellas?

¡Claro que no! Todos, sin excep­ción, estamos llamados a la santi­dad. Los santos canonizados sirven de ejemplo, como si dijeran: “Con la gracia de Dios yo pude alcanzar la santidad, ¿por qué no podrías alcan­zarla tú también?”

La historia de la Beata Imelda nos muestra de una manera especial que la santidad es un don gratuito de Dios, y que Él nos llama a seguir ese camino a cualquier edad.

Consagrada a la Virgen el mismo día de su nacimiento

Esta niña angelical nació en Bo­lonia (Italia) el año 1322. Su padre, Egano Lambertini, pertenecía a la nobleza y ocupó cargos tan impor­tantes como el de gobernador de Brescia y embajador ante la Repú­blica de Venecia. Tanto o más que su gran habilidad, prudencia y valor militar, lo distinguía su profunda fe y amor a los pobres. Su madre, Cas­tora, de la ilustre familia de los Ga­luzzi, rogaba a la Santísima Virgen la gracia de tener al menos un hijo. Después de innumerables súplicas y del continuo rezo del rosario en esa intención, obtuvo el favor tan anhe­lado: el nacimiento de una linda ni­ña.

Apenas abrió su hija los ojos al mundo, Castora la tomó en sus bra­zos y la ofreció a la Santísima Virgen: “¡Oh, Señora, no podías haberme da­do una hija más bonita! Te la ofrez­co, ¡hazla toda tuya!” La Virgen Ma­ría aceptó con agrado esta ofrenda. La pequeña Imelda creció en edad y virtud bajo los cuidados de su pia­dosa madre, que le dio una esmerada formación religiosa.

No la atraían las típicas recrea­ciones infantiles, pero sí le gustaba mucho hablar de Dios y de las cosas sobrenaturales. Pasaba largas horas arrodillada frente a un altar que ella misma adornaba con flores.

La voz de Dios no tardó en ins­pirarla en lo profundo de su alma, con el deseo de abandonar el mundo y consagrarse totalmente a su servi­cio.

Monja ejemplar con sólo diez años

Era común en aquella época la admisión de niños en los conventos y monasterios, ya fuera por volun­tad propia o por iniciativa familiar. Así, a los ocho años de edad Imelda Lambertini fue admitida como obla­ta en el monasterio dominico de San­ta María Magdalena di Val di Petra, donde se prepararía para ingresar al noviciado.

Dos años después, en una sencilla ceremonia íntima, tuvo la alegría de recibir el hábito de Santo Domingo. Bien sabía que este don inaprecia­ble le pedía a cambio el doble de fer­vor. Tomando aquel acto con profun­da seriedad, Imelda se transformó en un modelo para todas las hermanas. El solo hecho de verla pasar con ale­gría, modestia y humildad, hacía que las religiosas se sintieran confirmadas en su vocación.

Imelda amaba intensamente a Je­sús sacramentado. Su alma inocen­te exultaba de gozo al considerar que en el sagrario se hallaba el mismo Je­sús nacido de la Virgen María, que en Belén se recostó en un pese­bre, y que por amor a los hom­bres fue crucificado y muerto, para resucitar triunfante al ter­cer día.

La niña-monja se pasaba horas junto al tabernáculo. Na­da más surgía una oportunidad se iba hasta allá, para quedar inmóvil, con los ojos fijos en el sagrario y el rostro iluminado por una intensa claridad. Las religiosas sentían admiración por el fervor y la piedad de su infantil compañera. Concluye­ron ellas, maravilladas, que un especial designio de la Provi­dencia se cernía sobre aquella alma.

¿Cuándo podré comulgar?

Siempre que la comuni­dad se reunía en la capilla para asis­tir a la misa conventual, Imelda con­templaba extasiada a todas las que se acercaban a la mesa eucarística pa­ra la Comunión. Entonces, surgía en su interior esta pregunta: “¿Cómo es posible seguir viviendo en esta tie­rra después de haber recibido al pro­pio Dios? Jesús mío, ¿cuándo tendré también la alegría de recibirte?”

En esa época no se permitía que los niños comulgaran; había que es­perar hasta la adolescencia. Pero es­to no le quitaba a Imelda su ardoroso deseo de recibir la Eucaristía cuanto antes. Cuando se encontraba con su confesor o con la Madre Superiora, repetía la misma pregunta:

–¿Cuándo podré comulgar?

Siempre se mostraba obediente y resignada ante la invariable respues­ta de que era preciso “esperar un año más”. Imelda suspiraba por el ama­necer del que sería, sin duda algu­na, el día más feliz de su vida, el de su Primera Comunión.

Murió de felicidad…

La madrugada del 12 de mayo de 1333, víspera de la fiesta de la Ascen­sión del Señor, las campanas tocaban alegremente llamando a las religiosas al canto del Oficio Divino. Acabada la salmodia, el sacerdote inició la ce­lebración de la santa misa. Al llegar el momento de la comunión, Imel­da, arodillada al fondo de la iglesia, acompañaba con deseos ardorosos el movimiento de las monjas que reci­bían la sagrada Hostia y regresaban, recogidas, a sus lugares. De su cora­zón brotó la más ferviente súplica:

–Jesús mío, dicen que porque soy una niña no puedo comulgar aún, pe­ro Tú mismo dijiste: “Dejad que los niños vengan a mí”. Señor, te lo pido: ¡ven a mí!

Jesús, en su tierno amor a los ino­centes y humildes de corazón, no se resistió a esa súplica. Una hostia salió del ciborio y se elevó en el aire, de­jando un rastro luminoso por donde pasaba, y se posó encima de la cabeza de Imelda. El ministro de Dios vio en el prodigio una clara manifestación de la divina voluntad, tomó la Hos­tia y le dio, por fin, su Primera Co­munión.

Ella cerró los ojos e inclinó suave­mente la cabeza, absorta en un pro­fundo recogimiento. Terminó la misa y pasaba el tiempo, sin que la peque­ña religiosa hiciese movimien­to alguno, y nadie se atrevía a perturbar aquella paz beatífi­ca, aquel éxtasis en que se en­contraba, convertida en vi­vo sagrario de Dios. Por fin, la Madre Superiora decidió lla­marla; cuál no fue la sorpresa de la comunidad al darse cuen­ta que la niña no respondía…

Imelda había fallecido. Su corazón no resistió tanta feli­cidad.

* * *

BeataImelda.jpgEn 1826, el Papa León XII confirmó y extendió a toda la Iglesia el culto que de siglos atrás ya se le prestaba en Bo­lonia. En 1908 el Papa san Pío X la proclamó patrona de todos los que hacen la Prime­ra Comunión. Su cuerpo vir­ginal permanece incorrupto y pue­de ser venerado en la capilla de San Segismundo, en Bolonia. Su memo­ria litúrgica se celebra el 12 de ma­yo.

Beati mortui qui in Domino mo­riuntur (Bienaventurados los que mueren en el Señor). ¡Oh Beata Imelda, moriste en el Señor! Haz que tu luminoso ejemplo de amor despierte en nosotros, peregrinos en esta tierra, una insaciable hambre eucarística, y que satisfechos con el Pan de los Ángeles, un día podamos cantar contigo eternamente la gloria de Jesús, que murió en la Cruz por nosotros y se hizo nuestro alimento espiritual hasta la consumación de los siglos.

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