“Por el abandono total muerto que ha hecho de sí en Dios, no desea conocerlo, ni entenderlo, ni gustarlo. Nada quiere, nada sabe y nada desea poder”, es ésta la vía del “amor muerto” predicada por la santa.
Oh amor de Dios que no eres conocido ni amado: ¡cuán ofendido estás!”… Estas misteriosas y sublimes palabras resonaban en las paredes del monasterio carmelita de San Fridiano, en Florencia, una tarde de invierno de 1584. Una novicia de 18 años las había pronunciado con labios trémulos, el rostro ardiente y bañado en lágrimas. Sorprendidas, las hermanas no sabían qué pensar: les era conocida la piedad de su joven compañera, pero nunca la habían visto en ese estado de exaltación, al borde del desmayo. La cogieron en brazos, pensando que estaba afectada por una enfermedad repentina e intentaron calmarla; aunque, durante dos horas, parecía que no veía ni oía nada, dominada exclusivamente por esta idea: Dios es amor, ¡y no es amado! Se trataba de Santa María Magdalena de Pazzi. «Flor de contradicción» Dios, Señor de la Historia, atiende siempre a las necesidades de cada época suscitando almas santas que —a través de su ejemplo personal, por su predicación y escritos o incluso por la apertura de una nueva vía de perfección— enfrentan los errores de su tiempo, llamando a la conversión a las personas extraviadas. En el cinquecento la península italiana se caracterizaba por una visualización antropológica del universo donde el hombre —con sus valores y cualidades, pero también con sus deficiencias— adquiría el lugar principal. Para contrarrestar este desvío “toda la espiritualidad italiana del siglo XVI está impregnada por el tema del amor total. Caminos distintos se hallan unidos por un ansia común de amor teocéntrico que parece brotar como flor de contradicción del tronco del humanismo renacentista”.1 En este contexto, nacía en la ciudad de Florencia, cuna y centro del Renacimiento italiano, en un suntuoso palacio situado al Sur del histórico duomo, en la esquina de la Vía del Procónsul con el Borgo degli Albizzi, el 2 de abril de 1566, Catalina de Pazzi, hija única de Camilo Geri de Pazzi y de María Lorenzo Buondelmonti, ambos de ilustres familias de la República. Sus padres educaron con esmero a la niña de singular belleza, y en ella depositaron las esperanzas de un futuro brillante en la vida social, en la cual podría destacar gracias a sus dotes naturales y al parentesco de su padre con la prestigiosa casa de los Medici. De hecho, Catalina estaba destinada a brillar en los cielos de la Historia, pero no precisamente según las ilusiones de sus progenitores. «Siento el perfume de Jesús» Había demostrado ser un alma escogida desde la infancia. Encontraba más placer en el silencio, en la oración y en las prácticas de piedad que en los juegos propios de su edad, y su diversión más agradable era enseñar a los niños campesinos el Credo, el Padrenuestro y el Avemaría. A pesar de estar dotada de una gran fuerza de voluntad y de un temperamento ardiente y vehemente oriundo de su sangre toscana, se mostraba siempre obediente y afable con sus padres y superiores. Incluso antes de cumplir la edad requerida en aquellos tiempos para recibir la Eucaristía ya profesaba una excepcional devoción al Santísimo Sacramento. Una vez, su madre, intrigada con la actitud de su hija, le preguntó por qué se pasaba todo el día a su lado sin separarse un instante. Y la pequeña le respondió con candidez: los días que comulgas, “siento en ti el perfume de Jesús”.2 Su confesor, considerando el fervor y la madurez de la niña, consintió en abrir una excepción y le concedió que hiciera la Primera Comunión el 25 de marzo de 1576, cuando tenía tan sólo 10 años. La consolación y el gozo de Catalina no conocían límites. Y habiendo degustado una vez el Pan de los ángeles creció aún más en su alma la piedad eucarística, conforme la frase de la Escritura: “Los que me comen todavía tendrán hambre” (Eclo 24, 21). Así pues, obtuvo autorización para comulgar todos los domingos, por lo que contaba los días e incluso las horas. Adiós al mundo y obediencia a la voluntad de Dios Tres semanas después de su Primera Comunión, el Jueves Santo, se encontraba recogida durante la acción de gracias y se sintió movida por el amor divino a prometerle a Dios proceder de forma a agradarle en todo. Hizo entonces el voto de virginidad perpetua, dando definitivamente la espalda al brillante futuro que el mundo le ofrecía, decidida a vivir únicamente para Dios y en Dios, para siempre. Sus progenitores no pensaban lo mismo y tan pronto como cumplió los 16 años le manifestaron su deseo de que contrajera matrimonio. Así que para no poner en riesgo su consagración a Dios la joven optó por declararle abiertamente a su padre que prefería que le cortaran la cabeza a renunciar a su voto y al estado religioso que tanto anhelaba. Estupefacto ante tanta determinación, Camilo de Pazzi cedió sin oponer más objeciones. Sin embargo, su esposa no se rindió con tanta facilidad. Apegada a su hija por un afecto meramente natural, María Buondelmonti empleó todos los medios a su alcance para desviarla de la vocación religiosa.Pensaba que sólo era un sueño de adolescente que no tardaría en desvanecerse a la vista de un atrayente porvenir. Pero lejos de abandonar su propósito, Catalina lo hizo crecer en su corazón, acrisolado por la espera y la prueba. Al cabo de unos meses, la Sra. de Pazzi tuvo que declararse derrotada. Océano de consolaciones Habiendo vencido la batalla y conseguido el permiso para abrazar la vida religiosa, Catalina eligió el convento de las carmelitas de Santa María de los Ángeles, en el barrio de San Fridiano, por la sencilla razón de que esas religiosas tenían la práctica de la Comunión diaria. Después de haber pasado quince días a título de experiencia, fue aceptada de forma definitiva el 1 de diciembre de 1582, y dos meses más tarde recibió el hábito de novicia y el nombre de María Magdalena, por su especial devoción a esta santa. Se iniciaba para esta joven religiosa una nueva dimensión de vida: por una parte, el Señor le concedería el tesoro de sus consolaciones, para hacerla un apóstol de su amor entre los hombres; por otra —como consecuencia de este amor—, le pediría una participación en los sufrimientos de su Pasión, ofreciéndolos en reparación por los males de su época y por la salvación de los pecadores. Los dos primeros años que pasó en San Fridiano fueron de una continua consolación. Se sentía arrebatada al contemplar el amor de Dios por los hombres y comprender, también, el horror y la maldad del pecado, y la ingratitud de los que lo cometen. Con todo, pasado un tiempo, se vio afectada por una misteriosa enfermedad que la obligó a guardar cama durante tres meses. En estas condiciones hizo su profesión religiosa, el 27 de mayo de 1584. A partir de ese día los éxtasis pasaron a ser continuos, sobre todo por la mañana, después de recibir la Comunión. “La visión de una flor, de una planta, el santo nombre de Jesús o, simplemente, la palabra amor pronunciada delante suyo era suficiente para arrebatarla en Dios”.3 “No sabía si estaba viva o muerta, fuera de mi cuerpo o dentro”, relató más tarde la joven carmelita, describiendo esos místicos arrobos. “Pero veía a Dios solo, glorioso en sí mismo, amándose a sí mismo, conociéndose íntimamente y comprendiéndose infinitamente; amando a las criaturas con un amor puro e infinito; y en la unión única e indivisible, un solo Dios subsistente, de amor infinito, de soberana bondad, incomprensible, imperscrutable”.4 En la Cuaresma de 1585, los fenómenos extraordinarios llegaron a un auge de intensidad. El 25 de marzo, sintió que se grababan en su pecho las palabras Et Verbum caro factum est. El lunes de la Semana Santa recibió los estigmas de Cristo, aunque no de forma visible. El Jueves Santo, la Hna. María Magdalena entró en un éxtasis que duró veintiséis horas. A lo largo de todo el período en el que se conmemora la Pasión del divino Redentor, sintió en sí, físicamente, los mismos dolores, las mismas angustias, los mismos tormentos de Jesús. Sorprendidas y maravilladas, las demás religiosas pudieron contemplarla recorriendo las diversas dependencias del monasterio, ora acompañando al divino Maestro en su agonía, ora en su juicio, ora aún en su dolorosa coronación de espinas. Finalmente, la vieron entrar con una cruz en los hombros en la sala del Capítulo donde se tumbó en el suelo para que fuera clavada en el madero, después se apoyó en la pared y con los brazos abiertos repitió las siete últimas palabras del Crucificado. Unos días más tarde, le fue concedido asistir al descendimiento de Cristo a los infiernos, a su Resurrección y, por fin, a su gloriosa Ascensión. Siguiendo las huellas del Varón de dolores A esas gracias tan insignes habría de seguirse una era de grandes probaciones y luchas. No obstante, el mismo Jesús se dignó anunciarle ese doloroso período, de manera a darle la oportunidad de pronunciar su Fiat y unirla cada vez más al Cristo obediente y sufridor. Ella se limitó a responder, con sencillez y confianza: “Señor, vuestra gracia me basta”.5 En un momento se sintió sumergida en las tinieblas del espíritu —auténtica “jaula de leones”, según su propia expresión—, de las que el enemigo infernal se aprovechó para atentar contra el castillo de sus virtudes. La terrible prueba se inició en la Solemnidad de la Santísima Trinidad de 1585. La Hna. María Magdalena perdió completamente el gusto por la oración y por cualquier ejercicio de piedad; experimentó tentaciones contra la pureza, contra la fe, contra la humildad e incluso contra la templanza en el comer; el espíritu maligno le sugería pensamientos de blasfemia y de desesperación, al punto de inspirarle la idea de abandonar el hábito religioso y huir de la comunidad. En otras ocasiones, se le aparecían corporalmente unos demonios que se lanzaban sobre ella golpeándola durante horas. A tantas tribulaciones vino a sumársele una profunda amargura: varias de sus hermanas, que no comprendían sus actitudes, la criticaban y la acusaban de faltas imaginarias. Cinco largos años pasaron en medio de tantas luchas, intercaladas de breves ráfagas de consolación. Por fin, el día de Pentecostés de 1590, entró en éxtasis durante el canto de Maitines y se sintió liberada. El demonio no pudo triunfar sobre esta alma. Se le aparecieron entonces, de una sola vez, los catorce santos de su especial devoción, congratulándose con ella por la victoria alcanzada. La espiritualidad del amor total En la trayectoria de esta santa carmelita, llaman poderosamente la atención los padecimientos que acabamos de describir, así como sus continuos éxtasis, su virtuosa actuación como maestra de novicias y supriora, y los grandes milagros obrados por ella en vida, como la curación de muchos enfermos y la multiplicación de alimentos en el monasterio. Durante cerca de veinte años sus hermanas de hábito del convento de San Fridiano recogieron cuidadosamente las palabras que brotaban de sus labios “con tal locuacidad, que una persona no sería suficiente para escribir todo lo que el Espíritu Santo le decía”.6 Entonces se hizo necesario designar a seis religiosas para tal servicio, de modo que no se perdieran las preciosas revelaciones que pronunciaba cuando era arrebatada. Tales notas resultaron en numerosas obras de profundo contenido teológico y místico. Su alma, que fue elevada de tal manera a los panoramas sobrenaturales, vislumbraba los misterios de Dios y dialogaba con las tres divinas Personas, según narra uno de sus confesores, el P. Virgilio Cepari: “Cuando hablaba en nombre del Padre eterno, le daba a su voz un timbre grave y majestuoso, y a su discurso una dignidad inconcebible. Cuando hablaba en nombre del Verbo o del Espíritu Santo, mezclaba no sé qué dulzuras a la gravedad y majestad de su palabra. Por último, cuando hablaba en su propio nombre, su voz era más baja y sus palabras tan delicadamente articuladas que se ponía de manifiesto que, en el sentimiento de su propia humildad, quiso aniquilarse ante Dios”.7 La espiritualidad de Santa María Magdalena de Pazzi se centraba en lo que ella denominaba como “amor muerto”. El alma que posee este último peldaño en la escalera de la perfección por ella misma descrita, “no desea, no quiere, no ansía y no busca cosa alguna. […] Por el abandono total muerto que ha hecho de sí en Dios, no desea conocerlo, ni entenderlo, ni gustarlo. Nada quiere, nada sabe y nada desea poder. […] La pena no es pena para ella y no busca la gloria, sino que vive en todo como muerta”.8 Consumación del amor Este amor se traducía en una sed insaciable de salvar a los pecadores y de conquistar almas para el Cielo. Desde el interior de su convento, María Magdalena sufría terriblemente cuando recibía noticias del progreso de las herejías y de la gran influencia ejercida por estas en la sociedad. Su ardor por la conversión de los enemigos de la Iglesia la llevaba a desear permanecer en este valle de lágrimas por mucho tiempo, con el fin de trabajar y mortificarse más y más en esta intención: “Siempre sufrir, jamás morir”, exclamaba con frecuencia. Sin embargo, Jesús y su Madre Santísima no tardaron en llamar a sí a esta hija predilecta, para concederle, por fin, la posesión plena de la unión de amor, de la cual ya experimentaba un anticipo aquí en este lugar de destierro. Los últimos años de su vida transcurrieron sin consolaciones místicas, según su propio pedido, en medio de los sufrimientos inherentes a la enfermedad que le abrevió los días: tos, fiebres, hemorragias, dolores de cabeza. Finalmente, el 25 de mayo de 1607, con 41 años, entregaba su hermosa alma a Dios, tras haber recibido en la víspera el Santo Viático, y haber hecho un solemne pedido de perdón de sus faltas a toda la comunidad. Su luminoso itinerario y su mensaje para la posteridad pueden ser resumidos en estas palabras, exhaladas de su amoroso corazón: “Sin ti no puedo vivir ni estar contenta. […] Si me dieses toda la felicidad que se puede tener en la Tierra, con todos sus placeres, si me dieses la fortaleza de todos los fuertes, la sabiduría de todos los sabios y las gracias y virtudes de todas las criaturas, sin ti, lo estimaría como un infierno. Y si me dieses el mismo infierno con todas sus penas y tormentos, pero contigo, lo consideraría un paraíso”.9 (Revista Heraldos del Evangelio, Mayo/2011, No. 113, pag. 32 a 35) Notas: 1 YUBERO, Alberto. Introducción. In: SANTA MARÍA MAGDALENA DE PAZZI. Éxtasis, amor y renovación . Revelaciones e Inteligencias. Madrid: BAC, 1999, pp. XIX-XX.
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