SAN FELIPE

Por donde anduviera, difundía la alegría de la santidad, de manera que a su lado la satisfacción efímera del pecado no pasaba de ser una grotesca caricatura.

 

En la Ciudad Eterna la noche estaba llegando a su fin, calma y silenciosa. El Sumo Pontífice, tras una jornada más en la que había conducido con valentía la Barca de Pedro, se retiraba a descansar algunas horas para retomar su puesto al rayar el alba.

Sin embargo, no todos reposaban en aquella madrugada de 1544. La célebre Vía Apia, otrora recorrida en esas horas por los San Felipevigías del César o por cristianos que buscaban refugiarse en las catacumbas, presenciaba ahora los pasos de un humilde fiel llamado Felipe Neri, que entonces contaba con 29 años. Caminó algo más de 3 Km. hasta llegar al comienzo de la escalinata de la Catacumba de San Sebastián, su sitio predilecto de oración y recogimiento.

El “pentecostés” de San Felipe

La Santa Iglesia estaba atravesando las perturbaciones religiosas del siglo XVI. Se preparaban en Trento las sesiones del gran Concilio y el mundo cristiano vivía una encrucijada histórica, con un desenlace poco claro. Ante esta situación, Felipe elevaba desde el profundo interior de aquellas húmedas y oscuras galerías una plegaria que se confundía con el clamor de los mártires: “Envía, Señor, tu Espíritu y renueva la faz de la Tierra”.

Mientras estaba rezando, sintió henchirse su corazón “de una gran e inusitada alegría, una alegría hecha de amor divino, más fuerte y vehemente que cualquiera de las que hubiera experimentado antes”.1 Una bola de fuego —símbolo del Espíritu Santo— refulgía delante de él, entraba en su boca y se quedó en su corazón. En un instante se vio asumido por un excepcional amor y entusiasmo por las cosas divinas, así como también por una capacidad fuera de lo común de comunicarlos. Su constitución física, que no pudo contener el ímpetu de esa acción sobrenatural, se modeló milagrosamente a ésta: su corazón aumentó de tamaño y se abrió paso entre la cuarta y quinta costillas, que se arquearon dócilmente para proporcionarle un espacio más grande.

Este episodio prodigioso ocurrido en la vigilia de Pentecostés pasaría a la Historia como “el Pentecostés de San Felipe Neri”. Y los frutos de tamaño portento no tardaron en llegar: “Así es como este hombre, admirable por la dulzura, la persuasión y el fuego de la caridad, empezó esa santa renovación social por la que regeneraría los pueblos de Italia; sublime obra de humildad, paciencia y dedicación que realizó antes de morir, y que su congregación continuó después tan gloriosamente”.2

 

Peculiar vocación

Felipe Rómulo Neri nació en un barrio popular de Florencia, el 22 de julio de 1515. Cuando tenía 18 años, su padre, Francisco, lo mandó a casa de un tío, en San Germano, para que aprendiera el oficio de comerciante. De la hermosa ciudad que lo vio nacer, y que dejaba para siempre, conservaría como un tesoro la formación religiosa que le habían dado los dominicos del convento de San Marcos: “Todo lo que tengo de bueno, lo he recibido de los frailes de San Marcos”, 3 repetiría a lo largo de su vida.

No obstante, su vocación no era la mercantil. Decepcionado con las perspectivas de un lucro que hoy se gana y mañana se pierde, estaba mucho más interesado por acumular tesoros en el Cielo, “donde no hay polilla ni herrumbre que los consuma, ni ladrones que perforen y roben” (Mt 6, 20). Al año siguiente se fue a Roma y abandonó a su tío y sus negocios.

El tema de una vocación “oficial” no se le planteaba a este joven, decidido ya a entregarse a Dios. No quería ser sacerdote en ese momento, ni ir a ningún convento, ni integrarse en cualquiera de las instituciones eclesiales de aquella época. Entretanto, difícilmente encontraremos en el clero, los claustros o cofradías de aquel siglo persona más devota que él. Desde su juventud, Felipe tenía una característica especial para escapar de los moldes habituales, porque pretendía demostrar que la única regla perfecta en sí misma es la caridad y ninguna disciplina tiene valor alguno cuando se aparta de la obediencia a Jesucristo.

De hecho, en el mundo llevaba una vida espiritual admirable. Consiguió asilo en casa de un noble florentino, que se había establecido en la Ciudad Eterna, y allí quiso pasar varios años aislado, orando y con severa penitencia. Frecuentaba con avidez la Roma Antigua, dejándose estar largas horas en oración en los sagrados lugares. Años más tarde se sintió atraído por estudiar Filosofía y Teología, llegando a sorprender a los maestros de las universidades de la Sapienza y de la del Studium agustiniano alver el vuelo intelectual que tenía ese hombre que vivía como un mendigo.

Esta temporada de estudios fue altamente fecunda, hasta el punto de servirle para el resto de su vida y darle la justificada fama de poseer una sabiduría en nada inferior a la de los teólogos más grandes que esa época conoció. Santo Tomás de Aquino sería para siempre su maestro; la Suma Teológica, su libro de cabecera.

 

Difundía la alegría de la santidad

En poco tiempo empezó a comentarse por toda la urbe la santidad de ese peregrino de vida edificante. Solidificado en la virtud, por un largo período de recogimiento, sintió que la hora de iniciar su obra evangelizadora había llegado. Para ello, escogió las zonas más pobres y “en todos los barrios, incluso en los de peor fama, predicaba al aire libre a oyentes benévolos y obtenía conversiones extraordinarias”. 4 Su forma de interpelar a un pecador consistía en poner la mano en el hombro, en el sitio donde se lo encontrase, y decirle “Vamos a ver, hermano, ¿es hoy cuando nos hemos decidido a comportarnos bien?”.5

Estaba dotado de un gran atractivo personal y difundía a su alrededor la alegría de la santidad, de maneura que a su lado la satisfacción efímera San Felipedel pecado no pasaba de ser una grotesca caricatura. Todos querían estar cerca de él y recibir el desbordamiento de su amor a Dios. Los jóvenes se apiñaban para oírle hablar de las cosas del Cielo y para jugar juntos, en ruidosa algazara. Dirigiéndose a un adulto quisquilloso que se quejaba del griterío le respondió con un sencillo argumento: “¡Ellos no están cometiendo ningún pecado!”6 De hecho, en el innovador método de evangelización de este apóstol laico estaba todo permitido, menos el pecado y la tristeza.

 

Así era la amistad de estos santos…

Lanzado en un incansable apostolado junto al lecho de los enfermos, Felipe liberó de la desesperación y condujo hasta la muerte santa a muchos moribundos. Junto con su confesor, el P. Persiano Rosa, fundaron en 1548 la Confraternidad de la Santísima Trinidad, destinada a atender a convalecientes y peregrinos.

San Ignacio de Loyola se daba cuenta de la valía de Felipe y le hizo reiteradas invitaciones para que ingresara en la Compañía de Jesús, pero prefirió continuar en su condición de pietoso lazzarone (mendigo miserable).

Admirado por la legión de personas que movidas por sus palabras abrazaban la vida consagrada, San Ignacio le apodaba de “campana”, y lo explica así: “Al igual que la campana de una parroquia que llama a las gentes a entrar en la iglesia, pero permanece en su sitio, este hombre apostólico hace que otros entren a la vida religiosa y él se queda afuera”.7 En contrapartida, Felipe —que se sentía llamado a suscitar religiosos, aunque no para ser uno de ellos— manifestaba un gran entusiasmo hacia el convertido de Manresa, de quien llegara a afirmar que nunca contemplaba su fisonomía sin verlo resplandeciente como un ángel de luz. Así era la amistad de estos santos.

 

«Roma será tu India«

Pero si el fundador de los jesuitas no consiguió atraerlo a la Compañía, su hijo espiritual, Francisco Javier, despertó en el pietoso lazzarone un inmenso deseo de ir a la India, a fin de conquistar el mayor número de almas posible para Cristo.

Las cartas del Apóstol del Oriente estaban a la orden del día en los ambientes eclesiásticos romanos. Felipe reunió en torno de sí a un núcleo de discípulos más cercanos para que le auxiliaran en el apostolado —los futuros sacerdotes de la Congregación del Oratorio, que fundaría en 1575—, con quienes comentaba las narraciones llegadas desde la India y decía lamentándose: “¡Qué pena que existan tan pocos obreros para recoger semejante cosecha! ¿Por qué no vamos nosotros también a ayudarles?”.8

Con insistente oración imploraban luces sobrenaturales para decidirse sobre el viaje. La respuesta vino por boca del abad cisterciense de Tre Fontane , a quien Felipe le había consultado: “Roma será tu India”.9 Nuestro santo comprendió que su vocación era la de ser misionero en la Ciudad Eterna, en donde le esperaban sufrimientos, fatigas y sacrificios, como no hubiera encontrado en la India.

 

La peregrinación de las siete iglesias

El 23 de mayo de 1551 recibía la ordenación presbiteral. Tenía 36 años y desde ahora ejecutaría, como ministro del Señor, los trabajos de su viña. En el ejercicio de su ministerio sacerdotal, a sus discípulos pobres se unirían nobles, burgueses, artistas y cardenales. ¿Cuál era el principal método de actuación escogido por San Felipe Neri para atraerlos? La originalísima “peregrinación a las siete iglesias”.

El programa de la “peregrinación” empezaba en la Basílica de San Pedro, donde tras una lectura espiritual seguía una exposición doctrinaria. Los participantes meditaban, comentaban y el P. Felipe sacaba la conclusión. A continuación se dirigían todos a la Basílica de San Pablo, cantando himnos y salmos con profunda compenetración. Llegados allí oían una San Felipenueva conferencia sobre la Historia de la Iglesia, la vida de los santos o la Biblia. Y así proseguían hasta el mediodía, cuando entonces asistían a Misa y comulgaban en la iglesia de San Sebastián o en la de San Esteban.

Después se servía una comida en los jardines de los alrededores, animada siempre por la contagiante alegría de San Felipe Neri. La “peregrinación” comenzaba de nuevo con un cortejo musical y pasando por otros templos venerables. El número de conversiones superaban cualquier expectativa.

Miembros de importantes familias, como la de los Medici o la de los Borromeo, estaban codo a codo con niños huérfanos y con humildes artesanos durante este piadoso ejercicio que, por su fervor, censuraba a los cristianos tibios, pero que a la vez les emplazaba a imitarlo. Podremos contar hasta mil personas peregrinando juntas en un mismo día, entre las cuales estaban cuatro futuros Papas —Gregorio XIII, Gregorio XIV, Clemente VIII y León XI— y el genial compositor Giovanni Pierluigi da Palestrina. Sin embargo, poca importancia daba San Felipe Neri a los cargos y talentos si discernía en las almas la fealdad del pecado. Cumplía su misión de purificarlas y hacerlas humildes, cualesquiera que fuesen.

Al atardecer terminaba la meditación en la Basílica de Santa María la Mayor y todos regresaban a sus casas cargados de buenos propósitos y, lo que es más importante, con fuerza para cumplirlos.

 

Santas peripecias

Entre los historiadores que retrataron la imagen de este insigne santo se encontraban algunos que lo describieron con trazos inexactos, como si fuese un cómico, interesado sólo en despertar la risa con sus dichos jocosos. En realidad, la alegría de este varón sobrenatural provenía de su unión con Dios, de sentir en su interior la presencia consoladora del Espíritu Santo y poder comunicarla al mundo. Conocía mejor que nadie la inmensa riqueza que significa la posesión del estado de gracia, un bien preciosísimo en comparación al cual nada tiene ningún valor. La consideración de los misterios divinos lo colmaba de inmensa felicidad, de la que brotaba esa peculiar actividad evangelizadora.

Sus pintorescos métodos llenos de vivacidad los empleaba con mucho criterio y en el momento oportuno, buscando siempre extirpar o ridiculizar el error, conducir a la virtud y, de vez en cuando, ocultar su santidad o sus dones sobrenaturales. Así, por ejemplo, si un penitente omitía en la confesión algún pecado, le decía: “Te falta tal pecado”. Y si alguien le preguntaba: “¿Cómo sabe que cometí también ese pecado?”, su respuesta era: “Por el color de tu pelo”.10 Evitaba de esta manera revelar el don de discernimiento espiritual con el que la Providencia lo había dotado.

Felipe obtenía de Dios el favor de muchos milagros, que el pueblo no dejaba de relacionarlos con la eficacia de sus oraciones. Para evitar esto, llevaba consigo con una gran bolsa sobre la que afirmaba que contenía preciosas reliquias. Tocaba a los enfermos con ella y si alguno se curaba entonces atribuía el hecho al poder de las reliquias. Este argumento convenció a muchos, hasta el día en que se hizo un gran descubrimiento: ¡la bolsa estaba vacía!

En cierta ocasión, dos sacerdotes del Oratorio tuvieron un serio enfrentamiento y no querían avenirse a razones. Felipe los llamó a su presencia y, en nombre de la santa obediencia, les mandó a cada uno que cantase y bailase una música folklórica para el otro. Con este inusitado espectáculo se obró la reconciliación.

En una “peregrinación a las siete iglesias”, San Felipe se dio cuenta de la presencia de una dama de la nobleza que ostentaba un faustoso vestido, joyas y gran peinado. Al percatarse de que tal señora no andaba tan preocupada con las cosas de Dios como por su apariencia personal, el santo le colgó de la nariz sus propias gafas. El público estalló en sonoras carcajadas. Ella entendió la lección y terminó con devoto recogimiento el ejercicio empezado con frivolidad.

Podríamos multiplicar indefinidamente el relato de episodios como éstos, todos sorprendentes, llenos de candidez y de presencia de espíritu.

 

“¡He aquí la Fuente de toda mi alegría!”

San FelipeSan Felipe Neri dejó este mundo a los 80 años. Según el Cardenal Ángelo Bagnasco, vivió en una época en la cual “la Iglesia conoció un insólito florecimiento —sería mejor decir una ‘auténtica concentración’— de santos y santas que, por número y calidad, difícilmente se encuentra en la Historia de la Iglesia”.11 En este contexto su papel no fue nada pequeño.

Su amor a la Iglesia, su entrañada devoción a la Misa y a la Virgen Santísima, sumados a su disposición de servir al prójimo, produjeron copiosos frutos. Sufrió lo inenarrable a causa de una frágil salud, persecuciones y envidias, sin que por ello perdiera la sonrisa, mantenida siempre con heroísmo. El día de su muerte, el 26 de mayo de 1595, aún celebró Misa, atendió varias confesiones y mantuvo con los sacerdotes del Oratorio unas últimas horas de convivencia. Cuando recibió el Viático pronunció estas palabras, resumen de su existencia: “¡He aquí la Fuente de toda mi alegría!”.12

La Congregación que él fundó, innovadora en muchos aspectos, asumió la misión de continuar su obra basada en la caridad, exenta de rígidas normas que pudieran restringir una actividad evangelizadora a ser ejercida en medio del mundo, en beneficio de las almas inmersas en las preocupaciones mundanas.

Aún se conservan hasta hoy, como elocuentes testigos del “pentecostés” de San Felipe Neri, sus dos costillas arqueadas: una en el Oratorio de Roma y la otra en el de Nápoles. Estas preciosas reliquias parece que proclamasen a sus hijos espirituales y a todas las almas llamadas a la labor apostólica: “Los hombres que dejan que su corazón sea moldeado por la acción del Espíritu Santo son los que verdaderamente colaboran para renovar la faz de la Tierra”.

(Revista Heraldos del Evangelio, Mayo/2010, n. 101, pag. 34 a 37)


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