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El primer acto de este drama comenzó la noche del 19 de julio del año 64, con los repetidos toques de trompeta de los vigías apostados en puntos estratégicos de la capital del mundo. Toques de alarma, bien conocidos y temidos, seguidos de inmediato por los primeros gritos:

“¡Fuego…! ¡Fuego…! ¡Fuego…!”

Un incendio dotado con gran poder destructor

En la superpoblada ciudad, con barrios pobres donde se amontonaban casas de madera, un incendio no era más que un accidente común. Éste, sin embargo, demostró enseguida un gran

poder destructor. En cuestión de minutos las voces de “¡fuego!”, cada vez más aterrorizadas, se esparcieron por las calles del barrio popular del Gran Circo y poco después a otros más.

Las llamas parecían haberse propagado a varias regiones al mismo tiempo, devorando con avidez tiendas comerciales y residencias. Las lenguas de fuego, alimentadas con algunos depósitos de aceite y otros materiales combustibles hallados a su paso, devastaron todos los contornos de los montes Palatino y Celio.

Cuando por fin se apagaron, seis días después, habían destruido diez de los catorce barrios de la gran metrópolis imperial. Tan pavorosa fue la catástrofe, que se hizo imposible calcular el número de muertos.

“No es lícito ser cristiano”

Durante esos terribles días, grandes grupos de hombres impedían con amenazas la actuación de todos los que querían apagar el incendio. Aún más, todos los historiadores antiguos concuerdan en que fueron vistos hombres atizando el fuego.

Los habitantes de Roma acusaron de inmediato a Nerón de provocar el incendio, o al menos de haberlo favorecido. Los antiguos historiadores abonan la acusación, mientras que otros más modernos la rechazan.

Haciendo a un lado la controversia histórica, el hecho indiscutible es que Nerón, para librarse de la inmensa oleada de indignación en su contra, echó la culpa a los cristianos. Para la conciencia de un hombre que había mandado asesinar a su propia madre, semejante calumnia era algo que pesaba muy poco.

Poniendo manos a la obra, el emperador mandó arrestar primeramente a todos cuantos se reconocían cristianos.

Luego, delatores movidos por intereses espurios posibilitaron la prisión de muchos más. ¿Cuántos? No se sabe a ciencia cierta. Un historiador afirma que se trataba de “una gran multitud” .

Todos fueron sumariamente condenados a muerte.

En corto tiempo se difundió una consigna por todo el imperio: “Non licet esse christianus” (No es lícito ser cristiano).

Pavorosas escenas de martirio

El odio dos veces milenario de Satanás y sus secuaces humanos contra la Santa Iglesia Católica está bien retratado en las escenas brutales y escabrosas de esa primera persecución.

Los verdugos no se limitaron a torturar y después decapitar o crucificar a las inocentes víctimas, en espectáculos del Circo de Calígula y Nerón, localizado en la colina del Vaticano. “Todo cuanto pueda concebir la imaginación de un sádico que gozara de plena libertad para practicar el mal, fue puesto en práctica en una atmósfera de pesadilla” , afirma el historiador Daniel Rops en su monumental obra “Historia de la Iglesia de Cristo”.

El emperador ordenó abrir el jardín del parque imperial al populacho.

En el recinto se organizaron “cacerías” de cristianos recubiertos con pieles de animales feroces, que eran perseguidos y finalmente destrozados por los perros. Brutales cornadas de toros salvajes lanzaban a las mujeres por los aires, como una alegoría de una fábula pagana. No faltaron ignominiosos ultrajes contra la virginidad de las doncellas.

Al caer la noche, los verdugos levantaron numerosos postes en las alamedas del parque, y ataron a ellos cuerpos de cristianos embadurnados con resina y pez; luego les prendieron fuego, para que sirvieran de iluminación en la “fiesta”.

Nerón, vestido como cochero, paseaba su carro tirado por caballos a través de las alamedas abarrotadas de aturdidos espectadores e iluminadas por esas antorchas humanas.

San Clemente Romano, tercer sucesor de san Pedro, describe las horrendas escenas de esa noche, de las que fue testigo ocular. Y el historiador romano Tácito, claramente hostil al cristianismo, escribió que tal exceso de atrocidad terminó despertando en algunos sectores de la opinión pública un sentimiento de pena por los cristianos.

Ellos son los Protomártires de la Iglesia de Roma. Sus nombres se desconocen en esta tierra, pero en el Cielo brillan como soles por toda la eternidad, y desde allá interceden por quienes celebramos aquí su gloriosa memoria.

San Pedro y San Pablo

Los dos varones más importantes de la Santa Iglesia también padecieron el martirio en la persecución de Nerón.

Los apóstoles Pedro y Pablo fueron arrestados y encerrados en la cárcel Mamertina; pero no cejaron en su apostolado, logrando hasta la conversión de los carceleros.

El Príncipe de los Apóstoles fue condenado a la crucifixión. Sintiéndose indigno de morir como su Divino Maestro, pidió a los verdugos que lo crucificaran cabeza abajo. En el lugar de su sepultura se edificó la grandiosa Basílica de San Pedro.

El Apóstol de las Gentes mereció alguna consideración de las autoridades imperiales gracias a su calidad de ciudadano romano. Llevado fuera de la ciudad, murió decapitado en la Via Ostiense. Sobre su tumba se halla la magnífica Basílica de San Pablo Extramuros.

Seis millones de mártires

A esta primera persecución siguieron otras nueve a lo largo de 250 años, hasta la proclamación del Edicto de Milán en 313. Se estima que en esa primera fase de la Iglesia, 6 millones de mártires sellaron con la muerte su fe en Nuestro Señor Jesucristo.

O sea, un promedio de 24 mil por año, 66 por día.

“La sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos”. Esa sangre bendita que regó la tierra en los primeros siglos del Cristianismo sigue produciendo sus frutos hasta hoy, y así será hasta el día en que la humanidad entera sea convocada al último acto de la Historia, cuando Cristo Glorioso dicte la sentencia final: “Venid, benditos de mi Padre” … “Apartaos de mí, malditos” (Mt 25, 34 y 41)

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