Caballero y religioso, patriarca y rey, su mayor título de gloria era el de haber vivido siempre bajo la mirada de Dios y al servicio de Su Divina Majestad.
Es difícil no maravillarse al contemplar la diversidad de figuras que la luz forma en un caleidoscopio cuando atraviesa unos pocos trocitos de vidrio colorido, que parece transformar en cristales y piedras preciosas.
Ahora bien, esta forma de belleza, al mismo tiempo una y multiforme, bien podría simbolizar la riqueza de ciertas almas bienaventuradas, cuyo peregrinar por esta tierra desvela aspectos de espíritu tan variados como los policromos dibujos presentados por ese sencillo instrumento.
San Luis IX, rey y patrón de Francia, es una de esas almas fecundas en santidad bajo aspectos variados. La amplitud de sus empresas y la diversidad de las facetas de su vida inspiraron a un famoso escritor francés a afirmar que en él “no sabemos qué admirar más si el caballero, el religioso, el patriarca, el rey o el hombre».1
Había nacido en pleno siglo XIII y le tocó gobernar uno de los principales reinos de Europa en circunstancias muy diferentes a las actuales. En aquella época formaba parte de los asuntos del soberano, por ejemplo, llevar al ejército a la guerra y luchar personalmente al frente de sus tropas. Hubiera sido incomprensible, como afirma Daniel Rops, que un rey tan poderoso no participase en las acciones de las Cruzadas. Sin embargo, añade el historiador francés, “al hacerlo, les devolvió la dignidad, la pureza de intención y de comportamiento que hacía tiempo habían perdido».2
Puede ser considerado, ante todo, un hombre que quería vivir bajo la mirada de Dios. Raramente se vio persona tan compenetrada de pertenecer más al Cielo que a la Tierra. Al punto de que Joinville, su fiel amigo y biógrafo, resumía así su vida: “Este santo hombre amó a Dios con todo su corazón y lo imitó en sus obras». 3
Rey a los 12 años de edad
Luis IX nació el 25 de abril de 1214, en la ciudad de Poissy, cerca de París. Era el cuarto hijo de Luis VIII, apodado León, y de Blanca de Castilla.
De esta virtuosa princesa sería, sobre todo, de quien el santo rey recibiría las principales enseñanzas de nuestra Religión: el amor a Dios y a la Santísima Virgen, el aprecio por la virtud y la aversión al mal. Cuando cogió en sus brazos al pequeño inmediatamente después del Bautismo lo besó en el pecho diciendo: “Hijo mío, ahora que eres un templo del Espíritu Santo, consérvalo siempre inmaculado y nunca lo ensucies con un pecado”. Esta buena madre no dudaba en repetirle, con mucha sinceridad, que prefería verle muerto antes que manchado por una falta grave.
Corrían serenamente los años de la educación de San Luis, cuando el 8 de noviembre de 1226, al regreso de una campaña victoriosa contra los cátaros del Sur de Francia, Luis VIII fallecía, con 40 años de edad. Además del gran dolor por la pérdida del esposo y padre, este acontecimiento acarreaba serias consecuencias, pues el heredero del trono tenía sólo 12 años!
Sin embargo, el rey había manifestado a sus nobles caballeros, reunidos en torno a su lecho de muerte, sus últimas recomendaciones: “Que Luis, mi hijo, sea llevado enseguida a Reims para que sea coronado allí. Que esté bajo el cuidado y la tutela de la reina Blanca, mi querida esposa. Que el condestable Montmorency sea para ella un buen consejero”.4 La última orden de Luis VIII no tardó en ser cumplida: el 30 de noviembre de 1226 San Luis fue coronado rey de Francia.
El gobierno de su familia y de su reino
Blanca de Castilla asumió la regencia y enfrentó con energía y sagacidad las peligrosas amenazas de Inglaterra, las orgullosas pretensiones de la nobleza feudal y una nueva rebelión de los herejes albigenses.
Finalmente, en 1234, a los 20 años de edad, San Luis asumió el gobierno del reino Cristianísimo. Mantuvo aún a su lado a su madre, en una posición de confianza y poder, continuando mostrándose un hijo obediente y respetuoso. Ella fue la que concertó el casamiento del joven rey con Margarita de Provenza, celebrado el 27 de mayo de 1234. De esta unión nacieron 11 hijos, de los que el propio San Luis se encargaba de darles cuidadosa y esmerada educación.
Les instruía sobre todo por la noche, después de recitar Completas. Les hacía entrar en su habitación y les motivaba a una vida virtuosa, contándoles historias de santos, buenos reyes y emperadores, y les recomendaba que de ellos sacaran los ejemplos de virtudes.
Se ocupaba de manera especial de transmitir a sus hijos el hábito de la oración, la asistencia a la Santa Misa, el rezo de las Horas Litúrgicas y la devoción a la Virgen; les exhortaba a que nunca descuidaran la vida espiritual y que despreciaran los placeres y vanidades mundanas.
Un testimonio de estas santas enseñanzas quedó registrado en la Historia en la Carta Testamentaria dejada a su hijo Felipe: “Lo primero que quiero enseñarte es que ames al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con todas tus fuerzas; sin ello no hay salvación posible. Hijo, debes guardarte de todo aquello que sabes que desagrada a Dios, esto es, de todo pecado mortal, de tal manera que has de estar dispuesto a sufrir toda clase de martirios antes que cometer un pecado mortal».5
Este mismo espíritu de fe marcó su largo reinado, durante el cual la bendición de Dios lo acompañó visiblemente, proporcionando el bienestar público, la paz y la prosperidad. Apoyó a las corporaciones de oficio y reguló las costumbres, dando estructura y estabilidad a las organizaciones de la plebe. Fue un alentador de todas las formas de autonomía, pero supo al mismo tiempo ser, sin despotismo, el centro enérgico y vivo del reino.
Justicia sin demoras ni burocracia
San Luis se hizo famoso por su proverbial espíritu de justicia y equidad. Para cohibir las transgresiones y excesos de los jueces, oficiales y otros cargos públicos, nombraba a jueces extraordinarios a fin de examinar su conducta y revisar sus juicios. Premiaba a los que ejercían con honra y responsabilidad sus encargos. Y a los que actuaban mal, les aplicaba un ejemplar castigo.
Y, cosa asombrosa para los hombres de nuestros días, él mismo juzgaba, sin demoras ni burocracia, los pleitos que eran llevados a su conocimiento bajo el famoso roble de Vincennes. Oigamos a Joinville, en su lenguaje sencillo y franco, trazar un esbozo de esas sesiones:
«Solía ocurrir con frecuencia que iba a sentarse al bosque de Vincennes después de la Misa, y se reclinaba bajo un roble, y nos hacía sentar a su alrededor. Y todo el que tenía alguna cosa que resolver venía a hablar con él, sin estorbos de conserjes ni cosa parecida. Y entonces les preguntaba directamente: ‘¿Alguien tiene alguna queja que hacer?’. Se levantaban enseguida los que querían presentar alguna reclamación. Y les decía entonces: ‘Callaos todos, que seréis atendidos uno tras otro’. Inmediatamente designaba a monseigneur Perron de Fonteinnes y a monseigneur Geffroy de Villete y le decía a uno de ellos: ‘Resuélvame este caso’. Y cuando veía alguna cosa que enmendar en las palabras de los que hablaban por él, o en nombre de alguna de las partes, él mismo la corregía”. 6 Perron de Fonteinnes y Geffroy de Villete eran juristas de reconocida competencia.
Justicia y misericordia se alternaban en sus decisiones. El propio hermano de Luis IX, Carlos de Anjou, que había mandado arrestar injustamente a un caballero, fue requerido a comparecer en Vincennes y apareció acompañado por sus mejores expertos. Pero el caballero tenía como abogados, por orden del rey, a los ilustres consejeros jurídicos de la Corona, y obtuvo su justa reparación.
Vida privada de religioso
Detentor de los más altos títulos de nobleza, este rey de Francia prefería firmar llanamente “Luis de Poissy”, pues en esa ciudad había recibido el Bautismo y consideraba su mayor dignidad la de haber sido bautizado. Y, en medio de todas sus obligaciones de soberano, recitaba todos los días las Horas Litúrgicas y leía con asiduidad la Sagrada Escritura y los Padres de la Iglesia. Se confesaba a menudo y exigía como penitencia que el confesor le azotase con un látigo que él mismo traía consigo. Según algunos autores, llevaba su devoción a este Sacramento al extremo de no permitir que el sacerdote le llamara “majestad”, pues en el Tribunal de la Reconciliación él no era rey, sino hijo, y el ministro de Dios no era súbdito, sino padre.
Su amor a Dios y aversión al pecado le hicieron capaz de soportar cualquier mal. Un día le preguntó a su fiel amigo y consejero:
— Joinville, ¿qué prefieres: contraer la lepra o cometer un pecado mortal?
— Prefiero cometer treinta pecados mortales que contraer la lepra!
— Hablas como un insensato, le contestó el rey, pues no hay lepra tan vil como la de estar en pecado mortal. Es verdad que, al morir, el hombre se libra de la lepra del cuerpo; pero quien cometió un pecado mortal no tiene certeza, en la hora de la muerte, si su arrepentimiento es suficiente para obtener el perdón de Dios. Así, te pido que, por amor a Dios y a mí, prefieras padecer en tu cuerpo la lepra y cualquier enfermedad, a tener en tu alma el pecado mortal.7
Su amor al prójimo y su solicitud con los pobres eran reflejo del desvelo de la Divina Providencia. Se cuenta que en una abadía próxima a París había un monje en el que la lepra ya le había desfigurado toda la cara. El santo rey iba a visitarle con regularidad. En cierta ocasión le llevó perdices de su cocina para alimentarlo mejor y le ayudó a comer, acercándole los pedazos de carne a la boca.
Insigne fruto de ese fervor es un monumento que atravesó los siglos, causando hasta hoy admiración en todos los que lo visitan: la Sainte Chapelle. Fue construida para contener una reliquia de la Corona de Espinas de Nuestro Señor Jesucristo y es un resumen de la fe y grandeza de esa alma regia. Cuando en 1239 llegó a tierras francesas la preciosa reliquia el piadoso monarca fue a recibirla en las cercanías de Sens y la depositó provisionalmente en la capilla de San Nicolás. Cuando la Sainte Chapelle fue inaugurada en 1248, la instaló en esta templo-relicario ideada por él con tanta veneración.
Un vencido admirado por el vencedor
A esta alma tan llena de fe y convicta de su filiación divina le era imposible no vivir unida de modo radical a la Cruz del Señor, de acuerdo con las necesidades y criterios de aquella época.
Así, en agosto de 1248, salió del puerto de Aigues-Mortes al son del Veni Creator Spiritus, comandando la VII Cruzada, y en junio del año siguiente conquistó la ciudad de Damieta, en Egipto.
Tras nueve meses de penosas marchas, el ejército cristiano llegó a Mansura en febrero de 1250. Un imprudente ataque a esa ciudad, capitaneado por un hermano del rey, Roberto de Artois, trajo consecuencias desastrosas. Se siguieron una serie de batallas en las que San Luis se distinguía por su valor, y los adversarios eran repelidos. En poco tiempo, sin embargo, los francos tuvieron que enfrentar dos terribles enemigos: primero el hambre, después la peste provocada por la putrefacción del gran número de cadáveres que había. El rey mismo fue contagiado por la enfermedad y hecho prisionero en abril de 1250.
Durante poco más de un mes de cautiverio bajo el dominio del sultán de El Cairo, a todos causaba admiración, por su valentía, piedad y grandeza de alma.
Tras el pago de un voluminoso rescate y de la entrega de la ciudad de Damieta, el santo rey y los demás cruzados fueron liberados y embarcaron hacia San Juan de Acre. San Luis permaneció en Oriente cuatro años más, que aprovechó para establecer ventajosas alianzas y fortalecer las ciudades cristianas de Siria.
Muerte de su madre y salida hacia Túnez
En la primavera de 1252 le llegó la noticia del fallecimiento de su madre, regente del reino. Después de derramar un torrente de lágrimas rezó, arrodillado ante un altar: “Os doy gracias, oh Dios mío, por haberme dado a tan buena madre. […] Vos sabéis que yo la amaba por encima de todas las criaturas, pero como es necesario, ante todo, que se cumplan vuestros decretos, que vuestro nombre sea bendito por los siglos de los siglos».8
La muerte de Blanca de Castilla le impuso al rey la obligación de regresar a Francia, donde desembarcó en abril de 1254. Los años siguientes fueron empleados en la administración y organización del reino. En 1258 consigue que Enrique III de Inglaterra firmara un acuerdo de paz con el reino de Francia.
En julio de 1270 salió hacia Túnez, en África. Se enumeran varias las razones de la elección de esta ciudad como primer objetivo de la nueva cruzada. Para San Luis, la principal causa era todavía la esperanza de convertir a la fe cristiana al sultán de aquellas tierras.
Después de haber tomado fácilmente la ciudad de Cartago, el rey decidió aguardar la llegada de Carlos de Anjou con sus tropas, para atacar Túnez con un mayor número de fuerzas. Pero enseguida la situación se hizo insostenible para los cruzados, reducidos a la inanición bajo el sofocante calor africano, con escasez de agua potable y en precarias condiciones de higiene. No tardó mucho en extenderse una epidemia que exterminó al ejército.
Con la salud ya muy debilitada, el rey fue uno de los primeros en ser postrado por el terrible mal. Durante un mes de supervivencia empleó sus últimos esfuerzos para instruir a sus hijos, en especial a Felipe, el heredero. Los últimos días casi no conseguía hablar. En la víspera de su muerte pidió la Sagrada Comunión; en seguida quiso que lo pusieran en el suelo, sobre cenizas y con los brazos en cruz, y le oyeron que murmuraba: “Señor, entraré en vuestra casa y os adoraré en vuestro santo tabernáculo”. 9 Dichas estas palabras, cerró los ojos y “entregó al Creador su espíritu, en la misma hora que el Hijo de Dios murió en la Cruz para la salvación del mundo”.10 Era el 25 de agosto de 1270.
Así pasó de esta vida a la eternidad quien, viviendo siempre bajo la mirada de Dios, dedicó toda su existencia al servicio y alabanza de Su Divina Majestad.
Fuente: https://es.arautos.org/view/show/29137-san-luis-rey-de-francia
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