Si ese Pilar sobre el cual la Virgen se posó presenció impertérrito tantas vicisitudes a lo largo de dos milenios, hay razones para confiar en la promesa hecha por María al “hijo del trueno”. Cuando Jesucristo, antes de regresar al Padre, les dio a sus Apóstoles y discípulos las últimas instrucciones referentes a la misión que les encomendaba en esta Tierra, les dijo: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19). Indicándoles con esto que el anuncio de la Buena Nueva no debía restringirse sólo al Pueblo Elegido, sino que, por el contrario, debía abarcara todos los hombres.
Misteriosos fueron los caminos que el Señor escogió para hacer efectivo ese mandato. Las primeras predicaciones de los Apóstoles, inmediatamente después de Pentecostés, tuvieron lugar en Jerusalén (cf. Hch 2, 41ss). Produjeron tal avalancha de conversiones que hizo estallar el odio del sanedrín contra ellos. Entonces, comenzó una oleada de violentas persecuciones, aguza das en el período en el que —a causa de la salida de Pilato del gobierno de Judea— se creó un vacío de mando y el sanedrín tuvo de hecho el poder en sus manos. Por eso, muchos cristianos se vieron obligados a huir hacia otras tierras, llevando con ellos el testimonio de una fe acrisolada por las probaciones. Eran la levadura que empezaba a penetrar en la masa del mundo pagano para transformarlo desde dentro por completo. En ese momento histórico fue, sin duda, cuando varios Apóstoles partieron hacia tierras de misión. Y a uno de ellos, como lo había profetizado el Maestro, le tocó viajar hasta “el confín de la tierra” (Hch 1, 8) conocida por aquel entonces, hasta el mismo finis terræ, delimitado por las mitológicas columnas de Hércules: Hispania, una de las más prósperas colonias del Imperio, rica en recursos minerales y cuya gente se había integrado en la estructura administrativa y cultural de Roma. Difícil misión para el “hijo del trueno” Según una venerable tradición, le correspondió este encargo a Santiago el Mayor, hijo de Zebedeo. Debió llegar a la Península Ibérica a bordo de algún barco fletado por judíos de la diáspora, pues numerosos escritos de la Antigüedad cristiana mencionan, desde el siglo III, aspectos de su presencia en esa región. Muy poco se conoce, no obstante, sobre las circunstancias de su predicación. A respecto del lugar en que el apóstol arribó y el recorrido que siguió, los datos disponibles permiten tan sólo aventurar hipótesis. Sin embargo, se puede dar por sentado que en el año 40 se encontraba en la ciudad de Cæsaraugusta (actual Zaragoza) donde, después de infaustas labores misioneras, había obtenido frutos muy modestos. Según consta, sólo siete familias habían abrazado la fe en Cristo en toda la nación. Éstas lo acompañaban en sus lides por la expansión del Reino.1 Grande tuvo que ser la probación por la que el “hijo del trueno” pasó al constatar unos resultados tan por debajo de los anhelos de un alma fogosa como la suya, que había presenciado las proficuas predicaciones en Jerusalén, con multitudes enteras convirtiéndose a la Ley Evangélica. Y bien podemos suponer que el demonio del desánimo hubiera llamado a las puertas de su corazón… Confianza y oración eran las únicas armas a su alcance en esta difícil coyuntura, y se dispuso a usarlas.
Inesperada y animadora visita de la Virgen María La madrugada del 2 de enero del año 40, el apóstol Santiago salió del recinto amurallado de Cæsaraugusta para ir a la orilla del río Ebro a rezar los salmos del Dios verdadero, costumbre judía que los primeros cristianos aún conservaban. Seguramente estaría pensando en el desdén con que los habitantes de aquella ciudad, inmersos en el paganismo y en el vicio, despreciaban la invitación a la verdadera vida. Había llegado el momento escogido por la Providencia para marcar por los siglos a una nación entera. De repente, una intensa luz envolvió el ambiente y una gran multitud de la milicia celestial se hizo visible. Pero aquella fabulosa visión, que contrastaba con la dura prueba por la cual estaba pasando el apóstol, no era sino el marco de lo que vendría enseguida. María Santísima, la Madre de Jesús, que aún estaba viva y moraba en Jerusalén, llegaba sobre una nube traída por manos angélicas hasta el sitio donde se encontraba Santiago. Junto a Ella, otros espíritus celestiales portaban una columna de jaspe, de la altura de un hombre y de un palmo de diámetro. La pusieron en el suelo y la Virgen se posó sobre ella, saludando con afecto al intrépido apóstol, que contemplaba extasiado el inaudito espectáculo. Por un singular privilegio, Santiago iba a recibir directamente de los labios de Nuestra Señora el consuelo y ánimo que necesitaba para continuar con determinación su batalla, seguro de que las dificultades del momento constituían tan sólo una prueba cuya superación le traería abundantes frutos espirituales. Y como prenda de este celestial mensaje, María Santísima quiso dejarle al hijo de Zebedeo el pedestal sobre el que había pronunciado palabras semejantes a estas: “Mira esta columna en que me asiento. Sabe que mi Hijo la ha enviado desde lo alto por manos de los ángeles. En este lugar la virtud del Altísimo obrará prodigios y milagros admirables por mi intercesión y reverencia a favor de aquellos que imploren mi auxilio en sus necesidades, y la columna permanecerá en este lugar hasta el fin del mundo, y nunca faltarán en esta ciudad fieles adoradores de Cristo”.2 Concluida la celestial e inesperada visita, Santiago se encontró nuevamente a solas con sus discípulos. Podemos imaginar la alegría que se apoderaría de aquel reducido grupo de cristianos: la Madre de Dios había ido a consolarlos en la tribulación, dejándoles un peculiar símbolo del que, como fruto de su apostolado, debería ser la fe inquebrantable de aquel pueblo.
Los primordios del actual santuario Pocas son las noticias de las que disponemos sobre lo ocurrido a partir de ese momento, a no ser que, para la conservación del valioso pilar —nombre con el que pasó a ser conocida, más tarde, la celestial columna—, Santiago y los suyos levantaron un minúsculo edículo, que fue conservado hasta la reforma de la basílica realizada a mediados del siglo XVIII. Estaba construido en adobe, en el sentido paralelo a la muralla de la ciudad, y tenía casi cuatro metros y medio de largo por algo más de dos de anchura.3 Es de suponer que, aunque la veneración de las imágenes aún no se hubiese establecido en la Iglesia, pusieran igualmente alguna efigie de María sobre la columna, pues, de lo contrario, almas recién salidas de las tinieblas del paganismo fácilmente podían convertirla en objeto de culto fetichista, como no era extraño que ocurriera en aquella época con piezas semejantes. Sin embargo, otros creen que la Virgen también le entregó a Santiago una imagen, quizá la misma que hasta hoy se venera en el lugar.
De cualquier forma, los frutos de la predicación del apóstol y su pequeño grupo de seguidores no se hicieron esperar. A partir de ese momento la fe comenzó a crecer con fuerza tanto en Zaragoza como en el resto de la Península Ibérica. San Pablo ya hablaba de la existencia de una Iglesia en España (cf. Rm 15, 24) y son constantes las referencias a ella en el transcurso de la Historia. Y cuando en el siglo IV empezó la persecución de Diocleciano, Santa Engracia y sus compañeros escribieron con su sangre en aquella ciudad el bellísimo episodio de los “innumerables mártires”, narrado por el poeta Prudencio en su obra Peristephanon.
O Pilar, inabalável durante dois mil anos Fundada por los íberos en el tercer siglo de la Era Antigua, Zaragoza experimentó a lo largo de su multisecular historia el influjo de diversas razas y culturas que modelaron poco a poco el carácter de su gente. Cerca de quince años antes del nacimiento de Cristo se transformó en una ciudad romana, adquiriendo el nombre de Cæsaraugusta , en honor al emperador. Más tarde fue habitada por visigodos, conquistada por musulmanes, reconquistada por los cristianos y, en tiempos más recientes, dominada por los franceses durante la invasión napoleónica. Pero, en medio de todas esas vicisitudes, algo se mantuvo inalterado a despecho de tanta desgracia. Desde el siglo I de la Era Cristiana hasta nuestros días, late en el corazón de los zaragozanos la fe católica profesada bajo el manto de Nuestra Señora del Pilar, devoción que ni las furibundas persecuciones romanas, ni la dominación visigótica, ni el orgullo de la herejía arriana, ni la invasión sarracena, ni las bayonetas del ejército de Napoleón, cargadas de odio revolucionario contra la Religión, consiguieron destruir. Ante el oleaje de la Historia, impulsado a menudo por una saña anticristiana, el Pilar y el culto a la Santísima Virgen permanecieron imperturbables, por merced de la especial protección profetizada por María en el momento de su aparición. Intolerancia de los Almorávides Dejemos para otra ocasión los interesantes acontecimientos ocurridos durante las dominaciones germánicas y situémonos en la segunda década del siglo VIII, cuando, aprovechando la decadencia de la dinastía visigoda, los guerreros del Islam conquistaron la casi totalidad de la Península Ibérica. Los nuevos señores de las Españas, dependiendo de las circunstancias concretas con las que se encontraban en cada parte, impusieron condiciones muy diversas a la práctica de la Religión católica, que variaban desde la persecución declarada hasta una tolerancia benévola. En Zaragoza el culto fue autorizado, aunque con pesadas restricciones, entre ellas la prohibición de hacer cualquier reparación en los templos, lo que lleva a preguntarse qué estado tendrían esos edificios a medida que las décadas y los siglos hicieran sentir sobre ellos sus efectos… Casi cuatro siglos llevaba la población bajo el dominio sarraceno cuando en 1118 Alfonso I el Batallador, un rey joven y emprendedor, acometió la reconquista de la ciudad. El obispo Bernardo, expulsado poco tiempo antes de la sede cesaraugustana por la creciente intolerancia de los almorávides, acababa de fallecer; entonces como sustituto el monarca propuso al Papa Gelasio II el nombramiento de un virtuoso clérigo francés llamado Pedro de Librana. El Sumo Pontífice, que se encontraba en el sur de Francia, le confirió la ordenación episcopal y colmó de beneficios espirituales a los que otorgasen alguna limosna para la reparación de la ciudad y de su iglesia.4 Recuperada finalmente la ciudad, el nuevo obispo se puso manos a la obra para hacer efectivo el deseo manifestado por el Santo Padre de promover la restauración del vetusto recinto. Entre otras disposiciones, envió una carta a todos los fieles de la cristiandad, en la que menciona a esta iglesia como siendo “prevalente” y la que “antecede a todas por su bienaventurada y antigua nombradía de santidad y dignidad”.5 Otros documentos de la época también certifican que ese templo, con la categoría de catedral, estaba dedicado a la Bienaventurada Virgen María.6 Ahora bien, si en el siglo XII ya era conocido en toda Europa, como lo atestigua la naturalidad con la que Mons. Pedro de Librana habla de él, no se puede negar que existiera antes de la invasión sarracena. Pues si durante ese período de cuatro siglos, como hemos visto, no se le permitió a nadie realizar reforma alguna en los templos cristianos, a fortiori estaba prohibido edificar uno nuevo.
A partir de ese momento, la historia de la iglesia de Santa María de Zaragoza, como era conocida entonces, puede ser acompañada a través de los documentos que atestiguan los hechos más importantes ocurridos allí. De éstos, destacaremos tan sólo dos que confirman la profecía hecha por la Virgen en su aparición al apóstol Santiago: “la columna permanecerá en este lugar hasta el fin del mundo”. La invasión napoleónica Una de las etapas más dramáticas de la historia de España tuvo lugar a principios del siglo XIX, cuando las tropas de Napoleón, impregnadas del espíritu anticristiano que dominó a Francia en el cambio del siglo anterior, ocuparon aquel país. Zaragoza fue una de las ciudades más afectadas por la invasión. Dos veces sitiada por el ejército francés, opuso heroica resistencia al primer cerco y sufrió inenarrables tormentos durante el segundo, en el que las tropas napoleónicas usaron un desproporcionado arsenal de recursos bélicos, con el objetivo de someter a aquel pueblo indómito que, como diría el mariscal francés Suchet, “luchaba diariamente pie a pie, cuerpo a cuerpo, de casa en casa, de un muro al otro, contra la pericia, la perseverancia y el valor sin cesar renaciente de nuestros soldados”.7 Para sustentar esta desigual lucha, los aragoneses obtuvieron la necesaria energía a los pies de la Virgen del Pilar, como lo atestiguaron los mismos invasores. Así se expresaba un oficial galo al describir una situación en la cual la resistencia de los zaragozanos parecía insostenible: “Sabíamos que la agitación en la ciudad crecía por momentos, que el clero continuaba sosteniendo la fe en los milagros, y que la imagen de la Virgen no había aún sido descendida de su Pilar. El pueblo tenía una fe tan viva y ponía tal confianza en aquella sagrada imagen, que no podíamos esperar reducirlo sin haber antes arruinado su venerado templo”.8 En efecto, la obstinada resistencia de aquel pueblo sólo fue vencida cuando el agotamiento, el hambre y las epidemias ya no les permitían a los escasos supervivientes de la ciudad en ruinas levantar siquiera las armas. Habiéndose elevado a 40.000 el número de muertos, fue firmada la capitulación. Una vez más, y de manera providencial, la imagen de María y la ya entonces basílica no sufrieron más daño que la vergonzosa expoliación de todas sus piezas y joyas de valor. El Pilar permaneció en pie como símbolo de la inquebrantable fe del pueblo aragonés.9
Las bombas que no explotaron Ya en el siglo XX, un hecho más demostró la insólita protección celestial sobre la basílica. Pocos días después de haber empezado la Guerra Civil Española, en la madrugada del 3 de agosto de 1936, un avión cargado con cuatro bombas salió de Barcelona en dirección a Zaragoza. Consciente del inmenso efecto psicológico que produciría en los católicos la destrucción del simbólico santuario, el piloto lo sobrevoló a baja altura y lanzó sobre él su destructiva carga. Dos de esas bombas atravesaron el tejado y cayeron en lugares muy próximos al venerado Pilar. Una tercera alcanzó la calzada exterior, a pocos metros de la fachada principal. Ninguna estalló. Tan sólo batieron estrepitosamente el suelo…
¿Cómo no ver en esta fallida tentativa la mano de la Providencia, preservando el lugar donde Dios había prometido operar “prodigios y milagros admirables” por intercesión de María Santísima?
El milagro de Calanda Calanda es un municipio agrícola situado a 100 km al sudeste de Zaragoza, en la vecina provincia de Teruel. En él se producen excelentes aceitunas y un singular género de melocotones —grandes, aromáticos y de notable dulzura— muy apreciados en todo el país. Lo que, no obstante, le ha dado fama internacional no han sido sus estupendos productos agrícolas, ni los episodios de su antigua historia, sino el hecho de haberse producido allí, por intercesión de Nuestra Señora del Pilar, uno de los más impresionantes milagros del cristianismo. El protagonista de este prodigio fue Miguel Juan Pellicer Blasco, hijo de humildes labradores nacido en ese pueblo en la segunda década del siglo XVII.10 Cuando alcanzó la edad de trabajar se mudó a casa de un tío en Castellón de la Plana. Estando un día llevando una carreta muy cargada, tirada por dos mulas, se resbaló, cayó al suelo y una de las ruedas pasó por encima de su pierna derecha, fracturándole la tibia. Como los tratamientos aplicados no surtieron efecto, Miguel hizo un penoso viaje a Zaragoza, donde había un hospital más preparado para cuidar de su caso. Al llegar a la ciudad lo primero que hizo fue visitar a Nuestra Señora del Pilar, a cuyos pies se confesó y comulgó. Después ingresó en el Real Hospital de Nuestra Señora de Gracia, donde los médicos, al constatar el estado de la pierna, decidieron amputársela. De acuerdo con las prácticas vigentes en esa institución, el miembro fue enterrado en el cementerio del hospital, según consta en sus archivos. Vida de mendigo Condenado a vivir lisiado el resto de sus días e incapaz de mantenerse con su propio trabajo, Miguel empezó a subsistir de las limosnas que conseguía en la puerta de la basílica de su querida Virgen del Pilar. La figura del mendigo cojo en poco tiempo se hizo familiar a los feligreses que frecuentaban aquel templo donde él también, muy devoto, oía Misa todos los días. Habiendo transcurrido dos años, se acentuó en Miguel el deseo de volver a su tierra natal; aunque no quería ser una carga para sus padres, decidió emprender el camino de regreso. Se despidió piadosamente de la Virgen y, según su costumbre, untó con el aceite de la lamparita del altar el extremo de la pierna amputada. Tras un penoso trayecto de varios días, recurriendo a la caridad de los arrieros, llegó a la casa paterna, donde fue recibido con todo el cariño y bondad. Consciente del peso que suponía en un hogar tan pobre el mantenimiento de un hijo inválido, Miguel se puso a pedir limosnas en los alrededores y ayudaba, tanto cuanto podía, en las tareas caseras. Así transcurrió su vida hasta la noche del 29 de marzo de 1640. Al volver a su hogar después de un día muy duro, se encontró con un par de compañías de soldados de caballería de paso por el pueblo. Se distribuyeron las casas para pernoctar y a la familia Pellicer le tocó hospedar a uno de esos militares al que, por hospitalidad, le cedieron la cama de Miguel Juan. El joven se dispuso a pasar la noche sobre una simple esterilla a los pies del lecho de sus padres. Se encomendó como de costumbre a Nuestra Señora del Pilar y se acostó temprano, pues la pierna enferma le dolía mucho por el esfuerzo hecho durante la jornada.
Soñaba que estaba en la santa capilla Antes de recogerse, su madre —siempre cuidadosa con su inválido hijo—, fue a comprobar a la luz de un candil si estaba bien acomodado en el improvisado catre. Cuál no fue su sorpresa al sentir una inusual y suave fragancia y al ver que por debajo de la manta asomaban dos pies cruzados. Sus padres, asombrados, despertaron enseguida a Miguel, que dormía un plácido y profundo sueño. Fijándose en las dos piernas, no sabía explicar cómo había ocurrido aquello. Contó únicamente que “soñaba que estaba en la santa capilla de Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza, untándose la pierna enferma con el aceite de una lámpara, como lo había acostumbrado cuando estaba en Zaragoza”, y por eso “tenía por cierto que la Virgen del Pilar se la había traído y puesto”.11 La noticia se extendió rápidamente por la vecindad, provocando gran alboroto. Para mayor sorpresa de la gente, se constató que en la pierna repuesta por intercesión de la Virgen había varias cicatrices existentes antes de la amputación, evidenciándose que se trataba de hecho del miembro cortado. Más tarde se verificaría que en el cementerio del hospital donde había sido enterrada dicha extremidad no había nada. Elocuente prefigura de la resurrección de la carne que tendrá lugar en los últimos días… Milagro comprobado por numerosas personas Cinco días después del milagro, con el concurso de numerosos testigos, se levantó acta notarial, cuyo original se conserva en el Archivo del Ayuntamiento de Zaragoza. La familia Pellicer viajó a Zaragoza a fin de darle gracias a la celestial Princesa. El impacto causado por aquel prodigio aquí fue mayor, pues el antiguo mendigo del Pilar era conocido en casi toda la ciudad. El acontecimiento acabó repercutiendo en la corte española, y el rey Felipe IV quiso conocer personalmente al favorecido por la Santísima Virgen, ante quien se inclinó para besar la pierna objeto del milagro.
A instancias del ayuntamiento, el arzobispado instauró un riguroso proceso para que, tras haber oído a todos los testigos posibles y estudiar detenidamente las circunstancias del caso, se dictara sentencia. Como es obvio, en vista de los hechos, ésta fue positiva. La meticulosa formalidad del procedimiento jurídico hizo de este milagro uno de los más documentados de toda la historia de la Iglesia, constituyendo un auténtico desafío, por su rigor histórico y científico, a todos los que procuran examinar bajo una perspectiva materialista y atea los fenómenos sobrenaturales. Punto de partida hacia Dios “Nunca faltarán en esta ciudad fieles adoradores de Cristo”. Aún en nuestros días marcados por el relativismo y por la indiferencia religiosa, la devoción a la Virgen María permanece viva en los corazones de los zaragozanos, comprobada por los centenares de miles de fieles que acuden todos los años a rendirle homenaje en el día de su fiesta, frecuentan diariamente la santa capilla, siempre llena de devotos, o declinan sus faltas en alguno de los confesionarios distribuidos por toda la basílica. ¿No será que junto a esa columna sagrada, símbolo de la infalible ayuda de María, encontraremos la solución para una nación que, como el resto del continente europeo, va poco a poco abandonando la fe? La respuesta es: ¡Sí!, no hay duda. Si ese Pilar sobre el cual se asentó la Virgen presenció impertérrito tantas catástrofes, hay razones para confiar en la promesa: “la columna permanecerá en este lugar hasta el fin del mundo”. Con los ojos puestos en esta historia bimilenaria de fe debemos considerar el futuro de España y del mundo. Al igual que hizo hace casi dos mil años el “hijo del trueno”, volvámonos con confianza hacia nuestra celestial Intercesora y presentémosle nuestras dificultades presentes. A ello nos anima el Beato Juan Pablo II, el “primer Papa peregrino” que visitó la Basílica del Pilar: “Esa herencia de fe mariana de tantas peregrinaciones, ha de convertirse no sólo en recuerdo de un pasado, sino en punto de partida hacia Dios. […] Porque en esa continuidad religiosa la virtud engendra nueva virtud. La gracia atrae gracia. Y la presencia secular de Santa María, va arraigándose a través de los siglos, inspirando y alentando a las generaciones sucesivas”.12 (P. Ignacio Montojo Magro, EP – Revista Heraldos del Evangelio, Oct/2012, n. 130, pag. 32 a 39)
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