¡Soy todo vuestro, Madre y Señora! Hay ciertos eventos en la vida de Juan Pablo II que vale la pena recordar especialmente. Son aquellas actitudes del Siervo de Dios que siguen dando buenos frutos en la Tierra y tendrán desdoblamientos eternamente en el Cielo. Hablar sobre esto nunca será suficiente: la justicia y la gratitud exigen que estos gestos sean recordados. Devoto de María Dentro de esta perspectiva estarían, por ejemplo, las expresiones de devoción a Nuestra Señora, la catequesis y todo el apostolado Mariano ejercido por el Papa Juan Pablo II. Pero sería un desafío casi imposible de enumerar – incluso de modo sintético – todos sus pensamientos, todas sus actitudes y deseos respecto de la Virgen María. En esta contingencia, sin pretender agotarlos, recordemos hechos y acontecimientos que evocan la devoción de Juan Pablo II a María Santísima, sus implicaciones y consecuencias.
«Totus tuus» Pocas horas después de haber sido elegido Papa (17 de octubre de 1978), al dirigirse a todo el mundo, a fin de anunciar las grandes líneas de su pontificado, él afirmó: En esta hora, […] no podemos dejar de orientar con filial devoción nuestro espíritu a la Virgen María […], repitiendo las conmovedoras palabras “totus tuus”, que […] grabamos en nuestro corazón y en nuestro escudo al momento de nuestra ordenación episcopal”. ¿Qué decir de un hombre que, al alcanzar la situación más elevada y augusta de esta Tierra, proclamara ser “todo de Nuestra Señora?”. La respuesta es simple y sin exageración: Juan Pablo II mostraba, de ese modo, ser un hombre predestinado. Pues quien tiene devoción a Nuestra Señora trae en su alma una marca de predestinación.
Consagración a Jesucristo por las manos de María Durante su largo pontificado, en las más diversas situaciones, él tenía sus ojos continuamente vueltos hacia Nuestra Señora. Aprovechóse de ocasiones solemnes o íntimas, visitas a grandes santuarios o a pequeñas iglesias y capillas, foros internacionales o encuentros privados, para siempre renovar su “consagración a Cristo por las manos de María” (RMa 48). ÉL escogió este medio para mostrar al mundo su amor a la Virgen María y su deseo de vivir fielmente ese compromiso de fidelidad a su devoción mariana. Y de esa forma actuó hasta el fin de su vida. ¿De dónde nació y encontró fundamentos para esa entrañada devoción a Nuestro Señora? Sin duda alguna, en la Tradición Católica y en los ejemplos de vida de innumerables santos. Sin embargo, la mariología de Juan Pablo II fue benéficamente influenciada, sobre todo por San Luis Maria Grignion de Montfort (1673-1716) que afirmaba: “Toda nuestra perfección consiste en estar conformes, unidos y consagrados a Jesucristo. La más perfecta de todas las devociones es sin duda alguna la que nos conforma, une y consagra más perfectamente a este acabado modelo de toda santidad. Y pues que María es entre todas las criaturas la más conforme a Jesucristo, es por consiguiente que, entre todas las devociones, la que consagra y conforma más un alma a Nuestro Señor es la devoción a la Santísima Virgen, su Santa Madre, y cuanto más se consagre un alma a María, más se unirá con Jesucristo ” (Tratado, 120 – in RVM 15).
Historia de una devoción De hecho, la relación de Karol Wojtyla con Nuestra Señora comenzó cuando él era niño. Su madre terrena murió cuando él tenía siete años y el pequeño huérfano se acostumbró a rezar diariamente junto a la imagen de Nuestra Señora en su parroquia. Karol desahogaba sus alegrías, tristezas y esperanzas delante de la Madre Celestial, tal como lo haría con su madre y, tal vez, hasta con más confianza. De Nuestra Señora su alma de niño recibía la comprensión y abrazos que sólo la mejor de las madres sabe dar. Habiendo nacido y vivido en Polonia, donde la mayoría de sus compatriotas venera a la Virgen de Czestochowa, patrona de su bendecida y mariana tierra, esta relación creció a lo largo de su existencia acompañándolo en su formación y durante la vida de sacerdote. Cuando fue elegido obispo, tomó como lema la descripción de un estado de vida que ya había asumido antes y vivía: Totus Tuus. ¡Todo Tuyo! Una de sus frases podría resumir la razón por la cual él decía “Totus Tuus” a María: “Es importante reconocer que, antes de que cualquier otro, el propio Dios, el Padre Eterno, confió en la Virgen de Nazareth, dándole su propio Hijo en el misterio de la Encarnación” (RMa 39). “Rosario: ¡mi oración preferida!» “El Rosario es mi oración preferida. ¡Oración maravillosa! Maravillosa en su simplicidad y profundidad». Estas palabras de Juan Pablo II, dichas el 20 de octubre de 1978, una semana después de haber sido elegido Papa, ayudan a mostrar actitudes de una espiritualidad que él vivía y que fue creciendo durante su pontificado. Durante este periodo, él profundizó y maduró en su devoción a Nuestra Señora y siempre dio muestras de ello: rezaba constantemente el rosario. Era frecuente verlo rezar el rosario devotamente en los momentos de pausa, en sus viajes en el papamóvil, en los encuentros con jóvenes – mientras ellos interpretaban músicas para él -, y en los momentos de recogimientos delante del Santísimo Sacramento o de una imagen de Nuestra Señora. Sus innumerables e importantes actividades nunca fueron obstáculo para justificar el dejar de rezar el rosario. Llegó a ser conocido el hecho que en las audiencias que concedía o en algunas visitas que hacía, el presente o regalo que más ofrecía era siempre un rosario, incluso aunque la persona no fuese católica o no tuviera Fe alguna. Llegó a afirmar que “nunca como en el Rosario el camino de Cristo y de María aparecen unidos tan profundamente. María sólo vive en Cristo y en función de Cristo.» Contemplar con María el rostro de Cristo No es de extrañar que Juan Pablo II quisiera dedicar al Santo Rosario el año en que se celebró el Jubileo de Plata de su Pontificado. Esa fue una actitud querida por él para incentivar “la contemplación del rostro de Cristo en la compañía y en la escuela de su Madre Santísima. En efecto, rezar el Rosario solamente es contemplar con María el rostro de Cristo” (RVM – 3). De ese modo, después de 25 años dirigiendo la Iglesia, el ya anciano Karol Wojtyla confirmaba, una vez más, el “Totus Tuus” de su vida. «Meditar con el Rosario significa poner nuestros afanes en los corazones misericordiosos de Cristo y de su Madre . Después de largos años, recordando los sinsabores, que no han faltado tampoco en el ejercicio del ministerio petrino, deseo repetir , casi como una cordial invitación dirigida a todos para que hagan de ello una experiencia personal: sí, verdaderamente el Rosario marca el ritmo de la vida humana, para armonizarla con el ritmo de la vida divina, en gozosa comunión con la Santísima Trinidad, destino y anhelo de nuestra existencia». Año del Rosario, año para el rosario Juan Pablo II escribió en la Carta Apostólica “Rosarium Virignis Mariae”: “a raíz de la reflexión ofrecida en la Carta apostólica “Novo millennio ineunte”, en la cual invité al Pueblo de Dios, después de la experiencia jubilar, a “partir de Cristo” sentí la necesidad de desarrollar una reflexión sobre el Rosario, en cierto modo como coronación mariana de dicha Carta apostólica, para exhortar a la contemplación del rostro de Cristo en compañía y a ejemplo de su Santísima Madre. Recitar el Rosario, en efecto, es en realidad contemplar con María el rostro de Cristo. Para dar mayor realce a esta invitación, con ocasión del próximo centésimo veinte aniversario de la mencionada Encíclica de León XIII, deseo que a lo largo del año se proponga y valore de manera particular esta oración en las diversas comunidades cristianas. Proclamo, por tanto, el año que va de este octubre a octubre de 2003 Año del Rosario. Constante Apostolado a través de María… El Papa Juan Pablo II siempre quiso dejar patente delante de todos su devoción a Nuestra Señora. Esa devoción, sin duda, era su forma de caminar en la santificación, pero el efecto de ella tuvo como consecuencia hacer apostolado, atraer más almas para Cristo. Él sabía que los ejemplos influencian, entusiasman y arrastran. San Juan Pablo II encontró en el ejercicio de esa devoción un modo de, al mismo tiempo, mostrar su aprecio por la Virgen María y practicar una catequesis mariana, alcanzando así un número mayor de almas que pudiesen abrir sus corazones para Jesucristo. Todos sabían que, después de Papa, – como ya lo hacía en Polonia – nunca dejó de practicar la popular devoción de los primeros sábados, conforme al pedido de Nuestra Señora a los tres pastorcitos de Fátima. Quiso demostrar su devoción a Nuestra Señora cuando atribuyó a la intercesión de María el hecho de haber sobrevivido al atentado que sufrió en la Plaza de San Pedro, el 13 de mayo de 1981, una fecha especialmente asociada a las apariciones de la Virgen en Fátima. … en las audiencias públicas Utilizó siempre las muy concurridas audiencias públicas de los miércoles para difundir las glorias de María y propagar la devoción a Ella. Entre los años de 1995 y 1997, en 58 de ellas, el Sumo Pontífice tuvo a Nuestra Señora como tema constante de las audiencias. Con una didáctica simple y directa, capaz de alcanzar cualquier nivel de cultura, proporcionó a los asistentes de estas homilías una incursión a través de diversos y variados temas que constituyen la mariología. En una de ellas, Juan Pablo II trató de la “Devoción mariana y el culto de las imágenes”. Fue entonces una ocasión para afirmar: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer (…) para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4, 45). El culto mariano se funda en la admirable decisión divina de vincular para siempre, como recuerda el apóstol Pablo, la identidad humana del Hijo de Dios a una mujer, María de Nazareth. El misterio de la maternidad divina y de la cooperación de María a la obra redentora suscita en los creyentes de todos los tiempos una actitud de alabanza tanto hacia el Salvador como hacia la mujer que lo engendró en el tiempo, cooperando así a la redención. Otro motivo de amor y gratitud a la santísima Virgen es su maternidad universal. Al elegirla como Madre de la humanidad entera, el Padre celestial quiso revelar la dimensión —por decir así— materna de su divina ternura y de su solicitud por los hombres de todas las épocas ” (La Virgen María – 58 Catequesis del Papa sobre Nuestra Señora. – Aquino, Felipe Rinaldo Queiroz de (org.). – 6ª. ed. – Lorena: Cléofas, 2006, p. 171). En otra de estas audiencias de los miércoles, Juan Pablo II trató sobre “La oración de María”. El Papa así concluyó su reflexión: «La Virgen, habiendo recibido de Cristo la salvación y la gracia, está llamada a desempeñar un papel relevante en la redención de la humanidad . Con la devoción mariana los cristianos reconocen el valor de la presencia de María en el camino hacia la salvación, acudiendo a ella para obtener todo tipo de gracias. Sobre todo, saben que pueden contar con su maternal intercesión para recibir del Señor cuanto necesitan para el desarrollo de la vida divina y a fin de alcanzar la salvación eterna. Como atestiguan los numerosos títulos atribuídos a la Virgen y las peregrinaciones ininterrumpidas a los santuarios marianos, la confianza de los fieles en la Madre de Jesús los impulsa a invocarla en sus necesidades diarias. Están seguros de que su corazón materno no puede permanecer insensible ante las miserias materiales y espirituales de sus hijos ” (idem – p. 181). … en cualquier ocasión oportuna Las homilías de Juan Pablo II sobre la Bienaventurada Virgen María y su papel y lugar en el misterio de Cristo y de la Iglesia llegan a centenas, no se limitan apenas a las alocuciones de los miércoles. Él dedicó, además, en diversas ocasiones, un número enorme de oraciones y consagraciones a la Santísima Virgen. A veces, de paso, en un discurso, en una audiencia, o en cualquier otra oportunidad, relevante o no, nacidas de su corazón, venían a tono oraciones, recuerdos o algunas palabras sobre Nuestra Señora y la necesidad de tener devoción a Ella. Eran siempre palabras accesibles, sin embargo, elevadas y con un fundamento teológico profundo. Los misterios de la Luz Si queremos completar un poco más el perfil mariano del alma de Juan Pablo II, sería bueno recordar que él escribió la encíclica “Redemptoris Mater” y también la carta apostólica “Rosarium Virginis Mariae». Estos escritos traen un conjunto de pensamientos, meditaciones y afirmaciones de un Papa que ya había caminado bastante en el camino de María. Ellas traían reflexiones de un corazón que se apasionó por la Santa Madre de Dios, la Virgen María. Como corolario de estas meditaciones sobre el Rosario, el Papa agregó a él un conjunto nuevo de cinco misterios. Ellos forman la cuarte parte del Rosario y recibieron la denominación de “Misterios Luminosos” o “Misterios de la Luz». «Cuando se reza el Rosario, la comunidad cristiana está en sintonía con la memoria y con la mirada de María.» (RVM) Los cinco misterios agregados al Santo Rosario colocaron al fiel en un tiempo mayor de contacto con Nuestra Señora. Y esto es fundamental para el católico, pues, “recorrer con María las escenas del Rosario es como ir a la ‘escuela’ de María para leer a Cristo, para descubrir sus secretos, para entender su mensaje.» Juan Pablo II y Fátima Probablemente, la devoción del Papa Juan Pablo II a Nuestra Señora de Fátima viene desde la época de su infancia y juventud, pues, en Polonia, rápidamente la historia y mensaje de la Señora de Cova de Iria fue bastante difundido. Los Obispos polacos participantes del Concilio Vaticano II estaban entre los más entusiastas cuando se trató sobre la realización de la consagración del Mundo al Inmaculado Corazón de María, según el pedido de Nuestra Señora, en Fátima. Entre estos obispos estaban el todavía joven Mons. Wojtyla, que participó activamente en defensa y en la divulgación de esa Consagración. Así resumió su pensamiento sobre esta temática: “Consagrar el mundo al Corazón Inmaculado de María significa aproximarnos, mediante la intercesión de la Madre, de la propia Fuente de la Vida, nacida en el Gólgota. Este Manantial de flujo ininterrumpido, de Él brota la redención y la gracia”. (Homilía del Papa Juan Pablo II, Fátima, 13 de mayo de 1982- en Revista Heraldos del Evangelio, Feb/2011, n. 110) El entonces Mons. Karol Wojtyla participó en cuatro sesiones del II Concilio del Vaticano. Estaba presente cuando el Papa Pablo VI anunció el envío de la rosa de oro al Santuario de Fátima (21 de noviembre de 1964) y la invitación del Cardenal Cerejeira, en la última sesión del Concilio, a todos los obispos del mundo, para ir al Santuario al cincuentenario de las apariciones (1967). Al sobrevolar el territorio de Portugal – 25 de enero de 1979 – Juan Pablo II recordó a Fátima en su mensaje al presidente: “con los mejores deseos, nuestro pensamiento se dirige al querido pueblo portugués, esperando e implorando a María Santísima, venerada especialmente en Fátima, la continua protección y el favor de Dios” (OR, 11 Mar. 1979, p. 2). Protección de Fátima: el Papa no murió El 13 de Mayo de 1981 se cumplían 64 años de la primera aparición de Nuestra Señora en Cova de Iria. Era también conmemorado el cincuentenario de la consagración de Portugal al Inmaculado Corazón de María y el Episcopado Portugués había decretado que ese día sería renovada esa consagración. Para la ocasión, el Papa Juan Pablo II había enviado un telegrama afirmando que se consideraba presente en la ceremonia. El Cardenal Mons. Antonio Ribeiro leyó el texto de la consagración y la oración por las intenciones del Papa. Leyó también un mensaje donde agradecía el telegrama del Papa y, en nombre de todos, pedía a Nuestra Señora “las mejores gracias y bendiciones de Dios” para el Pontífice (cfr. “Voz da Fátima”, 13 Jun. 1981; OR, 9 Mai. 1982, p. 7, cols. 3-4). Y ese mismo día llegó la noticia del atentado. Desde entonces, en el Santuario de Fátima las autoridades eclesiásticas y los peregrinos se unieron en oración por el Papa. «No podíamos dejar morir al Santo Padre. Por la protección de Nuestra Señora, Consoladora de los Afligidos, Salud de los Enfermos, Madre de la Santa Esperanza, el Papa no murió”, decía el Obispo de Leiria, un año después. (OR, 9 Mai. 1982, p. 9, col. 1-2). Al ritmo de la “Señora del Mensaje« Podemos afirmar que, desde ese día, el pontificado del Papa Juan Pablo II transitó al ritmo de la “Señora del Mensaje”, como él acostumbraba a decir. Algunos momentos son significativos y muestran esa sintonía con el mensaje de Fátima: – 13 de Mayo de 1982 – primera peregrinación del Papa al Santuario de Fátima; – la consagración del Mundo al Inmaculado Corazón de María, en la Plaza de San Pedro, en presencia de la Imagen de Nuestra Señora de Fátima, de la Capilla de las Apariciones, el 25 de Marzo de 1984; – a la segunda peregrinación, en el décimo aniversario del atentado, el 13 de Mayo de 1991; – la tercera peregrinación con la beatificación de los pastorcitos Francisco y Jacinta, en Fátima, y el anuncio de la tercera parte del secreto de 1917, el 13 de Mayo del año jubilar del 2000, y su revelación completa el 20 de Junio del mismo año. – Finalmente, la nueva ida de la Imagen de Nuestra Señora de Fátima, a la Plaza de San Pedro, el día 8 de Octubre del 2000, cuando el Papa Juan Pablo II consagró a Nuestra Señora el nuevo milenio, en presencia de obispos del mundo entero. En alocuciones y otros documentos oficiales de su pontificado, Juan Pablo II se refiere a Nuestra Señora de Fátima en 110 ocasiones diferentes. El Papa Juan Pablo II tuvo una última atención para con Fátima: envió un mensaje a la Hermana Lucía que, el 13 de febrero de 2005, todavía pudo leer pocas horas antes de morir. Menos de dos meses después, el 2 de abril, cuando murió Juan Pablo II, en la Plaza de San Pedro se escuchaba constantemente el “Ave de Fátima”. Cantando, el pueblo asociaba definitivamente a Juan Pablo II a Nuestra Señora de Fátima.
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Juan Pablo II, aun siendo joven, encontró a San Luis Grignon de Montfort y aprendió con él a amar a la Madre de Dios. Los dos se llevaron muy bien. Vea aquí lo que él dice de quien es considerado el mayor devoto de la Virgen Santísima. Un texto clásico de la espiritualidad mariana Hace 160 años se publicaba una obra destinada a convertirse en un clásico de la espiritualidad mariana. San Luis María Grignion de Montfort compuso el Tratado de la verdadera devoción a la santísima Virgen a comienzos del año 1700, pero el manuscrito permaneció prácticamente desconocido durante más de un siglo. Finalmente, en 1824 fue descubierto casi por casualidad, y en 1843, cuando se publicó, tuvo un éxito inmediato, revelándose como una obra de extraordinaria eficacia en la difusión de la «verdadera devoción» a la Virgen santísima. A mí personalmente, en los años de mi juventud, me ayudó mucho la lectura de este libro, en el que «encontré la respuesta a mis dudas», debidas al temor de que el culto a María, «si se hace excesivo, acaba por comprometer la supremacía del culto debido a Cristo» (Don y misterio, BAC 1996, p. 43). Bajo la guía sabia de san Luis María comprendí que, si se vive el misterio de María en Cristo, ese peligro no existe. En efecto, el pensamiento mariológico de este santo «está basado en el misterio trinitario y en la verdad de la encarnación del Verbo de Dios (ibid.). La Iglesia, desde sus orígenes, y especialmente en los momentos más difíciles, ha contemplado con particular intensidad uno de los acontecimientos de la pasión de Jesucristo referido por san Juan: «Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19, 25-27). A lo largo de su historia, el pueblo de Dios ha experimentado este don hecho por Jesús crucificado: el don de su Madre. María santísima es verdaderamente Madre nuestra, que nos acompaña en nuestra peregrinación de fe, esperanza y caridad hacia la unión cada vez más intensa con Cristo, único salvador y mediador de la salvación (cf. Lumen gentium, 60 y 62). Como es sabido, en mi escudo episcopal, que es ilustración simbólica del texto evangélico recién citado, el lema Totus tuus se inspira en la doctrina de san Luis María Grignion de Montfort (cf. Don y misterio, pp. 43-44; Rosarium Virginis Mariae, 15). Estas dos palabras expresan la pertenencia total a Jesús por medio de María: «Tuus totus ego sum, et omnia mea, tua sunt», escribe san Luis María; y traduce: «Soy todo vuestro, y todo lo que tengo os pertenece, ¡oh mi amable Jesús!, por María vuestra santísima Madre» (Tratado de la verdadera devoción a la santísima Virgen, 233, Editorial Esin, S.A., Barcelona, 1999, p. 150). La doctrina de este santo ha ejercido un profundo influjo en la devoción mariana de muchos fieles y también en mi vida. Se trata de una doctrina vivida, de notable profundidad ascética y mística, expresada con un estilo vivo y ardiente, que utiliza a menudo imágenes y símbolos. Sin embargo, desde el tiempo en que vivió san Luis María en adelante, la teología mariana se ha desarrollado mucho, sobre todo gracias a la decisiva contribución del concilio Vaticano II. Por tanto, a la luz del Concilio se debe releer e interpretar hoy la doctrina monfortana, que, no obstante, conserva su valor fundamental. En esta carta quisiera compartir con vosotros, religiosos y religiosas de la familia monfortana, la meditación de algunos pasajes de los escritos de san Luis María, que en estos momentos difíciles nos ayuden a alimentar nuestra confianza en la mediación materna de la Madre del Señor. Ad Iesum per Mariam San Luis María propone con singular eficacia la contemplación amorosa del misterio de la Encarnación. La verdadera devoción mariana es cristocéntrica. En efecto, como recordó el concilio Vaticano II, «la Iglesia, meditando sobre ella (María) con amor y contemplándola a la luz del Verbo hecho hombre, llena de veneración, penetra más íntimamente en el misterio supremo de la Encarnación» (Const. Lumen gentium, 65). El amor a Dios mediante la unión con Jesucristo es la finalidad de toda devoción auténtica, porque -como escribe san Luis María- Cristo «es el único maestro que debe enseñarnos, es nuestro único Señor de quien debemos depender, nuestro único jefe a quien debemos pertenecer, nuestro único modelo al que debemos conformarnos, nuestro único médico que nos debe sanar, nuestro único pastor que debe alimentarnos, nuestro único camino por donde debemos andar, nuestra única verdad que debemos creer, nuestra única vida que debe vivificarnos, y nuestro único todo en todas las cosas que debe bastarnos» (Tratado de la verdadera devoción, 61, o.c., p. 47). La devoción a la santísima Virgen es un medio privilegiado «para hallar a Jesucristo perfectamente, para amarle tiernamente y servirle fielmente» (ib., 62, o.c., p. 48). Este deseo central de «amar tiernamente» se dilata enseguida en una ardiente oración a Jesús, pidiendo la gracia de participar en la indecible comunión de amor que existe entre él y su Madre. La orientación total de María a Cristo, y en él a la santísima Trinidad, se experimenta ante todo en esta observación: «Porque no pensaréis jamás en María sin que María, por vosotros, piense en Dios; no alabaréis ni honraréis jamás a María, sin que María alabe y honre a Dios. María es toda relativa a Dios, y me atrevo a llamarla la relación de Dios, pues sólo existe con respecto a él, o el eco de Dios, ya que no dice ni repite otra cosa más que Dios. Si dices María, ella dice Dios. Santa Isabel alabó a María y la llamó bienaventurada por haber creído, y María, el eco fiel de Dios, exclamó: Mi alma glorifica al Señor. Lo que en esta ocasión hizo María, lo hace todos los días; cuando la alabamos, la amamos, la honramos o nos damos a ella, alabamos a Dios, amamos a Dios, honramos a Dios, nos damos a Dios por María y en María» (ib., 225, o.c., p. 146). También en la oración a la Madre del Señor san Luis María expresa la dimensión trinitaria de su relación con Dios: «Te saludo, María, hija predilecta del Padre eterno. Te saludo, María, Madre admirable del Hijo. Te saludo María, Esposa fidelísima del Espíritu Santo» (El Secreto de María, 68). Esta expresión tradicional, que ya usó san Francisco de Asís (cf. Fuentes franciscanas, 281), aunque contiene niveles heterogéneos de analogía, es sin duda eficaz para expresar de algún modo la peculiar participación de la Virgen en la vida de la santísima Trinidad. San Luis María contempla todos los misterios a partir de la Encarnación, que se realizó en el momento de la Anunciación. Así, en el Tratado de la verdadera devoción María aparece como «el verdadero paraíso terrenal del nuevo Adán», la «tierra virgen e inmaculada» de la que él fue modelado (n. 261). Ella es también la nueva Eva, asociada al nuevo Adán en la obediencia que repara la desobediencia original del hombre y de la mujer (cf. ib., 53; san Ireneo, Adversus haereses, III, 21, 10-22, 4). Por medio de esta obediencia, el Hijo de Dios entra en el mundo. Incluso la cruz ya está misteriosamente presente en el instante de la Encarnación, en el momento de la concepción de Jesús en el seno de María. En efecto, el ecce venio de la carta a los Hebreos (cf. Hb 10, 5-9) es el acto primordial de obediencia del Hijo al Padre, con el que aceptaba su sacrificio redentor «ya cuando entró en el mundo». «Toda (…) nuestra perfección -escribe san Luis María Grignion de Montfort- consiste en estar conformes, unidos y consagrados a Jesucristo; la más perfecta de todas las devociones es sin duda alguna la que nos conforma, une y consagra más perfectamente a este acabado modelo de toda santidad; y pues que María es entre todas las criaturas la más conforme a Jesucristo, es consiguiente que, entre todas las devociones, la que consagra y conforma más un alma a nuestro Señor es la devoción a la santísima Virgen, su santa Madre, y cuanto más se consagre un alma a María, más se unirá con Jesucristo» (Tratado de la verdadera devoción, 120, o.c., p. 83). San Luis María, dirigiéndose a Jesús, expresa cuán admirable es la unión entre el Hijo y la Madre: «de tal modo está ella transformada en vos por la gracia, que no vive, no existe, sino que sólo vos, mi Jesús, vivís y reináis en ella… ¡Oh! si fuere conocida la gloria y el amor que recibisteis, Señor, en esta admirable criatura… María os está tan íntimamente unida…; porque ella os ama más ardientemente y os glorifica más perfectamente que todas vuestras criaturas juntas» (ib., 63, o.c., p. 49). María, miembro eminente del Cuerpo místico y Madre de la Iglesia Como dice el concilio Vaticano II, María «es también saludada como miembro muy eminente y del todo singular de la Iglesia y como su prototipo y modelo destacadísimo en la fe y en el amor» (Lumen gentium, 53). La Madre del Redentor también ha sido redimida por él, de modo único en su inmaculada concepción, y nos ha precedido en la escucha creyente y amorosa de la palabra de Dios que nos hace felices (cf. ib., 58). También por eso María «está íntimamente unida a la Iglesia.
En Cristo, Hijo unigénito, somos realmente hijos del Padre y, al mismo tiempo, hijos de María y de la Iglesia. En el nacimiento virginal de Jesús, renace de algún modo toda la humanidad. A la Madre del Señor «se le pueden aplicar, con más verdad que a san Pablo estas palabras: «¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros» (Ga 4, 19). Yo doy a luz todos los días hijos de Dios, para que Jesucristo, mi Hijo, se forme en ellos en la plenitud de su edad» (Tratado de la verdadera devoción, 33, o.c., p. 31). Esta doctrina tiene su expresión más bella en la oración: «Oh Espíritu Santo, concédeme una gran devoción y una gran inclinación hacia María, un sólido apoyo en su seno materno y un asiduo recurso a su misericordia, para que en ella tú formes a Jesús dentro de mí» (El Secreto de María, 67). Una de las expresiones más altas de la espiritualidad de san Luis María Grignion de Montfort se refiere a la identificación del fiel con María en su amor a Jesús, en su servicio a Jesús. Meditando en el conocido texto de san Ambrosio: «Que el alma de María esté en cada uno para glorificar al Señor; que el espíritu de María esté en cada uno para exultar en Dios» (Expos. in Luc., 12, 26: PL 15, 1561), escribe: «¡Qué dichosa es un alma, cuando… está del todo poseída y gobernada por el espíritu de María, que es un espíritu suave y fuerte, celoso y prudente, humilde e intrépido, puro y fecundo!» (Tratado de la verdadera devoción, 258, o.c., p. 162). La identificación mística con María está totalmente orientada a Jesús, como se expresa en la oración: «Por último, mi queridísima y amadísima Madre, haz que, si es posible, no tenga yo otro espíritu que el tuyo para conocer a Jesucristo y sus divinos designios; que no tenga otra alma que la tuya para alabar y glorificar al Señor; que no tenga otro corazón que el tuyo para amar a Dios con caridad pura y ardiente como tú» (El Secreto de María, 68). La santidad, perfección de la caridad La constitución Lumen gentium afirma también: «La Iglesia en la santísima Virgen llegó ya a la perfección, sin mancha ni arruga (cf. Ef 5, 27). En cambio, los creyentes se esfuerzan todavía en vencer el pecado para crecer en la santidad. Por eso dirigen sus ojos a María, que resplandece ante toda la comunidad de los elegidos como modelo de todas las virtudes» (n. 65). La santidad es perfección de la caridad, del amor a Dios y al prójimo, que es el objeto del principal mandamiento de Jesús (cf. Mt 22, 38), y es también el don más grande del Espíritu Santo (cf. 1 Co 13, 13). Así, en sus Cánticos, san Luis María presenta sucesivamente a los fieles la excelencia de la caridad (Cántico 5), la luz de la fe (Cántico 6) y la firmeza de la esperanza (Cántico 7). En la espiritualidad monfortana, el dinamismo de la caridad se expresa especialmente a través del símbolo de la esclavitud de amor a Jesús, según el ejemplo y con la ayuda materna de María. Se trata de la comunión plena en la kénosis de Cristo; comunión vivida con María, íntimamente presente en los misterios de la vida del Hijo: «No hay, asimismo, nada entre los cristianos que nos haga pertenecer tanto a Jesucristo y a su santa Madre como la esclavitud voluntaria, según el ejemplo del mismo Jesucristo, que «tomó la forma de esclavo» (Flp 2, 7) por nuestro amor, y el de la santísima Virgen, que se llamó sierva y esclava del Señor. El apóstol se llama por altísima honra «siervo de Cristo» (Ga 1, 10). Los cristianos son llamados muchas veces en la Escritura sagrada, servi Christi» (Tratado de la verdadera devoción, 72, o.c., p. 55). En efecto, el Hijo de Dios, que por obediencia al Padre vino al mundo en la Encarnación (cf. Hb 10, 7), se humilló después haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz (cf. Flp 2, 7-8). María correspondió a la voluntad de Dios con la entrega total de sí misma, en cuerpo y alma, para siempre, desde la Anunciación hasta la cruz, y desde la cruz hasta la Asunción. Ciertamente, entre la obediencia de Cristo y la obediencia de María hay una asimetría determinada por la diferencia ontológica entre la Persona divina del Hijo y la persona humana de María, de la que se sigue también la exclusividad de la eficacia salvífica fontal de la obediencia de Cristo, de la cual su misma Madre recibió la gracia de poder obedecer de modo total a Dios y colaborar así con la misión de su Hijo. Por tanto, la esclavitud de amor debe interpretarse a la luz del admirable intercambio entre Dios y la humanidad en el misterio del Verbo encarnado. Es un verdadero intercambio de amor entre Dios y su criatura en la reciprocidad de la entrega total de sí. «El espíritu de esta devoción… consiste en hacer que el alma sea interiormente dependiente y esclava de la santísima Virgen y de Jesús por medio de ella» (El Secreto de María, 44). Paradójicamente, este «vínculo de caridad», esta «esclavitud de amor», hace al hombre plenamente libre, con la verdadera libertad de los hijos de Dios (cf. Tratado de la verdadera devoción, 169). Se trata de entregarse totalmente a Jesús, respondiendo al amor con el que él nos ha amado primero. Todo el que viva en este amor puede decir como san Pablo: «Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). La «peregrinación de la fe« En la carta apostólica Novo millennio ineunte escribí que «a Jesús no se llega verdaderamente más que por la fe» (n. 19). Precisamente este fue el camino que siguió María durante toda su vida terrena, y es el camino de la Iglesia peregrinante hasta el fin de los tiempos. El concilio Vaticano II insistió mucho en la fe de María, misteriosamente compartida por la Iglesia, poniendo de relieve el itinerario de la Virgen desde el momento de la Anunciación hasta el de la pasión redentora (cf. Lumen gentium, 57 y 67; Redemptoris Mater, 25-27). En los escritos de san Luis María encontramos el mismo énfasis en la fe que vivió la Madre de Jesús a lo largo de un camino que va desde la Encarnación hasta la cruz, una fe en la que María es modelo y «tipo» de la Iglesia. San Luis María lo expresa con una gran riqueza de matices cuando expone a su lector los «efectos maravillosos» de la perfecta devoción mariana: «Cuanto más ganéis la benevolencia de esta augusta Princesa y Virgen fiel, más fe verdadera tendréis en toda vuestra conducta; una fe pura, que hará que no os inquietéis de lo sensible y de lo extraordinario; una fe viva y animada por la caridad, que hará que no obréis sino por motivos de puro amor; una fe firme e inquebrantable como una roca, que os mantendrá firmes y constantes en medio de las tempestades y las tormentas; una fe activa y penetrante que, como un divino salvoconducto, proporcionará entrada en todos los misterios de Jesucristo, en los fines últimos del hombre, y en el corazón de Dios mismo; una fe animosa que os animará e inducirá a emprender y llevar a cabo, sin titubear, grandes cosas por la gloria de Dios, y para la salud de las almas; en fin, una fe que será vuestra lumbrera ardiente, vuestra vida divina, vuestro tesoro escondido y rico de la divina sabiduría, y vuestra poderosísima arma, de la que os serviréis para iluminar a los que están en las tinieblas y en la sombra de la muerte, para abrasar a los tibios y a los que tienen necesidad de la caridad, para dar vida a los que están muertos por el pecado, para conmover y convertir por vuestras dulces y poderosas palabras los corazones de mármol y arrancar los cedros del Líbano, y en fin, para resistir al demonio y a todos los enemigos de la salvación» (Tratado de la verdadera devoción, 214, o.c., p. 139). Como san Juan de la Cruz, san Luis María insiste sobre todo en la pureza de la fe, y en su esencial y a menudo dolorosa oscuridad (cf. El Secreto de María, 51-52). Es la fe contemplativa la que, renunciando a las cosas sensibles o extraordinarias, penetra en las misteriosas profundidades de Cristo. Así, en su oración, san Luis María se dirige a la Madre del Señor, diciendo: «No te pido visiones o revelaciones, ni gustos o delicias, aunque fueran espirituales… Aquí en la tierra no quiero para mí otro don, fuera del que tú recibiste, es decir, creer con fe pura, sin gustar ni ver nada» (ib., 69). La cruz es el momento culminante de la fe de María, como escribí en la encíclica Redemptoris Mater: «Por medio de esta fe María está unida perfectamente a Cristo en su despojamiento… Es esta tal vez la más profunda kénosis de la fe en la historia de la humanidad» (n. 18). Signo de esperanza cierta El Espíritu Santo invita a María a «reproducirse» en sus elegidos, extendiendo en ellos las raíces de su «fe invencible», pero también de su «firme esperanza» (cf. Tratado de la verdadera devoción, 34). Lo recordó el concilio Vaticano II: «La Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el pueblo de Dios en marcha como señal de esperanza cierta y de consuelo» (Lumen gentium, 68). San Luis María contempla esta dimensión escatológica especialmente cuando habla de los «santos de los últimos tiempos», formados por la santísima Virgen para dar a la Iglesia la victoria de Cristo sobre las fuerzas del mal (cf. Tratado de la verdadera devoción, 49-59). No se trata, en absoluto, de una forma de «milenarismo», sino del sentido profundo de la índole escatológica de la Iglesia, vinculada a la unicidad y universalidad salvífica de Jesucristo. La Iglesia espera la venida gloriosa de Jesús al final de los tiempos. Como María y con María, los santos están en la Iglesia y para la Iglesia, a fin de hacer resplandecer su santidad y extender hasta los confines del mundo y hasta el final de los tiempos la obra de Cristo, único Salvador. En la antífona Salve Regina, la Iglesia llama a la Madre de Dios «Esperanza nuestra». San Luis María usa esa misma expresión a partir de un texto de san Juan Damasceno, que aplica a María el símbolo bíblico del ancla (cf. Hom. I in Dorm. B.V.M., 14: PG 96, 719): «Unimos (…) las almas a vuestras esperanzas, como a un ancla firme. Los santos se han salvado porque han sido los más unidos a ella, y han servido a los demás para perseverar en la virtud. Dichosos, pues; mil veces dichosos los cristianos que ahora se unen fiel y enteramente a María como a un ancla firme y segura» (Tratado de la verdadera devoción, 175, o.c., p. 116). A través de la devoción a María, Jesús mismo «escuda el corazón con una firme confianza en Dios, haciéndole mirar a Dios como su Padre; le inspira un amor tierno y filial» (ib., 169, o.c., p. 111). Junto con la santísima Virgen, con el mismo corazón de madre, la Iglesia ora, espera e intercede por la salvación de todos los hombres. Son las últimas palabras de la constitución Lumen gentium: «Todos los cristianos han de ofrecer insistentes súplicas a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que ella, que estuvo presente en los comienzos de la Iglesia con sus oraciones, también ahora en el cielo, exaltada sobre todos los bienaventurados y los ángeles, en comunión con todos los santos, interceda ante su Hijo, hasta el momento en que todos los pueblos, los que se honran con el nombre de cristianos, así como los que todavía no conocen a su Salvador, puedan verse felizmente reunidos en paz y concordia en el único pueblo de Dios para gloria de la santísima e indivisible Trinidad» (n. 69). Haciendo nuevamente mío este deseo, que juntamente con los demás padres conciliares expresé hace casi cuarenta años, envío a toda la familia monfortiana una especial bendición apostólica. Vaticano, 8 de diciembre de 2003, solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María.
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