Trascendental y emotivo acontecimiento leemos en los Santos Evangelios, cuando Poncio Pilatos presenta a Jesús, Nuestro Señor, ante el pueblo: “He aquí a vuestro rey” (Lc 19, 14). La respuesta de los presentes, bajo la incitación de los sumos sacerdotes y ancianos, influenciados por la secta farisaica –y una manifiesta acción del demonio por detrás de ellos–, en un grito al unísono, fue: “¡Crucifícale! ¡Crucifícale!”
Había llegado el momento esperado de los que tramaban su muerte desde hacía cierto tiempo. No aceptaban sus milagros, ni su fuerza para expulsar demonios, ni sus santas enseñanzas; no reconocían, en resumen, al que era el “Camino, la Verdad y la Vida”, el Redentor esperado, el Divino Salvador del mundo.
Incomprensible para no pocos, pues, cómo era posible que: Aquel que afirmara con una bondad nunca antes vista “venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados que yo os aliviaré.
Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 28-29); Aquel de quien decían que enseñaba con autoridad, que nunca se había visto cosa igual; Aquel que habían aclamado al grito de: “¡Hosanna, al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”, en su entrada en Jerusalén, con palmas en las manos; a los pocos días, las cosas pasaron del aplauso para el odio, cambiando de actitud, gritan: “¡Crucifícale! ¡Crucifícale!”
Ya lo habían intentado matar, después de su visita a la sinagoga de Nazaret, queriendo despeñarle al no soportar que curara en día de sábado (día de descanso de los judíos), comenzaron a tramar su muerte; llegando al auge de rechazo, ante el milagro de la resurrección de Lázaro, en que se podría decir que concretizaron su condena a muerte. Tal era su odio que, hasta querían matar a Lázaro, prueba contundente del milagro realizado.
“La historia es testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir”, bien nos sirve de enseñanza esta sabia expresión de Miguel de Cervantes Saavedra, el “príncipe de los ingenios”.
Lo acontecido con Jesús Nazareno, el Mesías del Señor, nos sirve de “testimonio del pasado”. Que nos sea útil, pues, como “ejemplo y aviso de lo presente ”.
Hemos tenido oportunidad de comentar con los lectores un artículo “Una nueva pandemia: la intolerancia de los ‘tolerantes’”cómo estos acontecimientos conforman una verdadera “pandemia revolucionaria anticristiana”.
En estos días, una nueva ocurrencia se destaca en las noticias internacionales y abundantemente en las redes sociales: hordas organizadas –parece contradictoria la afirmación, pero no lo es, pues, todo el accionar de estos individuos, se ve por los videos, estaba perfectamente concatenado previamente– atacaron dos iglesias en la ciudad de Santiago de Chile, incendiándolas. Entraron y destrozaron, sacrílegamente –atención a la palabra para considerar la gravedad del hecho– altares, imágenes, bancas y todo lo que encontraban a su paso.
Quiero resaltar dos aspectos dentro de los bárbaros acontecimientos, enardecimiento pseudo popular, organizada destrucción y diabólico accionar.
Primero el de un grafiti sobre un altar: “Muerte al Nazareno”. El otro, es el triste momento en que un elemento de esta horda humana –¿solo humana?– alzándose ciertamente por el coro, saliendo por el rosetón de la iglesia de la Asunción, con un pie empuja y derrumba una imagen de la Santísima Virgen María. Abajo, gritos diabólicos, sí señores, diabólicos, se los repito para aquellos que no se compenetran aún de lo que hay por detrás de todo este odio anticristiano, el propio enemigo de Dios, el Demonio, moviendo a los que se abren a su nefasta influencia. Si dudan, pues, vean, o busquen ver, ya dentro de la propia manifestación (de la cual debemos aclarar que habría, talvez, miles que no estarían de acuerdo con todo lo ocurrido), una “comparsa de demonios”, hombres y talvez también mujeres, vestidos como diablos… sin ser rechazados por los presentes, al menos de los que estaban a la vista.
Iglesias incendiadas, imágenes destruidas, son una “advertencia de lo porvenir”, en el decir de Cervantes.
El afirmar “muerte al Nazareno” es una frase que declara un odio total a la Santa Iglesia Católica y sus enseñanzas a través de los siglos.
Ante tan tristes acontecimientos, no podemos dejar de expresar nuestra más profunda indignación y condena. Tal sería que así no fuese. Si no tomásemos una actitud de santa indignación, acabaríamos actuando como Poncio Pilatos en el preciso momento en que las hordas, organizadas e incitadas por los fariseos, gritaban “¡Crucifícale! ”, en la actitud simbólica, pero tan expresiva: “lavarse las manos”. La indignación debe de ir acompañada de una firme condena por los sacrílegos atentados. Es decir, una censura crítica, una reprobación firme, un anatema radical.
A estas actitudes debemos acompañar con un acto de reparación por el pecado cometido, con alguna oración, algún sacrificio, una Comunión bien hecha, una invitación a otros católicos a también hacerlo.
Indignación, condena, reparación. Sin eso acabaríamos siendo cómplices ante Dios y ante los hombres de pecado tan funesto.
Que la Santísima Virgen interceda, ante Dios Nuestro Señor, para alcanzarnos la fortaleza necesaria para enfrentar la época tormentosa que nos ha tocado vivir. Confusión, persecución, odio antirreligioso. Pero, al mismo tiempo, de grandes esperanzas. Por eso también debemos pedir una firme confianza en el triunfo prometido en Fátima, por mayores que sean las adversidades: “por fin, mi Inmaculado Corazón Triunfará”
Por el P. Fernando Gioia, EP