Libro de Génesis 3,1-8.

De todos los animales salvajes creados por el Señor Dios, la serpiente era el más astuto. Un día le dijo a la mujer: «¿Es cierto que Dios les ha prohibido comer de todos los árboles del jardín?» La mujer le respondió a la serpiente: «No. Sí podemos comer los frutos de los árboles del jardín; pero de los frutos del árbol que está en el centro, Dios nos ha prohibido comer y nos ha dicho que no lo toquemos, porque, de lo contrario, moriremos».

La serpiente le dijo a la mujer: «Eso de que ustedes van a morir no es cierto. Al contrario, Dios sabe muy bien que, si comen de esos frutos, se les abrirán los ojos y serán como dioses, pues conocerán el bien y el mal».

Entonces los frutos de aquel árbol le parecieron a la mujer apetitosos, de hermoso aspecto y excelentes para adquirir sabiduría. Tomó de los frutos y comió; y después le dio a su marido, que estaba con ella, y él también comió. Al momento se les abrieron los ojos a los dos y se dieron cuenta de que estaban desnudos. Entrelazaron unas hojas de higuera y se cubrieron con ellas.

Oyeron luego los pasos del Señor Dios, que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa, y se ocultaron de su vista entre los árboles del jardín.

Salmo 32(31),1-2.5.6.7.

¡Feliz el que ha sido absuelto de su pecado
y liberado de su falta!
¡Feliz el hombre a quien el Señor
no le tiene en cuenta las culpas,
y en cuyo espíritu no hay doblez!
Pero yo reconocí mi pecado,
no te escondí mi culpa,
pensando: “Confesaré mis faltas al Señor”.

¡Y tú perdonaste mi culpa y mi pecado!
Por eso, que todos tus fieles te supliquen
en el momento de la angustia;
y cuando irrumpan las aguas caudalosas
no llegarán hasta ellos.
Tú eres mi refugio,
tú me libras de los peligros
y me colmas con la alegría de la salvación.

Evangelio según San Marcos 7,31-37.

En aquel tiempo, salió Jesús de la región de Tiro y vino de nuevo, por Sidón, al mar de Galilea, atravesando la región de Decápolis. Le llevaron entonces a un hombre sordo y tartamudo, y le suplicaban que le impusiera las manos. Él lo apartó a un lado de la gente, le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua con saliva. Después, mirando al cielo, suspiró y le dijo: «¡Effetá!» (que quiere decir «¡Ábrete!»). Al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y empezó a hablar sin dificultad.

Él les mandó que no le dijeran a nadie; pero cuanto más se lo mandaba, ellos con más insistencia lo proclamaban; y todos estaban asombrados y decían: «¡Qué bien lo hace todo! Hace oír a los sordos y hablar a los mudos».

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