Conocer para santificar y santificarse
—————————————————————————————–
Coordinando todas las ciencias y dando a cada una su debido valor, San Alberto sube admirablemente de lo inanimado a los seres vivos, de lo viviente a las criaturas espirituales, de los espíritus a Dios.
——————————————————————————————
Corría el año de 1223. Por las poblaciones del norte de Italia se anunciaba de boca en boca la llegada de un fraile, célebre por sus palabras y obras, que iba recorriendo la región para instruir al pueblo en los misterios del Reino de los Cielos. Cautivadas por su fama de santidad, las multitudes se apiñaban en las iglesias para oírlo.
De hecho, al hablar desde el púlpito, sus amonestaciones arrebataban a los fieles, dejando en ellos una profunda impresión, un llamamiento irresistible a abrazar la práctica de la virtud. Su nombre era Jordán de Sajonia, maestro general de la Orden de Predicadores y sucesor inmediato de Santo Domingo de Guzmán.
Cuando enseñaba, parecía un embajador divino. En sus labios los temas doctrinarios más intrincados se volvían claros, accesibles y luminosos, a lo que se sumaba un notable don de atracción capaz de mover a sus oyentes a abandonar para siempre el pecado. Eran días de franca expansión de la Orden, que echaba sus raíces, y “la fascinación de Santo Domingo se había transmitido a sus hijos, sin perder intensidad ni ardor”.1
A uno de esos concurridos sermones asistía, atento a las exhortaciones del sacerdote, un joven procedente de Baviera. Se encontraba en la península itálica para estudiar filosofía y artes liberales, en la renombrada Universidad de Padua. Sin embargo, no había conocido hasta entonces a alguien con las cualidades del Beato Jordán, alemán como él.
Oyéndolo sentía que despertaba en su interior el deseo de incorporarse a esa nueva milicia espiritual y abrazar el mismo carisma que animaba a numerosos religiosos ya presentes en varios países de la cristiandad. Poco antes se le había aparecido la Virgen invitándole a abandonar el mundo, y ahora algo le indicaba que ése era el próximo paso que tenía dar.
El nombre de ese bávaro de algo más de 20 años era Alberto, el cual pasaría a la Historia con el apelativo de Magno.
“Sí” incondicional a la vocación dominica
Nacido en la pequeña Lauingen, en una fecha que los pergaminos de aquella época no llegaron a registrar, San Alberto Magno se quedó huérfano siendo pequeño y su educación fue confiada al cuidado de un tío suyo. Sus padres, los señores de Bollstädt, le habían dejado como legado las cualidades propias a su noble linaje: carácter magnánimo, inteligencia penetrante, amplitud de horizontes y disposición para entregarse a un ideal más elevado. Estas inclinaciones naturales serían perfeccionadas por la gracia en el alma de Alberto, que en el futuro las pondría al servicio de la Iglesia.
Se conoce poco de su infancia y su adolescencia, no obstante, se sabe con certeza que en torno a los 26 años hizo su profesión religiosa, tras haber concluido los estudios profanos y hallándose a punto de empezar los eclesiásticos. Para ello tuvo que enfrentar la oposición declarada de su tío, que se negaba a aceptar su admisión en un instituto mendicante.
Pero los planes de la Providencia prevalecieron, porque aquel joven de robusta complexión daba muestras de haber sido tallado para vivir la espiritualidad de los frailes predicadores. Poseía una aptitud asombrosa para las cuestiones filosóficas, teológicas y para las ciencias naturales, acostumbrado a preguntar desde pequeño los porqués de la Creación, como él mismo confesó: “Ya había avanzado en la ciencia cuando, obedeciendo al mandato de la Santísima Virgen y a la inspiración del Espíritu Santo, entré en la Orden”.2
Escrutar el orden del universo para encontrar en éste a Dios
Concluidos los estudios teológicos en la Universidad de Bolonia, San Alberto fue enviado a Colonia, en 1228, para que ejerciera el magisterio con sus hermanos de hábito. Se hablaba mucho de sus aptitudes para la enseñanza, pero sus alumnos no tardaron en comprobar también otras virtudes de su maestro, sobre todo su magnífica comprensión del orden establecido por Dios en el universo, caracterizado por una weltanschauung —visión del mundo— abarcadora, atenta a las más variadas riquezas de los seres inanimados y animados, en los cuales buscaba discernir reflejos de la perfección del Creador.
Esa tendencia lo llevó a profundizar en diversos campos del conocimiento científico, empleando su tiempo libre a la observación directa de los elementos de la naturaleza. Dicha búsqueda, movida por una propensión religiosa, dio origen a varias de sus obras escritas, entre ellas interesantes tratados dedicados a la cosmografía, meteorología, climatología, física, mecánica, arquitectura, química, mineralogía, antropología, zoología, botánica y astrología, siendo ésta última un área que le encantaba.
Ya en vida empezó a ser conocido como Doctor Universal, “porque no sólo se elevó hasta la especulación teológica y filosófica, sino también comenzó a ilustrar las ciencias humanas. […] Alberto Magno, por un constante propósito de alma, de verdadero doctor católico, no se detiene únicamente en la contemplación de este mundo, como suele suceder con los investigadores modernos de los fenómenos naturales, sino que asciende hasta las cosas espirituales y sobrenaturales, coordinando y subordinando toda ciencia, según la dignidad de los respectivos sujetos, subiendo admirablemente de lo inanimado a los seres vivos, de lo viviente a las criaturas espirituales, de los espíritus a Dios”.3
Exponente de la escolástica medieval
Pero fue en el campo doctrinario donde San Alberto Magno realizó la plenitud de su vocación, como filósofo y teólogo dedicado al estudio, a la docencia y a la predicación.
El siglo XIII estuvo marcado por un entusiasmado interés por las cuestiones teológicas. Esta tendencia explica en gran medida el enorme destaque alcanzado por la escuela dominica, que en poco tiempo empezó a dictar el rumbo de la Universidad de París. Durante los cincuenta años de su vida dedicados a la enseñanza, el Doctor Universal actuó en ese importante escenario, centro de la escolástica de su época, imprimiéndole una nota de santidad que influenció a sus sucesores.
Dócil a las decisiones de sus superiores religiosos, marchaba de viaje hacia las principales universidades europeas, la mayoría de las veces para realizar misiones de envergadura. Podríamos mencionar varios episodios, especialmente los ocurridos en los dos años dedicados a la enseñanza en París junto a un destacado discípulo suyo: Santo Tomás de Aquino.
El éxito de semejante dúo de doctores no dejaría de marcar los anales de la Sorbona, cuyas instalaciones eran insuficientes para contener al público deseoso de oírlos. La plaza Maubert —contracción deformada de “Maestro Alberto”, en francés Maître Albert—, situada en el centro de París, aún hoy perpetúa la memoria del santo en el mismo lugar donde miles de estudiantes y fieles se conglomeraban para verlo y oírlo.
Poniendo a Aristóteles en el centro del debate filosófico
Los años de actividad en Colonia y París también sirvieron de ocasión para que San Alberto nos dejara su mayor legado filosófico: la inclusión de la obra de Aristóteles en el panorama del pensamiento católico occidental.
Hasta entonces algunos pensadores cristianos habían tratado de interpretar las maravillas de la Creación en cuanto ordenadas a las realidades de la fe, y en este empeño lograron relativos avances guiándose por filósofos de la Antigüedad. Sin embargo, esos intentos en realidad no pasaban de esbozos, los cuales exponían con mayor o menor éxito fragmentos de cuestiones mucho más amplias, de carácter especulativo- metafísico, que no habían sido afrontadas todavía.
Ahora bien, San Alberto Magno intuyó el problema con lucidez, y buscó a algún maestro que ofreciera un sistema ordenado a partir del cual fuera posible desarrollar el estudio de la teología sobre bases sólidas. Precisamente por aquellos años salieron a la luz importantes textos de los griegos, aunque interpretados por filósofos árabes, que atrajeron la atención del santo hacia la valiosa contribución aristotélica. Sorprendido al encontrar explicitaciones que gozaban de la claridad necesaria para realzar la armonía del dogma cristiano con la recta razón humana, no tardó en concluir que había llegado el momento de descubrir en la auténtica obra del Estagirita todo lo que en ella hubiera de meritorio.
A medida que San Alberto colaboraba en centrar el foco de las consideraciones en ese objetivo, se asistía al florecimiento de la escolástica medieval. Era el soporte que faltaba para que hombres de sólidas convicciones religiosas erigieran la catedral del pensamiento filosófico cristiano. “Alberto Magno fue el primero que se aventuró a andar por tan difícil camino con plena conciencia de su éxito, y del inmenso trabajo que esto le supondría”.4
La osada meta tuvo, entre otras, una feliz consecuencia: preparó el terreno para que entrase en escena Santo Tomás de Aquino, el príncipe de la sacra doctrina.
Maestro del Doctor Angélico
El Capítulo de la Orden de Predicadores de 1245 se llevó a cabo en Colonia, donde San Alberto Magno ejercía el cargo de superior provincial. El maestro general fue allí no sólo para la reunión, sino también para llevar al convento de esa ciudad a un novicio de Nápoles: Tomás de Aquino, joven miembro de la nobleza que había ingresado por aquellos días en la familia dominicana.
Las circunstancias adversas que marcaron los primeros pasos de la vida religiosa del Doctor Angélico motivaron la decisión de los superiores de trasladarlo lejos, donde sus padres no pudieran poner nuevos obstáculos al cumplimiento de su vocación. Además, era necesario que un tutor con dotes proporcionadas a las del futuro doctor de la Iglesia lo asistiera, para ayudarle en el desarrollo de su talento.
Se cuenta que Santo Tomás rezaba, desde el período de su cautiverio, para conocer algún día a San Alberto: durante un tiempo considerable vivieron en el mismo convento. Entre ambos se estableció desde el principio una íntima unión en la ciencia y en la virtud, hecho que ofreció a la comunidad un verdadero espectáculo: contemplaban una imagen de la convivencia entre los bienaventurados en la eternidad.
Estupefacto al ver florecer bajo su orientación al mayor teólogo de todos los tiempos, San Alberto se distinguía por reconocer la superioridad de su alumno, como señala uno de sus biógrafos: “llega al extremo de olvidar por completo el valor y el mérito de sus propios trabajos cuando ensalza al Doctor Angélico, como si fuera éste el que hubiera descubierto toda la verdad y hubiera resuelto todos los problemas”.5
La muerte prematura del Aquinate, décadas más tarde, le entristeció profundamente, hasta el punto de que ya no podía mencionar su nombre sin emocionarse. San Alberto Magno se contaba entre los primeros que vislumbraron el futuro que le aguardaba y glorificaron a Dios por obrar sus prodigios en esa alma de elección.
Superior provincial y obispo de Ratisbona
Al igual que no se enciende una lámpara para que permanezca oculta, sino para que sea puesta en alto para iluminar, tampoco las luces con las que Dios favoreció a ese justo podían quedar confinadas al restringido ámbito universitario. Los frailes eligieron a San Alberto provincial de Alemania durante dos mandatos y el Papa Alejandro IV lo designó como obispo de Ratisbona, donde problemas disciplinares y doctrinarios reclamaban la presencia de un alma selecta para curarlos.
Fiel a la obediencia, abrazó todos los encargos recibidos, valiéndose de su autoridad moral para extirpar el error, implantar el orden y hacer florecer la virtud. No obstante, después de tres años al frente de la diócesis le pidió al Santo Padre regresar a la vida conventual, temiendo no cumplir por entero su vocación religiosa, a lo que el Pontífice accedió.
Caben aún unas palabras a respecto de las luchas de San Alberto contra los enemigos doctrinarios de la Iglesia en aquellas circunstancias, instalados dentro y fuera de sus muros. Dispuesto a servirse de su arsenal doctrinal para defender la fe de su rebaño, el santo se enfrentó varias veces con detractores de la ortodoxia, “siempre con pleno conocimiento de causa y gran superioridad de espíritu”.6 Para definirlos, emplea una expresiva imagen: “Los herejes se asemejan a los zorros de Sansón: como estos animales, todos ellos tienen diferentes cabezas, sin embargo están atados por la cola, es decir, siempre están unidos cuando se trata de oponerse a la verdad”.7
Última prueba y muerte edificante
Al mismo tiempo que era asistido por el don de ciencia, San Alberto Magno poseía gran humildad: “Dado que por nosotros mismos no somos capaces de cualquier cosa, sobre todo de hacer el bien, y que sólo podemos ofrecerle a Dios lo que a Él ya le pertenece, debemos siempre rezar como Él nos enseñó con sus benditos labios y a través de su propio ejemplo, conscientes de que somos personas culpables, pobres, enfermas, necesitadas, como niños y como los que desconfían de sí mismos. Deberíamos abrirnos a Él, con humildad, temor y amor, con verdadero y sincero pesar, con sencillez de corazón y entera confianza, ante los peligros que nos rodean por todas partes, para que podamos descansar y confiar en Él hasta el final”.8
Los últimos días de su vida prefirió el aislamiento del claustro, a fin de prepararse mejor para el encuentro con Dios. Dos años antes de su muerte perdió por completo la memoria, aunque conservaba toda la compostura propia a alguien avanzado en virtud.
San Alberto Magno y María, Casa de Sabiduría
No cabe duda de que San Alberto Magno era un intelectual fuera de lo común. Sin embargo, eso no lo eximió de las debilidades y fragilidades de todo ser humano. Se cuenta que en 1278, mientras daba clases, le falló súbitamente la memoria y perdió por unos momentos la agudeza del entendimiento. Una vez recuperado el santo volvió sobre un episodio de su juventud. Contó que de joven le costaban mucho los estudios y una noche, desesperanzado, intentó huir del colegio donde estudiaba. Cuando llegó a la parte superior de una escalera, colgada en la pared, había una imagen de la Virgen María. «Alberto, ¿por qué en vez de huir del colegio, no me rezas a mí que soy ‘Casa de la Sabiduría’? Si me tienes fe y confianza, yo te daré una memoria prodigiosa”, le dijo la Madre de Dios. “Y para que sepas que fui yo quien te la concedió, cuando ya te vayas a morir, olvidarás todo lo que sabías», concluyó la Virgen. Para el santo esa súbita pérdida de memoria fue un signo de Dios, que lo llamaba al encuentro definitivo. Dos años más tarde, el santo murió apaciblemente, sin enfermedad grave o episodio extraordinario. Ese tiempo compuso un hermoso epílogo de oración y trato cercanísimo con la Virgen; una dulce preparación para el encuentro cara a cara con Dios.
En cierta ocasión, las religiosas de un convento dominico le pidieron que les contase algo edificante, y les respondió: “Cuando una persona sufre, a menudo imagina que su vida es inútil a los ojos de Dios. Pero cuando es incapaz de rezar o de realizar buenas obras, sus sufrimientos y deseos la ponen cara a cara con la divinidad, mucho más que mil personas que gozan de buena salud”.9 Este consejo arroja luz sobre sus disposiciones de espíritu ante la muerte, cuando todo el conocimiento acumulado a lo largo de sus más de 80 años se desvaneció, y la mirada puesta en la eternidad sustituyó todas sus antiguas aspiraciones.
El 15 de noviembre de 1280, San Alberto Magno expiró en el convento de Colonia, dejando a los dominicos y a la Iglesia universal un ejemplo sublime de adquisición del conocimiento para santificarse y santificar a los demás. Como él había enseñado, “la fuerza del alma debe ser empleada con vistas a alcanzar la perfección del amor”.10 De hecho, toda sabiduría humana se somete a la caridad, la reina de las virtudes, y es la única que nos salva y conduce al Cielo.
“San Alberto Magno –dijo el Papa Benedicto XVI en 2010– nos recuerda que entre ciencia y fe existe amistad, y que los hombres de ciencia pueden recorrer, mediante su vocación al estudio de la naturaleza, un auténtico y fascinante camino de santidad”.
1 PUCCETTI, OP, Angiolo. Sant’Alberto Magno. Profilo biográfico. Roma: Collegio Angelico, 1932, p. 14.
2 SAN ALBERTO MAGNO. Discurso, apud SIGHART, Joachim. Albert the Great, of the Order of Friar-preachers. Londres: Paternoster Row, 1876, p. 37, nota 1.
3 PÍO XI. Decreto de canonización y declaración de San Alberto Magno como doctor de la Iglesia, 16/12/1931.
4 SIGHART, op. cit., p. 104.
5 Ídem, p. 370.
6 Ídem, p. 44.
7 SAN ALBERTO MAGNO, apud SIGHART, op. cit., p. 248.
8 Ídem, p. 404.
9 Ídem, p. 347.
10 Ídem, p. 191