El hombre que no vendió su alma

 

Me acuerdo que cuando era muy pequeña vi una película, ya antigua para entonces, que me llamó mucho la atención por la fuerza de su título:

“El hombre que no vendió su alma”

En mi mentalidad infantil surgió una interrogante: ¿así que un hombre puede vender su alma? ¿Cómo sería? Infelizmente, no tardé mucho en saber que a lo largo de la historia no pocos hombres vendieron su alma, su conciencia, su honra… Por intereses personales, para adecuarse a las costumbres muchas veces decadentes de tal o cual sociedad, o por tantos otros motivos, ¡cuánta gente se dejó llevar por la venalidad, cayendo en la corrupción y el error!

Así entonces, ¿quién sería ese “hombre que no vendió su alma”, merecedor de que su memoria se perpetuara incluso mediante una película?

Una vida ejemplar

SantoTomasMoro.jpgTomás Moro nació en Londres en 1478. Era un niño muy inteligente que siguió la carrera de su padre, magistrado; y bastante joven, a los 22 años, recibió el doctorado en Derecho.

Cuando comenzaron sus dudas sobre qué vocación le había destinado Dios, su gran sensibilidad religiosa lo llevó a conocer la vida comunitaria de algunas Órdenes de la Iglesia Católica, pasando cierto tiempo con los cartujos de Londres y después con los franciscanos de Greenwich. Sin embargo, tras largas meditaciones, llegó a la conclusión de que debería optar por la vía matrimonial.

Fue un excelente esposo, padre ejemplar y verdadero amigo de los que se ganaron su confianza. Practicaba mucho la oración común en familia, participando diariamente en la Santa Misa, comulgando y confesándose con frecuencia. Era por todos celebrado su invariable buen humor, pero las austeras penitencias que abrazaba sólo eran conocidas por sus más íntimos familiares.

En 1504, en el reinado de Enrique VII, fue electo por primera vez para el Parlamento, lo que marcó el comienzo de una brillante carrera de hombre público. Ya en el reinado de Enrique VIII llegó a ser miembro del Consejo de la Corona, juez presidente de un importante tribunal, vicetesorero y caballero, hasta llegar a presidente de la Cámara de los Comunes. Y por fin, a causa de su integridad moral intachable, agudeza de pensamiento, carácter fiel y erudición extraordinaria, fue nombrado Canciller del Reino en 1529.

La gran prueba estaba por llegar

Cuando Enrique VIII quiso asumir el control de la Iglesia en Inglaterra, rechazando los preceptos católicos y especialmente la autoridad del Sumo Pontífice, su Canciller no lo apoyó y pidió la dimisión. Por eso, Tomás Moro fue perseguido por el rey, que confiscó todos sus bienes e intentó forzarlo a prevaricar de la fe por medio de varias maniobras de presión psicológica.

Constatando la firmeza inquebrantable con que ese hombre se negaba a sus imposiciones –y más aún, incapaz de sostener la interpelación que el ex canciller, con su sereno silencio, le hacía a él y a la conciencia de toda Inglaterra– el soberano mandó apresarlo en la Torre de Londres, donde el santo padeció por un largo período.

Fueron catorce meses de encierro, en que dejó los testimonios más puros y emocionantes de fidelidad a sus principios de fe, redactó oraciones en su libro de horas para sobrellevar santamente las penurias, y compuso sus últimos escritos, interrumpidos solamente por el martirio.

Como apunta un comentarista, ellos demuestran cómo el santo “hizo de la pasión de Cristo el centro de su contemplación durante su encarcelamiento y proceso.

(…) Se puede notar que Tomás Moro está prácticamente solo. Pero «solo» en el convencimiento de su participación en la verdad y la certeza de la comunión en esa verdad con todos los santos.” No hay indicios de fenómenos sobrenaturales a la manera de otros bienaventurados. “Moro persevera anclado firmemente en la claridad de su conciencia cristiana frente a todo lo que tiene por delante. (…) Por esto murió, no tanto por un principio o idea o tradición, ni siquiera doctrina, sino por una persona, por Cristo. No por un amor a Cristo en abstracto, sino a su Iglesia y a la verdad revelada en ella”.

En la madrugada del 6 de julio de 1535 fue decapitado por rehusarse a jurar fidelidad a la nueva religión impuesta en su país. Desde el cadalso había dicho a la gente reunida allí que él moría como “el buen servidor del rey, pero de Dios primero”. Murió recitando el Salmo 50: “Ten piedad de mí, oh Dios, según tu gran misericordia.” Prefirió el martirio antes que vender su alma…

Fue elevado a la honra de los altares en 1935. Por su ejemplo de estadista íntegro y coherente, el 31 de octubre de 2000 recibió del Papa Juan Pablo II el título de Patrono de los Gobernantes y de los Políticos. Santo Tomás Moro es venerado como ejemplo de coherencia moral heroica.

De su vida y martirio emana un mensaje que atraviesa los siglos y habla a los hombres de todos los tiempos sobre la dignidad inalienable de la conciencia, donde se halla “el centro más secreto y el santuario del hombre, en el que se encuentra a solas con Dios, cuya voz se deja oír en la intimidad de su ser” , como recuerda el Concilio Vaticano II ( Gaudium et Spes , 16).

http://es.arautos.org/view/show/807-el-hombre-que-no-vendio-su-alma

Santo Tomás Moro Canciller y mártir

por Dr. Plinio Corrêa de Oliveira

La figura de Santo Tomás Moro, símbolo de la Inglaterra católica frente a la revuelta protestante, despertaba en el Dr. Plinio una profunda admiración, que veía en él, entre otras cualidades, el modelo del político incorruptible (un tema que no perdió actualidad…). Podemos comprobarlo en el artículo siguiente, de 1935.

 


 

El 6 de julio del 1535, a golpes de la justicia inglesa, moría Santo Tomás Moro, ex -miembro del Parlamento Inglés, ex-sub-sheriff de Londres, ex-consejero del rey, ex-canciller de Inglaterra, elevado a la categoría de hidalgo y nombrado caballero, uno de los más famosos escritores de su época, autor de una obra inmortal – la “Utopía” – y amigo íntimo de Erasmo de Rotterdam, el gran humanista del siglo XVI.

 

Santo Tomás Moro

Condenado a muerte, determinaba la sentencia del tribunal que le abriesen el vientre y le arrancasen las entrañas. Pero la “clemencia” de Enrique VIII había convertido esa pena en decapitación. En el día establecido, se dio la ejecución. Por un momento brilló, al sol de verano, el arma empuñada por las manos trémulas del verdugo. La cabeza del criminal rodó por tierra. Todo estaba consumado. Él expiaba un crimen nefasto que a otros, tanto antes como después de él, les había costado un precio aún mayor: ser católico.

 

Idealismo y docilidad

 

Su vida siempre fue una brillante ascensión, en la cual la gloria y el poder corrían a su encuentro, si bien los despreciase, volviendo sus ojos hacia otra felicidad, que la inconstancia de la política y la tiranía del rey no le podrían robar.

 

Siendo aún joven, su noble alma se dejó atraer por el camino místico de un monasterio benedictino, donde quiso involucrarse como soldado, en la milicia sagrada del sacerdocio.

 

Pero la Providencia lo impulsó hacia otros rumbos y, cuando se vio obligado a reducir el tiempo consagrado al estudio de la Teología, su materia predilecta, para ceder lugar a la Filosofía, intervino la voluntad paterna, que lo obligó a relegar a un segundo plano esos estudios tan costosos, para imponerle que emplease lo mejor de su tiempo a graduarse en Derecho en Oxford.

 

Erasmo de Róterdam, “amigo
íntimo” de Santo Tomás de Moro

Dócil, Tomás Moro obedeció. Adquirió conocimientos jurídicos eminentes en la famosa Universidad de Oxford. Por esa razón, vio abrirse delante de él las puertas de la política y del Parlamento y por ellas ingresó.

 

En la rápida ascensión que lo guindó a los más altos cargos del gobierno, cualquier observador superficial podría imaginar que el jurista y el político habían matado definitivamente al filósofo y al teólogo en Tomás Moro, y que nada más, en el protegido de Enrique VIII, habría de perdurar del estudiante idealista de otros tiempos.

 

Un político iluminado por la teología

 

Pero sucedió lo contrario. Dueño de una gran inteligencia, pudo formar, a la par de una ciencia jurídica notable, una profunda cultura filosófica. Y sus producciones, de las cuales la más famosa fue la “Utopía”, lo colocaron en el primer plano de los escritores europeos de su tiempo, valiéndole la admiración de reyes y príncipes, así como la fraternal amistad del inmortal Erasmo.

 

Existe, entre el político que asciende a los más altos cargos de la administración provisto de profundos conocimientos filosóficos, jurídicos y sociales, y el político que lleva a las eminencias del poder como único equipaje una pequeña cultura y una gran ambición, la misma diferencia que existe entre el médico y el curandero. El primero se orientará por la ciencia no menos que por la práctica. El segundo procederá con un empirismo ciego, aplicando a los problemas de hoy el mismo repertorio de fórmulas que “le salieron bien” ayer.

 

Santo Tomás Moro pertenecía al primer grupo. El político no mató en él al filósofo ni al teólogo; pero el filósofo y el teólogo gobernaron al político, iluminándole el camino, dilatándole los horizontes y dirigiéndole la acción.

 

Un inflexible defensor del Papado

 

Justo en esa ocasión, Enrique VIII colide con él en el momento más brillante de su carrera para imponerle el trágico dilema: o cree o muere; o acata la herejía protestante, o incurre en las iras de rey, presagio terrible de futuras desgracias.

 

Fiel a sus principios católicos, Santo Tomás Moro enfrentó
con su santa valentía la ira de Enrique VIII

Es el momento crucial de su existencia. Por un lado, la vida le sonríe; por otro lado, la consciencia le apunta el camino del deber. No duda. Entrega su renuncia y se retira a la vida privada.

 

Fue ahí cuando las iras reales fueron a fulminarlo. Conducido a la prisión, fue sometido a diversos interrogatorios, en los cuales el soldado de los derechos del Papado mostró una energía, una grandeza de alma, un desprendimiento digno de los mártires de las primeras eras cristianas.

 

Al Duque de Norfolk, quien le decía que “la indignación del príncipe significaba la muerte”, redarguyó noblemente: ¿“Eso es todo, my lord? Realmente entre Vuestra Gracia1 y yo no hay sino una diferencia: es que yo moriré hoy, y Vuestra Gracia morirá mañana.”

 

la perfidia de Tomás Cromwell

Encarcelado en la Torre de Londres por un año, enfermo, privado del supremo conforto de los Sacramentos, todo conspiraba contra su constancia, inclusive – suprema tentación – los ruegos afectuosos de su esposa y de su hija, incapaces de acompañarlo en la dolorosa grandeza del martirio. Por fin, su familia se vio reducida a tal miseria, que tuvo que vender los trajes usados por él en la corte, ¡para pagar el alimento indispensable para que Moro no se muriese de hambre en la prisión!

 

En los interminables interrogatorios, fue a su encuentro la perfidia de Tomás Cromwell, que buscaba por medio de hábiles preguntas convencerlo del crimen de alta traición. Moro, no obstante, no se dejó enredar y, con la tranquila firmeza de un alma pura, pronunció esta frase que resume toda su defensa: “Soy fiel al rey, no le hago mal a nadie, ni difamo a quien quiera que sea; si eso no es suficiente para salvarle la vida a un hombre, no quiero vivir por más tiempo.”

 

Martirizado como quien cumple su deber

 

Finalmente, le quitaron los libros de oración. Cerró, entonces, las ventanas de su celda, y se mantuvo en la oscuridad, a meditar sobre la muerte, hasta que llegó el día en el cual debería beber la última gota del cáliz.

 

Caminó hacia el martirio con la naturalidad de quien cumple un deber. Y ni siquiera ahí abandonó aquella cordura de espíritu que tan armoniosamente se aliaba a su invencible energía. Lo exhibió en dos momentos extremos de indefectible humour inglés. Como estaba poco firme la escalera del patíbulo, le pidió al verdugo que lo ayudase a subir. “Con respecto a bajar – añadió jocosamente – yo me las arreglaré solo”. Después de haber abrazado al verdugo, se arrodilló y le pidió tiempo para arreglar la barba. Bromeando, dijo después al verdugo: “No la cortes, ella no tiene la culpa”.

 

Oró, y entregó su gran alma a Dios.

 

* * *

 

En una época en la cual el desprestigio se va proyectando como una sombre siniestra sobre tres categorías de hombres que sirven de fundamento a la sociedad – los políticos, los científicos y los militares – la Iglesia acaba de elevar a la honra de los altares a tres modelos admirables de honra y virtud, justamente en estas tres clases. Canonizó a Santa Juana de Arco, modelo de militar; canonizó a San Alberto Magno, modelo y ejemplo de científico; y acaba de canonizar a Santo Tomás Moro, modelo de político.

 

En su gesto hay simplemente un acto de justicia para con los Santos. Pero la Providencia permitió que sus procesos de canonización sólo ahora llegasen a su término, para que sirvan como una protesta bien alta contra la desmoralización que hiere justo el prestigio de la ciencia, de la autoridad y de la espada, sin las cuales la sociedad no puede vivir.

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