De los innumerables títulos de la Madre de Dios, pocos son tan expresivos como el de Perpetuo Socorro. La milagrosa imagen venerada bajo esa invocación es rica en simbolismo. Habrá alguien que nunca se haya afligido en momentos de dificultad o ante el anuncio de una tragedia? ¿O que jamás haya necesitado ayuda, ya fuera espiritual, psicológica, afectiva o material? Con toda seguridad que no, puesto que el ser humano, lejos de bastarse a sí mismo, necesita ayuda por naturaleza: no tiene condiciones de vivir sin el apoyo de sus semejantes, y mucho menos sin el continuo sustento de Dios, Creador del universo. A una carencia inevitable, una solución infalible Para ese estado de carencia inevitable Dios nos ofrece a todos una solución infalible: recurrir a la Madre suya y nuestra. Eso ya explica muy bien el título de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, el cual señala la certeza del auxilio que se nos dará si recurrimos a ella. “Perpetuo Socorro” indica una fuente de misericordias que nunca se agota, jamás se interrumpe. “Nunca” significa en ningún tiempo, ningún lugar, ninguna circunstancia. Por más que una situación haya empeorado, por graves y numerosos que sean nuestros pecados, la Virgen María quiere mantenernos continuamente bajo su insondable protección y celestial amparo. Así, no asombra que la devoción a la Virgen del Perpetuo Socorro haya conquistado todos los países del mundo. ¿Cómo nació? Robo sacrílego, increíble porfía Hacia 1496 se veneraba en una iglesia de la Isla de Creta un milagroso icono de la Virgen María. Según la tradición, un artista desconocido lo había pintado en el siglo XIII inspirándose en una pintura más antigua atribuida a san Lucas. Para nosotros, la historia parte ese mismo año con un crimen sacrílego: un comerciante que calculaba vender a buen precio la venerable pintura, la hurtó y se hizo a la mar. Al año siguiente llegó a Roma, pero cayó gravemente enfermo. Un amigo, mercader como él, lo hospedó en su casa; poco antes de morir el agonizante le descubrió su vergonzoso hurto, pidiéndole que llevara el cuadro a una iglesia para recibir un culto digno, a lo que éste accedió. Al morir el comerciante, su amigo romano se dispuso a cumplir su promesa, pero su mujer lo persuadió de guardar el cuadro en casa. Apareció entonces la Virgen María y le pidió que lo llevara a una iglesia, pero no la obedeció. Volvió la Madre de Dios otras dos veces e incluso lo amenazó de muerte si seguía desobedeciendo; pero su mujer se opuso nuevamente y él se mostró más sumiso a ella que a la Reina de los Ángeles. En una cuarta aparición, le dijo al fin la Virgen: – Te avisé, te amenacé, pero como no me has querido creer, es necesario que tú salgas primero para que yo pueda encontrar un lugar más digno. De hecho, el obstinado abandonó enseguida su casa, pero en el féretro y rumbo a la sepultura, la Santísima Virgen se apareció entonces a su hija de seis años para decirle: – Santa María del Perpetuo Socorro os requiere para que la saquéis de vuestra casa, a menos que todos queráis morir sin demora. La viuda tomó en serio la advertencia porque había tenido una visión idéntica a la niña, pero su vecina la convenció de mantener el cuadro en casa. Esta mujer sufrió enseguida el ataque de terribles dolores, y arrepentida de su mala acción recurrió a la misericordia de María, curándose al tocar el milagroso cuadro. La Santísima Virgen se apareció una vez más a la niña y le comunicó que debían llevar el cuadro a la iglesia de San Mateo, situada en la Via Merulana, entre las basílicas de Santa María la Mayor y San Juan de Letrán. Una de las iglesias más visitadas de Roma La viuda, la hija y la vecina se dieron prisa en comunicar los prodigiosos hechos a los Padres Agustinos, encargados de la iglesia mencionada. La noticia corrió por la ciudad como un reguero de pólvora, y cuando el 27 de marzo de 1499 llegó el momento de trasladar el cuadro, se formó una grandiosa procesión en compañía de numerosos miembros del Clero y una multitud de fieles. Por espacio de tres siglos la santa imagen fue venerada en la iglesia de San Mateo, adonde los fieles llegaban de todas partes en tan abundante número, atraídos por la fama de los milagros ocurridos gracias a la intercesión de la Virgen del Perpetuo Socorro. En poco tiempo la iglesia pasó a ser una de las más visitadas de Roma. Sin embargo, nuevas dificultades vendrían a interponerse entre la Madre de Misericordia y sus hijos. Abandonada en una capilla, olvidada por casi todos En 1798 las tropas de Napoleón invadieron Roma, exiliaron al Papa Pío VI y, so pretexto de fortalecer las defensas de la ciudad, arrasaron con 30 iglesias, San Mateo entre ellas. Fue el fin de innumerables reliquias y gran número de imágenes sagradas; a pesar de todo, el milagroso icono fue salvado en el último momento por un sacerdote que lo llevó primero a la iglesia de San Eusebio y después a la capilla privada de los agustinos en el convento de Santa María in Posterula. El torbellino de acontecimientos políticos y bélicos que sacudieron las primeras décadas del siglo XIX borró casi todo recuerdo de la Madre del Perpetuo Socorro y su bondad para recibir a los hijos que iban en su busca. La imagen terminó relegada a una capilla secundaria de Roma por más de medio siglo, sin ningún acto especial de devoción, sin ornamentos, sin una lamparilla al menos que indicara su augusta presencia. Casi todos parecían haberla olvidado. «Hagan que el mundo entero la conozca« Casi todos… pero no Fray Agustín Orsetti, antiguo fraile de la iglesia de San Mateo. En su corazón el fervor no había decaído, y su mente atesoraba el recuerdo de los numerosos milagros obtenidos por esa Madre incomparable. Hacia 1850, ya anciano y casi ciego, hizo amistad con un joven llamado Miguel Marchi, asiduo de la capilla de Santa María in Posterula. Muchos años más tarde, este antiguo monaguillo, convertido ya en sacerdote redentorista, contó que “el buen fraile” acostumbraba referirse con ansiedad a la triste situación de su querida imagen: “Hijo mío, no te olvides que la imagen del Perpetuo Socorro que está en nuestra capilla. Era muy milagrosa. Nunca te olvides, ¿entendiste?» Fray Agustín murió en 1853 sin ver realizado su sueño de que la Virgen del Perpetuo Socorro fuera expuesta de nuevo a la veneración pública. Aparentemente, los esfuerzos y confiadas oraciones del celoso agustino habían sido infructuosos. Sólo en apariencia. Su joven amigo, más tarde padre Miguel Marchi CSSR, ¡no se olvidaría! A mediados del siglo XIX la Congregación de los Padres Redentoristas fue invitada por el Bienaventurado Pío IX a instalar en Roma su Casa General. Como se verá, quien conducía dicha Congregación a la Ciudad Eterna por voz del Papa era la propia Madre del Perpetuo Socorro. Los Redentoristas, sin saber nada de los hechos relatados, adquirieron un terreno en la Via Merulana… en el mismo lugar donde estuviera una vez la iglesia de San Mateo. Ahí construyeron un convento y la iglesia de San Alfonso. Uno de los sacerdotes, estudiando el sector de la ciudad en que se habían establecido, no tardó en descubrir la providencial coincidencia: su iglesia se situaba exactamente en el sitio ocupado antes por la iglesia de San Mateo, en la que se veneró por siglos la milagrosa pintura de la Virgen del Perpetuo Socorro. Comunicó el hallazgo a sus hermanos de hábito; y escuchándolo entre ellos estaba el Padre Miguel Marchi, nada menos. Éste, a su vez, relató todo cuanto le había dicho sobre esa imagen el viejo fraile agustino del convento de Santa Maria in Posterula. En esto aparece con nitidez la mano de la Virgen Santísima guiando los acontecimientos. Inspiró en los corazones de sus hijos misioneros el ferviente anhelo de ofrecer nuevamente a la veneración pública el cuadro milagroso. A instancias de ellos, el Superior General de la Congregación, P. Nicolás Maurón, se dirigió al Papa para formular el pedido directamente. Recibido en audiencia por Pío IX, le expuso la historia del icono y la solicitud de confiarlo a su congregación para que recibiera otra vez las honras y súplicas de los fieles en el mismo lugar elegido por la Virgen María en 1499. El Papa lo oyó todo con atención y escribió de puño y letra esta nota fechada el 11 de diciembre de 1865: “El Cardenal Prefecto de Propaganda llamará al superior de la comunidad de Santa Maria in Posterula y le dirá que es Nuestro deseo que la imagen de la Santísima Virgen, a la que se refiere este pedido, sea colocada de nuevo entre [las basílicas] de San Juan [de Letrán] y Santa María la Mayor; los redentoristas van a sustituirla por otro cuadro adecuado». Enseguida, el Santo Padre entregó a los redentoristas, por medio de su superior general, la misión de difundir la devoción a Nuestra Señora del Perpetuo Socorro: “Hagan que el mundo entero la conozca!» «¡Oh María, termina lo que empezaste!« Los Padres Agustinos asintieron con respeto filial al deseo del Sumo Pontífice y entregaron el milagroso cuadro a sus nuevos guardianes. En una solemne procesión, cerca de 20 mil fieles lo llevaron por las calles adornadas de flores hasta la iglesia de San Alfonso. La Madre del Perpetuo Socorro manifestó su satisfacción ese mismo día a través de algunos milagros. “¡Querida Madre, cura a mi hijo o llévatelo al Cielo!”, imploró una angustiada madre desde la ventana de su casa, levantando en sus brazos al hijito moribundo mientras el cuadro pasaba por la calle. En ese instante su hijo quedó curado. Poco más adelante, otra madre pidió la curación de su hija, atacada por una parálisis total. Inmediatamente, las piernas de la niña cobraron fuerzas, pero sólo las suficientes para empezar a caminar. Madre e hija fueron al día siguiente a la iglesia de San Alfonso y suplicaron: “¡Oh María, termina lo que empezaste!” Y la niña salió completamente restablecida. Comenzó así una nueva fase en la historia del milagroso icono mariano. Hoy sigue recibiendo maternalmente a sus hijos e hijas en el Santuario de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Y gracias al celo de los Padres Redentoristas, miles de iglesias se han levantado en su honor en todas partes del mundo. Un cuadro de rico simbolismo El milagroso icono de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro mide 53 por 41 centímetros. Es una pintura de estilo bizantino, realizada en madera sobre fondo dorado, color muy empleado por los artistas de la Antigua Roma cuando se debía retratar a grandes personalidades. Para este caso, el oro es un expresivo símbolo de la gloria de la Reina del Cielo. Más que retratar a María, la pintura reproduce una escena. La Virgen sostiene con desvelo, afecto y adoración al Niño Dios; sin embargo, no lo está mirando a él sino a nosotros, sus hijos adoptivos. Jesús no la mira a ella ni a nosotros; la atención de su divina mirada se dirige a los dos ángeles que portan los instrumentos de la Pasión: a la izquierda san Miguel, de manto verde, con la lanza y la esponja de vinagre; a la derecha san Gabriel, de manto violáceo, con la cruz y los clavos que perforaron pies y manos al Redentor. Un pormenor altamente expresivo es la sandalia que cuelga del pie derecho del Niño, pendiente de un hilo, casi cayéndose. Simboliza muy bien la situación del alma en pecado mortal: prendida a Jesús por un hilo, la devoción a María. Bajo el manto azul, María viste una túnica roja. En los albores del Cristianismo, las vírgenes se distinguían con el color azul, símbolo de pureza, y las madres con el color rojo, signo de caridad. La combinación cromática define estupendamente a María, Virgen y Madre. Se nota también el verde en el revés de su manto. Como la combinación de los tres colores era privilegio de la realeza, la soberana dignidad de la Reina de los Ángeles y de los Santos queda bien representada en su vestimenta. En lo alto del cuadro, escritas en letras griegas y la mitad a cada lado, figuran las iniciales de la expresión “Madre de Dios”; al lado de la cabeza del Niño, las iniciales de “Jesucristo”; sobre el ángel a la izquierda, “el Arcángel Miguel”; y sobre el otro, “el Arcángel Gabriel». (Revista Heraldos del Evangelio, Jun/2006, n. 35, pag. 36 a 39)
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