Un rey que hace voto de virginidad, desea ser religioso, y es un valiente guerrero en defensa de la justicia, es un personaje inverosímil para el mundo moderno. Sin embargo, existió y la Iglesia lo ha incluido en la lista de los santos.

San Enrique II – iglesia de Santa María, Austin
(Estados Unidos) / Foto: Angelis Ferreira

Sólo alcanza la santidad el que practica las virtudes en grado heroico. Y “las virtudes son todas hermanas. No se puede, en un círculo de hermanas, vivir mimando a una y aborreciendo a las demás… Hay que tener buenas relaciones con todas. No se puede vivir en un término medio que consistiría en tener buenas relaciones con unas y no con otras”.1

Un admirable ejemplo de esta verdad lo vemos brillar en un monarca de finales del siglo X y principios del XI: el emperador Enrique II. Si, por un lado practicó la virtud de la fortaleza, tan necesaria para un gobernante de su época, por otro, no dejó de manifestar bondad para con sus súbditos, piedad en la oración y numerosas otras virtudes.

Luchó contra su propia concupiscencia, guardando la castidad hasta la muerte, y las guerras por él libradas no buscaban sino la paz, en el orden espiritual y temporal. Obtuvo, así, admirables victorias, tanto en las luchas de la vida interior como en las batallas contra los enemigos del Estado y de la fe.

Al cuidado de San Wolfgang

En la primavera del 973 nacía Enrique, primer hijo del duque de Baviera y de la princesa Gisela de Borgoña. Fue bautizado por San Wolfgang, obispo de Ratisbona y religioso benedictino, ya desde entonces con fama de santidad. El prelado hizo hincapié en ser él mismo el padrino del niño y lo tomó a su cuidado, quizá al discernir el papel que desempeñaría en el futuro.

Con tan sólo 22 años, cuando su padre murió, lo sucedió al frente del Ducado de Baviera. Por esas fechas fallecía también San Wolfgang, a quien Enrique le debía su sólida educación cristiana y lo consideraba como modelo y guía.

Deseoso de gobernar a su pueblo con firmeza, benevolencia y sabiduría, el joven duque iba a rezar a menudo a la tumba de su antiguo preceptor, y le pedía ayuda para ejercer su cargo con perfección. Una noche, mientras estaba allí orando, el santo obispo se le apareció y le dijo: “Lee atentamente lo que está escrito en la pared junto a mi tumba”.2 Pero Enrique sólo pudo leer estas palabras: “Después de seis”.3 Antes de que le diera tiempo de preguntarle el significado de aquello, el bienaventurado desapareció.

Seis días, seis meses, seis años…

Enrique dedujo que en seis días iría a morir y empezó a prepararse para dejar esta vida, dedicándose casi exclusivamente a la oración y a la penitencia. Al concluir el plazo y gozar de perfecta salud, entonces pensó que se había equivocado, que no eran seis días, sino seis meses…

 

Santa Cunegunda reinó realmente con su esposo, porque
le ayudaba a resolver los asuntos complicados

Buscó más asiduamente los sacramentos y redobló sus obras de caridad, llegando a llevar un estilo de vida casi monacal. No obstante, los seis meses llegaron a su fin y no había pasado nada. ¿No serían seis años?

Se cumplió el tiempo y la muerte no se llevó al duque de Baviera, pero sí al joven emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Otón III, que fallecía en Italia sin descendientes. Cuando se enteró de la noticia, Enrique se acordó de las enigmáticas palabras de San Wolfgang —“después de seis”—, reveladas precisamente hacía seis años, y comprendió su significado: por ser el pariente más cercano del soberano fallecido era el principal candidato a sucederlo en el trono imperial.

A principios del 1002, Enrique recibía de San Heriberto, arzobispo de Colonia, los símbolos del imperio; en junio de ese mismo año, San Willigiso, arzobispo de Maguncia, lo coronaba rey de los alemanes, en presencia de un gran número de obispos y nobles. En aquella época no se recibía el título de emperador del Sacro Imperio —que le competía al rey de los alemanes— mientras no fuera consagrado como tal por el Papa, cosa que ocurrió unos años más tarde. Al asumir el trono, Enrique se preocupó por conocer la situación del reino y las necesidades de sus súbditos, extremosa y constantemente. La sabiduría de su gobierno justificaba la fama que se había concebido sobre él, porque era “un conjunto de virtudes cristianas, reales y militares, una prueba de que un buen rey es un verdadero don del Cielo”.4

“Dios no me coronó para violar las iglesias”

Las circunstancias de aquella etapa histórica y la forma como su elección había sucedido le obligaron, no obstante, a emprender continuas luchas para mantener la estabilidad del trono que legítimamente había obtenido.

El duque de Suabia, Herman II, que pretendía tener más derecho al trono que Enrique, saqueó la ciudad y la iglesia de Estrasburgo. Los consejeros reales incitaron al santo monarca que hiciera lo mismo con la iglesia de Constanza, en los dominios de su rival, a lo que él retrucó: “No permita Dios que, para castigar el arrebato de Herman, le ataque a Él que me ha dado la corona real. Saqueando Constanza por Estrasburgo no disminuiría mi pérdida, la duplicaría. Además, está mal conquistar un reino y por ello arriesgar el alma. Dios me coronó no para violar las iglesias, sino para castigar a los que las violan”.5

Antes de que acabara aquel mismo año, Herman se presentó descalzo ante el rey y, de rodillas, le pidió perdón, comprometiéndose a ceder una abadía a la iglesia perjudicada, a fin de reparar su delito.

Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico

Unos años antes de su elección como rey de los alemanes, se había casado con Cunegunda, hija del conde de Luxemburgo, noble dama también canonizada por la Iglesia, con la que observó perfecta “continencia durante todo el tiempo de su unión, y se dieron mutuamente los más bellos ejemplos de las virtudes cristianas”.6 Se puede decir que esta reina consorte reinó realmente con su esposo, porque le ayudaba a resolver los asuntos complicados de la corte con una delicadeza única.

 

Más que la unidad de su propio reino, lo que Enrique deseaba era la paz en la Santa Iglesia, y empleaba su poder y autoridad para apartar de ella cualquier factor de división.

 

Con la muerte del Papa Sergio IV, en el 1012, esa paz peligró, pues un antipapa autoproclamado Gregorio VI disputaba la Cátedra de Pedro con el legítimo Papa, Benedicto VIII. Tratando de encontrar refugio y apoyo, se presentó al rey de Alemania y éste le prometió que juzgaría su caso según la estricta justicia y el Derecho Canónico. Por eso, en lugar de apoyar dichas pretensiones, Enrique lo declaró antipapa y le prohibió que ejerciera en sus territorios cualquier función episcopal.

A finales del 1013, el santo rey y su esposa se encontraron con Benedicto VIII en Ravena, quien los llevó a Roma, donde entraron con toda pompa, aplaudidos como celosos protectores de la Sede Apostólica. El día 14 de febrero de 1014, el Papa ungió y coronó a San Enrique como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, y a Santa Cunegunda, emperatriz. Antes de entrar en la iglesia donde se realizaría la solemne ceremonia Enrique prometió públicamente “ser concienzudo amparador y defensor de la Iglesia, y leal vasallo de Cristo y del Apóstol San Pedro”.7

 

De un extremo al otro del imperio Enrique y Cunegunda
fundaban monasterios y erigían magníficas iglesias

El Papa había ordenado la confección de un regalo que sería ofrecido en esa ocasión: una esfera de oro coronada por una cruz —el orbe o globus cruciger—, adornada con dos círculos de perlas y piedras preciosas. La esfera representaba el globo terráqueo; las piedras preciosas, las virtudes con las que Enrique debería adornarse; y la cruz, la religión de la cual se convertía en protector. Al recibir tan simbólico objeto, le dijo al Papa: “Queréis con esto, Santo Padre, enseñarme cómo debo gobernar”.8

En seguida, fijando su mirada en el globus cruciger, añadió: “Este regalo no puede ser más adecuado para nadie más que para los que han pisoteado a sus pies las pompas del mundo para seguir con mayor libertad la cruz”.9 Por tal razón decidió ofrecerla al monasterio benedictino de Cluny, cuyo abad era San Odilón, a quien Enrique estimaba mucho.

“Te mando que vuelvas al mundo”

Estando en Cluny, Enrique sintió una vez más en el alma la fuerza y la paz del recogimiento y del silencio. A los monjes les dejó varios tesoros —entre ellos el valioso obsequio recibido del Soberano Pontífice— y continuó su viaje. Sin embargo, también allí dejaba su corazón…

Los años iban pasando y sus sentimientos religiosos crecían. En medio de las grandezas de la corte, las batallas y triunfos, el santo emperador deseaba un bien más excelente: la pobreza y la soledad del monasterio.

Se cuenta que, habiendo decidido abrazar de hecho la vida religiosa, se presentó a Ricardo, abad del monasterio de Saint Vannes, en Verdún, por el que guardaba especial afecto. Al sentirse abrigado por la sombra de aquellas benditas paredes, hizo suyas las palabras del salmista: “Ésta es mi mansión por siempre, aquí viviré, porque la deseo” (Sal 131, 14). Le expresó al religioso su deseo de abandonar la corona para servir mejor a Dios como monje. El obispo Haimon, que estaba presente, se preocupó… Llamó aparte al abad y le advirtió: “Si retiene usted a este príncipe y lo hace monje, como él lo desea, causará la ruina de todo el imperio”.10

Buscando una manera de no decepcionar al emperador y, al mismo tiempo, no poner en riesgo el Sacro Imperio, el abad le preguntó si, a ejemplo de Cristo obediente hasta la muerte, estaba dispuesto a hacer una promesa de obediencia. Y Enrique, contestándole que ése era el mayor deseo de su corazón, la hizo. Ricardo le dijo entonces: “Muy bien, así harás ahora lo que yo te encargue; y te mando que vuelvas al mundo y con todas tus fuerzas gobiernes el país que Dios te ha confiado, y con temor y temblor de Dios te consagres al bien de tus Estados”.11

Enrique aceptó la prudente decisión del abad y obedeció prontamente, convencido de que así serviría a Dios y a su Iglesia mejor que viviendo en la reclusión del claustro. No obstante, no dejó de hacerle varias visitas, muchas de ellas para pedirle consejos a respecto de los asuntos más importantes del Gobierno, y se hizo oblato benedictino.

Al servicio de la Iglesia y del imperio

Enrique y Cunegunda favorecían el florecimiento de la religión en el vasto territorio imperial. De un extremo al otro se fundaban monasterios y se erigían magníficas iglesias, muchas de las cuales existen hasta hoy. La fachada de esos templos era flanqueada por dos torres, símbolo de los dos poderes: la Iglesia y el imperio.

La emperatriz tenía “una rara capacidad y un fino gusto para las construcciones. Dirigió personalmente la edificación de la catedral de Bamberg y del monasterio de las clarisas de Kaufungen”,12 donde se hizo religiosa al enviudar, algunos años más tarde. Su piedad no era inferior a la de su santo esposo y se veía que compartían las mismas aspiraciones.

La vida de Enrique fue un vaivén continuo. Se engañaría el que pensara que, en el cumplimiento de sus absorbentes deberes de soberano, no le quedaba tiempo para las cosas de Dios. Era muy diligente para no dejar enfriar su piedad y cada victoria aumentaba su gratitud para con Dios. Siempre dispuesto a salir al terreno en defensa de la Iglesia, jamás luchó por una gloria personal. Además de la Misa diaria, hacía con frecuencia ejercicios espirituales y tenía mucha devoción a San Benito. Se cuenta que rezando un día, en Montecasino, fue milagrosamente curado de una dolencia renal.

En el 1024, estando bastante enfermo y sintiendo que se aproximaba la muerte, reunió a su alrededor a todos los cortesanos, cogió la mano de la santa emperatriz y le dijo a sus familiares: “He aquí a la que vosotros me habéis dado por mujer ante Cristo, como me la disteis virgen, virgen la pongo otra vez en las manos de Dios y en las vuestras”.13 Poco tiempo después dictó su testamento. Como vivía en el completo desapego de los poderes, de la gloria y de las riquezas de este mundo, su alma ya estaba lista para recibir “la corona inmarcesible de la gloria” (1 P 5, 4). Y el 14 de julio de aquel año cruzó el umbral de la eternidad.

por Hna. Adriana María Sánchez García, EP


 

1 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. À procura do ótimo. In: Dr. Plinio. São Paulo. Año VI. N.º 68 (Noviembre, 2003); p. 30.
2 BOLLAND. Sanctus Henricus Imperator Augustus. Acta Sanctorum, Julii, § XII, n.º 119: ML 140, 70.
3 Ídem, ibídem.
4 GUÉRIN, Paul. Les petits bollandistes. Vies des Saints. 7.ª ed. París: Bloud et Barral, 1876, t. VIII, p. 326.
5 ROHRBACHER. Histoire universelle de l’Église Catholique. 5.ª ed. París: Gaume Frères et J. Duprey, 1868, t. VII, p. 252.
6 GUÉRIN, op. cit., p. 325.
7 WEISS, Juan Baptista. Historia universal. Barcelona: La Educación, 1927, v. V, p. 86.
8 ROHRBACHER, op. cit., p. 260.
9 Ídem, ibídem.
10 Ídem, p. 262.
11 WEISS, op. cit., p. 93.
12 PEPE, Enrico. Martiri e Santi del calendario romano. 3.ª ed. Roma: Città Nuova, 2006, p. 253.
13 PÉREZ ARRUGA, Luis. San Enrique. In: ECHEVERRÍA, Lamberto de; LLORCA, SJ, Bernardino; REPETTO BETES, José Luis (Org.). Año Cristiano. Madrid: BAC, 2005, v. VII, p. 319.

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