Santa Juana de Chantal: Fundadora de la Orden de la Visitación de Santa María
Los dones naturales y los sobrenaturales son independientes. Pero cuando ambas cosas se unen, el resultado es verdaderamente deslumbrador. Naturaleza y gracia, íntimamente unidas, actuando aquélla de base y ésta de perfección, producen un resultado ante el cual se siente impresionado quien lo contempla.
Uno de estos casos es el de Santa Juana Francisca Frémyot de Chantal. Naturalmente era una superdotada. Sin establecer una comparación que en todo resultaría odiosa, pero mucho más en el caso presente, nos atrevemos a decir que no iba en zaga a San Francisco de Sales en cualidades naturales, y téngase en cuenta que San Francisco pasa por una de las personalidades más excepcionales que ha conocido la historia. La santa parece tenerlo todo: inteligencia clarísima, extraordinario don de gentes, presencia agradable, hermosura corporal, corazón amplio… y sobre esta base descendieron en abundancia las gracias sobrenaturales que, correspondidas con una generosidad sin límites, produjeron una santidad extraordinaria. Añádase a esto que la santa trabajó en su propia santificación bajo la égida del prototipo del humanismo cristiano, San Francisco de Sales, y no nos podrá extrañar que el resultado sea, según hemos dicho, verdaderamente deslumbrador.
Como todas las grandes personalidades, Juana Francisca se formó en la adversidad, entre dificultades. No es imposible, pero sí muy difícil, que una personalidad recia nazca en un ambiente de mimos y de vida fácil. Juana Francisca pierde en los primeros meses de su vida a su madre, y queda bajo la influencia de un padre rectísimo, hombre hecho de una pieza, que ha de atravesar durante la niñez de la santa circunstancias bien difíciles.
Nos encontramos en Dijón, en plena época de guerras civiles. El Señor Frémyot, padre de la santa, era presidente del Parlamento, lo que llamaríamos en España la Audiencia Territorial. Permanece fiel a la dinastía, y no menos fiel, a su fe católica. Esto le crea una situación dificilísima. Tiene que abandonar su propia casa, que es saqueada; recibe un mensaje amenazándole con la muerte de su hijo, que ha quedado prisionero, si no cede, y en efecto no cede, aunque la amenaza no llega a realizarse; atraviesa dificultades económicas y de tipo político, rodeado por la incomprensión de unos y de otros. Así, contemplando aquellos ejemplos de integridad y de hombría de bien, se desarrolla la muchacha hasta llegar a los veinte años.
A esta edad contrae matrimonio con el Barón de Chantal, que tenía siete años más que ella. Todos los biógrafos comentan la magnífica pareja que formaban los dos jóvenes. Tenía Juana Francisca un tipo majestuoso, una innegable gracia natural y parece que su esposo no se dejaba superar ni en esto, ni en las cualidades de alma, por su mujer. Lo cierto es que durante ocho años el matrimonio vivió una felicidad que parecía no tener límites. Es cierto que a veces el joven esposo tenía que dejar el hogar para ir a la guerra, o a cumplir sus deberes en la corte. Pero esto hacía cada vez más gratas las horas que se pasaban cada vez que regresaba. El mismo rey distinguía al Barón de Chantal con su afecto, y nada parecía faltar a la felicidad de aquel hogar que Dios había bendecido con la sonrisa de cuatro niños.
De pronto, todo aquello se viene abajo. Un accidente de caza, producido de manera casual, vino a arrebatar la vida del joven barón. Sus últimas horas, de ejemplar cristiano, fueron para perdonar a quien había sido el involuntario causante de su muerte. Como ocurre siempre, cuanto mayor había sido la unión del matrimonio y más íntimos los lazos establecidos entre los dos esposos, más trágica resultaba la muerte de uno de ellos. Juana Francisca sintió un dolor sin límites y se consagró por completo a la educación de sus hijos. Con un impulso en parte religioso y en parte proveniente del amor a su difunto marido, hizo voto de castidad. Desde entonces su vida se repartiría entre las prácticas de religión y caridad y la educación de los niños.
Hay una fase de la vida de Santa Juana que cuesta llegar a comprender el heroísmo que en sí encerraba. Viuda, se le ofrecían atrayentes posibilidades. Podía continuar viviendo en la misma casa en que tan feliz había sido con su marido. Podía ir a vivir con su padre, que la idolatraba. Pero he aquí que escoge refugiarse en el sombrío castillo de su suegro. Todo era allí repelente. El carácter de este hombre, duro, áspero, más hecho a tratar con soldados que con mujeres. El edificio mismo, sombrío y triste, y falto de muchas comodidades a las que Juana Francisca estaba acostumbrada. Y la presencia de una persona, a la que eufemísticamente llaman «criada» los biógrafos de la santa, que se había apoderado por completo de la voluntad del dueño de la casa y que se aprovechaba de esta situación para proceder despóticamente frente a Juana Francisca y sus hijos.
La joven viuda acepta, sin embargo, todo aquello. Muy probablemente le guiaba el deseo de trabajar por la eterna salvación de su suegro. Pero no excluimos también, antes parece casi seguro, que le atrajeran tantos y tan íntimos sufrimientos como allí le esperaban. Lo cierto es que allí, y siempre a lo largo de su vida, Juana Francisca se portó de manera ejemplar en sus relaciones familiares. La casa, pésimamente gobernada, tenía que dolerle a una mujer de extraordinarias cualidades. Jamás hizo una observación. Su tiempo estaba distribuido entre sus hijos y los pobres. Conservamos rasgos maravillosos de lo que fue su caridad por aquel tiempo. Sencillamente heroica. El pobre leproso, al que ella acoge, el enfermo repugnante, el trigo que se agota y Dios multiplica… todas esas cosas que encontramos en los grandes héroes de la santidad, las hallamos también en esta época de la vida de Juana Francisca.
Por si era poco, vino a caer en manos de un áspero director espiritual, extraordinariamente exigente. Son célebres en la historia de la espiritualidad los votos que hubo de hacer: el de obedecerle, el de no abrirse a nadie más, el de no admitir pensamiento que fuera en contra de esto. Atada con estos votos, y metida en un oscuro rincón de Francia, parecía imposible que pudiera llegar a tener contacto alguno con un obispo extranjero, el de Ginebra, que vivía por entonces, expulsado de la capital de su diócesis, en la relativamente lejana ciudad de Annecy. Pero los planes de Dios eran otros.
Iba un día ella a caballo cuando, cerca de un bosquecillo, vio a un sacerdote de aspecto venerable, alto, rubio, que rezaba apaciblemente su breviario. Un impulso interior le dijo que aquél sería el instrumento de que Dios se serviría para orientar definitivamente su vida. En la capilla de su castillo de Sales, aquel sacerdote tuvo también una visión: se le apareció una mujer viuda, joven, vestida modestamente, Y un impulso interior le dijo que ella habría de ser el instrumento para una obra, muy de Dios, que entonces empezaba a dibujarse en su espíritu.
Habían de pasar años antes de que se encontraran. Un buen día Juana Francisca recibe una carta de su padre. Va a venir a Dijón, a predicar la Cuaresma, un predicador extraordinario: el obispo de Ginebra; ¿por qué no salir de su retiro y venir a pasar la Cuaresma a Dijón? A Juana Francisca le agrada el plan y se pone en camino con sus hijos. Para no perder palabra del sermón, Juana Francisca ha elegido para sí el mejor sitio de la iglesia: enfrente del púlpito. Al subir el predicador, le da una vuelta el corazón: era el que había visto hacía años. Tampoco al predicador escapó su presencia. Poco después preguntaba quién era ella. Y cosa curiosa, hacía la pregunta al arzobispo de Bourges, hermano de la santa. Poco costó concertar un encuentro.
Sin embargo, San Francisco de Sales, con maravillosa prudencia, no quiso precipitar las cosas. Procedió con lentitud, y sólo ya el último día de su estancia en Dijón, dio alguna esperanza a Juana Francisca de encargarse de la dirección de su alma. Pero era todavía algo muy vago. Habrían de continuar las relaciones. No las conocemos detalladamente. Cuando murió el santo, Juana Francisca se hizo cargo de todos sus papeles y al ordenarlos descubrió sus propias cartas, anotadas por el santo con admiraciones y encarecimientos. Muerta de vergüenza las tiró al fuego. Pérdida irreparable para la historia de la espiritualidad y aun de la misma Iglesia.
Por fin, la vigilia de Pentecostés de 1607, San Francisco de Sales abrió su pensamiento a Juana Francisca. Después de probarla un poco, proponiéndole diversos planes, le descubrió el proyecto que desde hacía mucho tiempo estaba madurando. La santa se sintió internamente movida a cooperar con todas sus fuerzas a aquellos hermosos designios. Pero parecía imposible que se pudieran realizar: era madre de cuatro hijos a los que tenía que atender antes de poder pensar en abrazar la vida religiosa. Dios solucionó las cosas mucho antes de lo que pudieran pensar los dos santos. La hija mayor de Santa Juana se casó con el hermano menor de San Francisco de Sales. Otra de las hijas de Santa Juana murió inesperadamente. Quedaba la pequeñita, que podía acompañar a su madre al convento. Del hijo se haría cargo su abuelo. Faltaba el consentimiento de éste, que San Francisco obtuvo en una memorable entrevista. Y por fin, en 1610, se pudo pensar en iniciar la nueva fundación.
Los orígenes de la Orden de la Visitación constituyen una de las páginas más encantadoras de toda la historia de la Iglesia. Tienen la frescura, el aire sobrenatural y maravilloso de las florecillas de San Francisco o de la narración de los primeros votos de los Jesuitas en Montmartre. Habían encontrado, a las afueras de Annecy, una casita que, por tener un paso cubierto al jardín vecino, se llamaba «de la Galería». A esta casita de la galería, fueron el 6 de junio, fiesta de la Santísima Trinidad y de San Claudio, las tres primeras Madres de la Visitación. Allí les esperaba, como tornera, una joven que había estado ligada a uno de los episodios más novelescos de la vida de San Francisco de Sales: estaba sirviendo en «El Escudo de Francia», una hostería de Ginebra, cuando Francisco, joven sacerdote aún, hizo algunos viajes a aquella ciudad para tratar de convertir a Teodoro de Beza. Paró en la hostería y ella quedó prendada de aquel santo sacerdote. Ahora, al poner en marcha la fundación, se ofreció inmediatamente a entrar en ella. Pero hay otra figura más encantadora aún si cabe: la de Sor Simplicia, una ingenua campesina que dio lugar al anecdotario más gracioso, y al mismo tiempo más ejemplar, que se haya podido registrar en la vida religiosa del mundo entero. La buenísima Hermana tomaba al pie de la letra cuanto oía y daba origen así a conmovedores episodios.
Aquel grupito de mujeres suponía, sin embargo, una verdadera revolución. Hoy nos cuesta darnos cuenta de lo que la Visitación supuso, porque admitimos como la cosa más natural lo que entonces suponía romper con mil prejuicios. Se trataba de una vida religiosa apoyada por completo en la sencillez y en la caridad; que buscaba más la muerte de la voluntad y del amor propio, que el quebrantamiento del cuerpo por las penitencias; que se había concebido sobre la base nueva de que las religiosas entraran voluntariamente, sin admitir en modo alguno que pudieran ir a parar al convento por compromisos familiares… El estampido fue tremendo. Hubo burlas, calumnias graves, persecuciones abiertas, resistencias solapadas. Pero hay que decir también que hubo un colosal movimiento de entusiasmo. Y ambas cosas, el entusiasmo y las persecuciones, acompañarían a la Visitación en su marcha triunfal por todas partes.
La vida de los primeros tiempos de la Visitación la conocemos no sólo por las obras de San Francisco de Sales (y su admirable correspondencia), sino también por las cartas y los escritos de Santa Juana de Chantal. Tenemos además las obras escritas por la Madre Francisca Magdalena de Chaugy, su secretaria. Son auténticos primores literarios, en los que la lengua francesa, la unción de estilo, el buen sentido y el conocimiento directo de lo que se trata, brillan de tal manera que el lector se siente conmovido. Así podemos hoy ponernos en contacto con aquellos maravillosos tiempos del comienzo de la Visitación.
Pronto inició la nueva Orden su expansión. La fama de San Francisco de Sales, que ya era grande, se acrecentó de manera extraordinaria con la publicación de la “Introducción a la vida devota». Edición tras edición, el público devoraba aquel libro, y al enterarse de que su autor había fundado unas religiosas, se apresuraba a llamarlas. En 1615 se fundaba la casa de Lyón. Poco después, las de Moulins, Grenoble y Bourges. Pero mayor importancia iba a tener la fundación de Paris. San Francisco de Sales hubo de trasladarse allí en 1619, y llamó junto a sí a Santa Juana. Tras algunas dificultades se fundó el primer monasterio de París, llamado a tener enorme influencia. No se olvide que en el París del siglo XVII se estaba forjando una reforma pastoral y una orientación de la espiritualidad que en gran parte perseveran aun hoy, y que desde luego tuvieron ya entonces extraordinaria repercusión en la historia de la Iglesia.
La Santa pasa entonces unos años de intensa actividad, atendiendo a los monasterios que se van fundando, sin poder entrevistarse con San Francisco de Sales. Por fin, en diciembre de 1622 se encuentran en Lyón. Es conocida la maravillosa escena. La Santa llevaba preparadas unas notas sobre sus cosas íntimas. San Francisco de Sales, con sobrenatural firmeza, impuso otro tema de conversación: los asuntos de la Orden. La cuenta de conciencia se la daría más tarde, en Annecy. La Santa obedeció heroicamente a aquella indicación, que tan tremendo sacrificio suponía para ella.
Poco tiempo después, el día de Inocentes de aquel año, moría el Santo. Llevaron su cadáver a Annecy. Por la noche, cuando la comunidad se quedó sola, la Santa avanzó hacia el cadáver. Tomó reverente su mano derecha y la puso sobre su cabeza, permaneciendo ella de rodillas largo rato. Cumplía así el encargo: estaba dando cuenta de conciencia a su director. Entonces vieron las Hermanas maravilladas el milagro que se produjo: la mano del santo se animó, cobró vida, y empezó a acariciar la cabeza de Santa Juana. Así un buen rato, hasta que terminó por volver a caer yerta. Las Salesas conservan aún el velo que Santa Juana llevaba en aquella circunstancia inolvidable.
Muerto San Francisco, Santa Juana iba a tener ocasión de dar la auténtica medida de su grandeza de ánimo. Ahora era ella la que tenía la plenitud de las responsabilidades. Las aceptó, y llevó a cabo, con sobrenatural entereza de ánimo, la dificilísima misión que eso suponía. Había que hacer frente a la expansión de la Orden. A su muerte dejaría ochenta y tres monasterios. En cierta ocasión que Santa Juana había pensado, siendo seglar, en entrar Carmelita Descalza, una de las religiosas le dijo: «Santa Teresa no os quiere para hija, sino para compañera». Ahora se veía lo cierto de esa profecía. Porque la vida de Santa Juana se asemeja por completo en esta fase a la de Santa Teresa: continuos viajes, interminable correspondencia, disgustos y dificultades, ejercicio continuo de la prudencia y de la discreción.
Pero la expansión de la Orden era lo de menos. Importaba salvar por encima de todo su verdadera fisonomía. De un lado y otro brotaban chispazos: se quería conseguir que la santa hiciera algunas excepciones. Ahora querían dispensa, en favor de esta superiora excepcional, de la ley de que no pudiera serlo más de seis años. Después querían que la Orden tuviera una superiora general. Aquí se edificaba un monasterio suntuoso, contrario al espíritu de sencillez. Más allá se trataba de permitir que los obispos pudieran dispensar de algunas reglas. Con entereza, pero con humildad, con firmeza empapada de dulzura, Santa Juana defendió, como una leona a sus cachorros, la idea que había recibido de San Francisco de Sales. Y consiguió sacarla por completo adelante.
Su misión sobre la tierra parecía haber terminado. El deseo de atender y dar el velo personalmente a la Duquesa de Montmorency, que había ingresado en la Orden, le movieron a emprender un último viaje. En él llegó hasta París, resolviendo importantes asuntos, y despidiéndose al mismo tiempo de todos los monasterios que iba encontrando a su paso. Cuando no fue posible que ella llegara a todos, se reunieron las superioras de los alrededores para cambiar las últimas impresiones y fijar todos los detalles.
Por fin, el 13 de diciembre de 1641 le llegó la muerte. Lejos de su amadísimo Annecy, en Moulins. Dios Nuestro Señor, que le había probado extraordinariamente en largas épocas de su vida con aridez en la oración, la colmó de consuelos en sus últimos días. Y dulcemente, rodeada de sus hijas, voló al Cielo. Sabido es que San Vicente de Paúl, con quien tanto había tratado en París, y a quien habían sido confiadas las religiosas de la Visitación de aquella ciudad, vio subir su alma en forma de globo luminoso al Cielo. Y vio también otro globo, en el que se representaba a San Francisco de Sales salir al encuentro y fundirse entrambos con un tercero, más luminoso y más bello, que representaba la esencia divina.
Dejaba, según hemos dicho a su marcha de este mundo, ochenta y tres monasterios fundados. De esta manera, como Santa Teresa, continuará viviendo en sus hijas y en sus libros. Porque todos aquellos monasterios se constituyeron en focos de irradiación de la más preciosa espiritualidad. «Sólo, en el cielo sabremos —ha escrito Henry Bremond— el bien que los monasterios de la Visitación hicieron en Francia.» Y lo continuaron haciendo. Reunidas después de la tormenta de la Revolución Francesa, las religiosas de la Visitación volvieron de nuevo a continuar sin la más mínima modificación el género de vida que de sus Santos Fundadores habían recibido.
Santa Juana Francisca fue canonizada en 1767, y su fiesta se celebra el 12 de agosto.