San Francisco de Asís y el encanto por las cosas divinas

Autor : Plinio Corrêa de Oliveira

Personalidad admirable que marcó no sólo su tiempo sino también los siglos sucesivos, SanFrancisco de Asís se identificó tanto con el Divino Maestro, que se hizo semejante a Él hasta en su semblante físico.

En las veredas de un mundo que caminaba de un modo torrencial detrás de las riquezas, San Francisco de Asís fue el trovador que entonó el himno del desapego y de la pobreza, de la donación llevada al más alto esplendor del amor a Dios y del deseo de entregársele. Él fue el santo de la caridad y de la bondad; el santo que, yendo al encuentro de la Cruz, mereció la gloria de recibir los estigmas de Nuestro Señor Jesucristo. Fue, igualmente, el santo entusiasta de los ideales de la caballería católica, toda vuelta al servicio de la Iglesia. Por todo eso, él fue, a mi modo de ver, la personalidad más irradiadora que tal vez haya habido en la Cristiandad.

San Francisco de Asís – Museo de la Catedral de Pisa, Italia
Alma de fervor contagioso, San Francisco de Asís
entonó el himno del desapego, del amor
a Dios y del deseo de entregarse a Él por entero.

La característica de un alma admirativa

Entre tantos predicados dignos de consideración, creo que es oportuno resaltar este aspecto del alma de San Francisco: su amor arrebatado por las cosas divinas, su encanto que llegaba al éxtasis, delante de las maravillas creadas por Dios y delante de la propia perfección del Creador.

Tengo por cierto que una parcela ponderable de la felicidad que nos es dado tener en esta Tierra – en este valle de lágrimas – consiste en maravillarnos con aquello que merece nuestro encanto, amor y admiración, y en hacer la donación de esos sentimientos al objeto de nuestro encanto. Bien entendido, esa admiración desinteresada y fervorosa debe dirigirse, por encima de todo y ante todo, a lo que representa para nosotros una expresión de Dios Nuestro Señor. Y, por lo tanto, tal encanto será, en último análisis, la manifestación de nuestro amor al Altísimo.

En ese sentido, es ilustrativo el hecho narrado por un literato: cierta vez llevó a un amigo a ver, desde lejos, una aldea ya conocida por él. Llegaron a la cima de la colina y allá, de lo alto, después de divisar el bello escenario de montañas y campos que rodeaban la aldea, él le comenzó a indicar: «Aquella es la casa de Fulano, esa otra de Mengano, la otra de Zutano». Sorprendido, el amigo le preguntó:

– Bueno, ¿y la suya cuál es?

– Ah, yo no tengo casa. No tengo nada. Sólo el panorama…

Se comprende: quien tiene el panorama, tiene más que el caserío, porque tiene el encanto y la capacidad de admirar aquella belleza superior como un reflejo de Dios. Es el gesto desinteresado de contemplar el escenario por el escenario, sin ventaja propia.

La necesidad de darse

Insisto en la idea del amor desinteresado a algo que se ama por tratarse de una manifestación de la grandeza de Dios. Y, por lo tanto, una disposición de alma que debemos cultivar para irrigar y alimentar nuestra vida espiritual, para aumentar nuestra capacidad de encanto por las cosas divinas.

¿Cómo saber si estamos siguiendo ese camino?

Exequias de San Francisco – Pinacoteca Vaticana, Roma
San Francisco se identificó tanto con el Redentor
Divino, que se hizo parecido a
Él hasta en el semblante físico.

A mi modo de ver, el síntoma de que fuimos tocados por el rayo divino del encanto1 es precisamente el hecho de sentir una necesidad de dar nuestro amor, abnegadamente, al objeto amado en cuanto tal y nada más. En el Gloria que se reza en la Misa, esa actitud de alma está muy bien expresada, cuando se dice: Os damos gracias, Señor, por vuestra inmensa gloria. O sea, amo tanto a Dios, porque Él es Dios, y le agradezco por el hecho de ser Dios como si fuese un favor inestimable hecho a mí, cuando la gloria y el beneficio son exclusivamente para Él. Yo, hombre, no participo de esa magnitud, a no ser como un adorador pequeñito en el fondo de un santuario, con los ojos fijos en el Tabernáculo.

Por lo tanto, hay cierta forma de encanto por la cual la persona quiere darse enteramente y no conservar nada para sí. Y hace de eso el ideal de su vida, de tal forma que coloca su felicidad en el hecho de haber ofrecido todo a Dios: «Señor, yo os traigo todo, no conservo nada para mí, me doy por completo.»

La perfecta alegría de San Francisco, expresión del encanto

Y, ¡oh, cosa inexplicable!, ¡oh, paradoja!: esa es la felicidad más auténtica que se puede tener. Lo prueba el ejemplo de los santos y el ejemplo del propio San Francisco de Asís. Él lo expresó de un modo perfecto, cuando, durante el trayecto entre una y otra casa de su orden, en tiempos de un invierno riguroso, su acompañante Fray León le preguntó en qué consistía la perfecta alegría, y San Francisco le respondió:

– Imagine que, al llegar al convento en medio de la noche, bajo una nieve intensa, con frío y hambre, al tocar la puerta, el hermano portero nos atienda irritado, nos amoneste con insolencias y no nos deje entrar. Entonces permaneciéramos a la intemperie, sufriendo los rigores del frío y el aguijón del hambre, aceptando todo con serenidad y resignación por amor a Dios: en eso estaría la perfecta alegría.

San Francisco de Asís
San Francisco de Asís – Museo de Sevilla, España

Pienso que no se podría comprender esa afirmación de San Francisco, a no ser en función del encanto. O sea, es un amor tal y una veneración tal por la orden franciscana y todo lo que ella representa, que un miembro de la misma, incluso después de recibir toda clase de maltratos e injurias en la puerta de uno de sus conventos, se deja tomar de encanto, como si exclamase: «¡Oh, morada de mi Beato Padre Francisco! ¡Oh, muros sagrados! ¡Oh, paredes! ¡Oh, contenido sacrosanto! ¡Oh, espíritu que aquí habita! ¡Con qué alegría yo, no pudiendo entrar, me quedo contento con estar afuera, imaginando lo que está adentro!» Ese es el encanto perfecto.

Imagen viva del encanto llevado hasta el último punto

Y por esa actitud de alma también se comprende que, por ejemplo, un franciscano pueda decir: «Ya no soy yo quien vive, sino mi padre San Francisco que vive en mí». Claro que no significa que él dejó de existir materialmente, sino que el encanto de él por la persona de San Francisco llegó a tal extremo que, por así decir, él se transformó en otro San Francisco de Asís,asimiló y se identificó con la personalidad de su fundador. Del mismo modo como el propio San Francisco podía decir: «Ya no soy yo que vive, sino Cristo que vive en mí». Así aquel religioso exclamaría: «Es Francisco que vive en mí, y, por medio de él, es Cristo que vive en mí. Yo morí, dándome por entero al ideal franciscano, transformándome en un hijo completo de San Francisco.»

A propósito, creo que una de las formas más sensibles de holocausto que hubo en la Historia – deliberadamente no digo que haya sido la mayor, ni la comparo con el ejemplo de Nuestra Señora, que está por encima de todos los conceptos – fue realizada por San Francisco de Asís. De hecho, el dulce Poverello se conformó tanto con la figura de Nuestro Señor Jesucristo, que llegó a quedar parecido físicamente al Divino Maestro, recibiendo inclusive los estigmas de la Pasión.

¿Cuál es el significado de esa semejanza?

Significa una unión tal que, por todo un conjunto de razones naturales y más aún sobrenaturales, él se transformó en otro Cristo: era la imagen viva del encanto practicado hasta el último punto.

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1) N. del T.: El Dr. Plinio utiliza la palabra portuguesa enlevo, que significa encanto, embeleso o arrebatamiento espiritual.

(Revista Dr. Plinio, No. 127, octubre de 2008, pp. 26-29, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de conferencias del 6.10.1967 y del 3.10.1970).

Fuente: http://es.arautos.org/view/show/90284-san-francisco-de-asis-y-el-encanto-por-las-cosas-divinas

SU VIDA

Dicen que a San Francisco lo declaró santo el pueblo, antes de que el Sumo Pontífice le concediera ese honor, y que si se hace una votación entre los cristianos (aún entre los protestantes) todos están de acuerdo en declarar que es un verdadero santo. Todos, aun los no católicos, lo quieren y lo estiman.

Nació en Asís (Italia) en 1182. Su madre se llamaba Pica y fue sumamente estimada por él durante toda su vida. Su padre era Pedro Bernardone, un hombre muy admirador y amigo de Francia, por la cual le puso el nombre de Francisco, que significa: «el pequeño francesito». Cuando joven a Francisco lo que le agradaba era asistir a fiestas, paseos y reuniones con mucha música. Su padre tenía uno de los mejores almacenes de ropa en la ciudad, y al muchacho le sobraba el dinero. Los negocios y el estudio no le llamaban la atención. Pero tenía la cualidad de no negar un favor o una ayuda a un pobre siempre que pudiera hacerlo. Tenía veinte años cuando hubo una guerra entre Asís y la ciudad de Perugia. Francisco salió a combatir por su ciudad, y cayó prisionero de los enemigos. La prisión duró un año, tiempo que él aprovechó para meditar y pensar seriamente en la vida. Al salir de la prisión se incorporó otra vez en el ejército de su ciudad, y se fue a combatir a los enemigos. Se compró una armadura sumamente elegante y el mejor caballo que encontró. Pero por el camino se le presentó un pobre militar que no tenía con qué comprar armadura ni caballería, y Francisco, conmovido, le regaló todo su lujoso equipo militar. Esa noche en sueños sintió que le presentaban en cambio de lo que él había obsequiado, unas armaduras mejores para enfrentarse a los enemigos del espíritu.

Francisco no llegó al campo de batalla porque se enfermó y en plena enfermedad oyó que una voz del cielo le decía: «¿Por qué dedicarse a servir a los jornaleros, en vez de consagrarse a servir al Jefe Supremo de todos?». Entonces se volvió a su ciudad, pero ya no a divertirse y parrandear sino a meditar en serio acerca de su futuro. La gente al verlo tan silencioso y meditabundo comentaba que Francisco probablemente estaba enamorado. Él comentaba: «Sí, estoy enamorado y es de la novia más fiel y más pura y santificadora que existe». Los demás no sabían de quién se trataba, pero él sí sabía muy bien que se estaba enamorando de la pobreza, o sea de una manera de vivir que fuera lo más parecida posible al modo totalmente pobre como vivió Jesús. Y se fue convenciendo de que debía vender todos sus bienes y darlos a los pobres. Paseando un día por el campo encontró a un leproso lleno de llagas y sintió un gran asco hacia él. Pero sintió también una inspiración divina que le decía que si no obramos contra nuestros instintos nunca seremos santos. Entonces se acercó al leproso, y venciendo la espantosa repugnancia que sentía, le besó las llagas. Desde que hizo ese acto heroico logró conseguir de Dios una gran fuerza para dominar sus instintos y poder sacrificarse siempre a favor de los demás. Desde aquel día empezó a visitar a los enfermos en los hospitales y a los pobres. Y les regalaba cuanto llevaba consigo.

Un día, rezando ante un crucifijo en la iglesia de San Damián, le pareció oír que Cristo le decía tres veces: «Francisco, tienes que reparar mi casa, porque está en ruinas». Él creyó que Jesús le mandaba arreglar las paredes de la iglesia de San Damián, que estaban muy deterioradas, y se fue a su casa y vendió su caballo y una buena cantidad de telas del almacén de su padre y le trajo dinero al Padre Capellán de San Damián, pidiéndole que lo dejara quedarse allí ayudándole a reparar esa construcción que estaba en ruinas. El sacerdote le dijo que le aceptaba el quedarse allí, pero que el dinero no se lo aceptaba (le tenía temor a la dura reacción que iba a tener su padre, Pedro Bernardone) Francisco dejó el dinero en una ventana, y al saber que su padre enfurecido venía a castigarlo, se escondió prudentemente. Pedro Bernardone demandó a su hijo Francisco ante el obispo declarando que lo desheredaba y que tenía que devolverle el dinero conseguido con las telas que había vendido. El prelado devolvió el dinero al airado papá, y Francisco, despojándose de su camisa, de su saco y de su manto, los entregó a su padre diciéndole: «Hasta ahora he sido el hijo de Pedro Bernardone. De hoy en adelante podré decir: Padrenuestro que estás en los cielos». El Sr. Obispo le regaló el vestido de uno de sus trabajadores del campo: una sencilla túnica, de tela ordinaria, amarrada en la cintura con un cordón. Francisco trazó una cruz con tiza, sobre su nueva túnica, y con ésta vestirá y pasará el resto de su vida. Ese será el hábito de sus religiosos después: el vestido de un campesino pobre, de un sencillo obrero.

Se fué por los campos orando y cantando. Unos guerrilleros lo encontraron y le dijeron: «¿Usted quién es? – Él respondió: – Yo soy el heraldo o mensajero del gran Rey». Los otros no entendieron qué les quería decir con esto y en cambio de su respuesta le dieron una paliza. Él siguió lo mismo de contento, cantando y rezando a Dios. Después volvió a Asís a dedicarse a levantar y reconstruir la iglesita de San Damián. Y para ello empezó a recorrer las calles pidiendo limosna. La gente que antes lo había visto rico y elegante y ahora lo encontraba pidiendo limosna y vestido tan pobremente, se burlaba de él. Pero consiguió con qué reconstruir el pequeño templo. La Porciúncula. Este nombre es queridísimo para los franciscanos de todo el mundo, porque en la capilla llamada así fue donde Fracisco empezó su comunidad. Porciúncula significa «pequeño terreno». Era una finquita chiquita con una capillita en ruinas. Estaba a 4 kilómetros de Asís. Los padres Benedictinos le dieron permiso de irse a vivir allá, y a nuestro santo le agradaba el sitio por lo pacífico y solitario y porque la capilla estaba dedicada a la Sma. Virgen

En la misa de la fiesta del apóstol San Matías, el cielo le mostró lo que esperaba de él. Y fue por medio del evangelio de ese día, que es el programa que Cristo dio a sus apóstoles cuando los envió a predicar. Dice así: «Vayan a proclamar que el Reino de los cielos está cerca. No lleven dinero ni sandalias, ni doble vestido para cambiarse. Gratis han recibido, den también gratuitamente». Francisco tomó esto a la letra y se propuso dedicarse al apostolado, pero en medio de la pobreza más estricta. Cuenta San Buenaventura que se encontró con el santo un hombre a quien un cáncer le había desfigurado horriblemente la cara. El otro intentó arrodillarse a sus pies, pero Francisco se lo impidió y le dio un beso en la cara, y el enfermo quedó instantáneamente curado. Y la gente decía: «No se sabe qué admirar más, si el beso o el milagro».

El primero que se le unió en su vida de apostolado fue Bernardo de Quintavalle, un rico comerciante de Asís, el cual invitaba con frecuencia a Francisco a su casa y por la noche se hacía el dormido y veía que el santo se levantaba y empleaba muchas horas dedicado a la oración repitiendo: «mi Dios y mi todo». Le pidió que lo admitiera como su discípulo, vendió todos sus bienes y los dio a los pobres y se fue a acompañarlo a la Porciúncula. El segundo compañero fue Pedro de Cattaneo, canónigo de la catedral de Asís. El tercero, fue Fray Gil, célebre por su sencillez. Cuando ya Francisco tenía 12 compañeros se fueron a Roma a pedirle al Papa que aprobara su comunidad. Viajaron a pie, cantando y rezando, llenos de felicidad, y viviendo de las limosnas que la gente les daba. En Roma no querían aprobar esta comunidad porque les parecía demasiado rígida en cuanto a pobreza, pero al fin un cardenal dijo: «No les podemos prohibir que vivan como lo mandó Cristo en el evangelio». Recibieron la aprobación, y se volvieron a Asís a vivir en pobreza, en oración, en santa alegría y gran fraternidad, junto a la iglesia de la Porciúncula. Dicen que Inocencio III vio en sueños que la Iglesia de Roma estaba a punto de derrumbarse y que aparecían dos hombres a ponerle el hombro e impedir que se derrumbara. El uno era San Francisco, fundador de los franciscanos, y el otro, Santo Domingo, fundador de los dominicos. Desde entonces el Papa se propuso aprobar estas comunidades.

A Francisco lo atacaban a veces terribles tentaciones impuras. Para vencer las pasiones de su cuerpo, tuvo alguna vez que revolcarse entre espinas. Él podía repetir lo del santo antiguo: «trato duramente a mi cuerpo, porque él trata muy duramente a mi alma».

Clara, una joven muy santa de Asís, se entusiasmó por esa vida de pobreza, oración y santa alegría que llevaban los seguidores de Francisco, y abandonando su familia huyó a hacerse moja según su sabia dirección. Con santa Clara fundó él las Damas Pobres o Clarisas, que tienen hoy conventos en todo el mundo.

Francisco tenía la rara cualidad de hacerse querer de los animales. Las golondrinas le seguían en bandadas y formaban una cruz, por encima de donde él predicaba. Cuando estaba solo en el monte una mirla venía a despertarlo con su canto cuando era la hora de la oración de la medianoche. Pero si el santo estaba enfermo, el animalillo no lo despertaba. Un conejito lo siguió por algún tiempo, con gran cariño. Dicen que un lobo feroz le obedeció cuando el santo le pidió que dejara de atacar a la gente.

Francisco se retiró por 40 días al Monte Alvernia a meditar, y tanto pensó en las heridas de Cristo, que a él también se le formaron las mismas heridas en las manos, en los pies y en el costado. Los seguidores de San Francisco llegaron a ser tan numerosos, que en el año 1219, en una reunión general llamado «El Capítulo de las esteras», se reunieron en Asís más de cinco mil franciscanos. Al santo le emocionaba mucho ver que en todas partes aparecían vocaciones y que de las más diversas regiones le pedían que les enviara sus discípulos tan fervorosos a que predicaran. Él les insistía en que amaran muchísimo a Jesucristo y a la Santa Iglesia Católica, y que vivieran con el mayor desprendimiento posible hacia los bienes materiales, y no se cansaba de recomendarles que cumplieran lo más exactamente posible todo lo que manda el santo evangelio.

Francisco recorría campos y pueblos invitando a la gente a amar más a Jesucristo, y repetía siempre: «El Amor no es amado». Las gentes le escuchaban con especial cariño y se admiraban de lo mucho que sus palabras influían en los corazones para entusiasmarlos por Cristo y su religión.

Dispuso ir a Egipto a evangelizar al sultán y a los mahometanos. Pero ni el jefe musulmán ni sus fanáticos seguidores quisieron aceptar sus mensajes. Entonces se fue a Tierra Santa a visitar en devota peregrinación los Santos Lugares donde Jesús nació, vivió y murió: Belén, Nazaret, Jerusalén, etc. En recuerdo de esta piadosa visita suya los franciscanos están encargados desde hace siglos de custodiar los Santos Lugares de Tierra Santa. Por no cuidarse bien de las clientísimas arenas del desierto de Egipto se enfermó de los ojos y cuando murió estaba casi completamente ciego. Un sufrimiento más que el Señor le permitía para que ganara más premios para el cielo.

San Francisco, que era un verdadero poeta y le encantaba recorrer los campos cantando bellas canciones, compuso un himno a las criaturas, en el cual alaba a Dios por el sol, y la luna, la tierra y las estrellas, el fuego y el viento, el agua y la vegetación. «Alabado sea mi Señor por el hermano sol y la madre tierra, y por los que saben perdonar», etc. Le agradaba mucho cantarlo y hacerlo aprender a los demás y poco antes de morir hizo que sus amigos lo cantaran en su presencia. Su saludo era «Paz y bien».

Cuando sólo tenía 44 años sintió que le llegaba la hora de partir a la eternidad. Dejaba fundada la comunidad de Franciscanos, y la de hermanas Clarisas. Con esto contribuyó enormemente a enfervorizar la Iglesia Católica y a extender la religión de Cristo por todos los países del mundo. Los seguidores de San Francisco (Franciscanos, Capuchinos, Clarisas, etc.) son el grupo religioso más numeroso que existe en la Iglesia Católica. El 3 de octubre de 1226, acostado en el duro suelo, cubierto con un hábito que le habían prestado de limosna, y pidiendo a sus seguidores que se amen siempre como Cristo los ha amado, murió como había vivido: lleno de alegría, de paz y de amor a Dios.

Cuando apenas habían transcurrido dos años después de su muerte, el Sumo Pontífice lo declaró santo y en todos los países de la tierra se venera y se admira a este hombre sencillo y bueno que pasó por el mundo enseñando a amar la naturaleza y a vivir desprendido de los bienes materiales y enamorados de nuestra buen Dios. Fue él quien popularizó la costumbre de hacer pesebres para Navidad.

Fuente: ewtn

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