Evangelio:
35 El pueblo permanecía allí y miraba. Sus jefes, burlándose, decían: «Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo si es el Mesías de Dios, el Elegido!». 36 También los soldados se burlaban de él y, acercándose para ofrecerle vinagre, 37 le decían: «Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!». 38 Sobre su cabeza había una inscripción: «Este es el rey de los judíos». 39 Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate, pues, a ti mismo y a nosotros». 40 Pero el otro, tomando la palabra, lo reprendía diciendo: «¿Ni siquiera temes a Dios tú, que estás en el mismo suplicio? 41 En nosotros se cumple la justicia, pues recibimos el digno castigo de nuestras obras; pero éste nada malo ha hecho ». 42 Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino». 43 Él le respondió: «En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso». (Lc 23, 35-43).
Por derecho de herencia y de conquista, Cristo reina con autoridad absoluta sobre todas las criaturas. No obstante, su modo de gobernar no es como el del mundo.
Mons. João Clá Dias, EP
I – REY EN EL TIEMPO Y EN LA ETERNIDAD
Al oír este Evangelio de Pasión, surge de inmediato cierta perplejidad en nuestro interior: ¿por qué la Liturgia habrá elegido un texto todo hecho de humillación, blasfemia y dolor, para celebrar una fiesta tan grandiosa como la de Cristo Rey?
Tanto más cuando, en extremado contraste a ese trecho de San Lucas, la segunda lectura de hoy nos presenta a Jesucristo como “la Imagen del Dios invisible, el Primogénito de toda la creación (…) porque Dios quiso que en él residiera toda la Plenitud” (Col 1, 15 y 19). ¿Cómo conciliar dos textos a primera vista tan contradictorios?
Para comprender mejor la paradoja, hay que distinguir entre el Reinado de Cristo en esta tierra y el ejercido por Él en la eternidad. En el Cielo, su reino es de gloria y soberanía. Aquí, en el tiempo, es misterioso, humilde y poco aparente, pues Jesús no quiere hacer uso ostensivo del poder absoluto que tiene sobre todas las cosas: “Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28, 18).
Pese a que las exterioridades nos dejen una impresión engañosa, Él es el Señor Supremo de los mares y de los desiertos, de las plantas, de los animales, de los hombres, de los ángeles, de todos los seres creados y hasta de los creables. Sin embargo, ante Pilatos asevera: “Mi Reino no es de este mundo” (Jn 18, 36), porque no quiere manifestar su imperio con todas sus proporciones, salvo en el Juicio Final.
Así, mientras el Evangelio nos habla de su reinado terreno, la Epístola proclama el triunfo de su gloria eterna. En el tiempo lo vemos exangüe, clavado en la cruz entre dos ladrones, injuriado por los príncipes de los sacerdotes y por el pueblo, insultado por los soldados y objeto de las blasfemias del mal ladrón. La Liturgia exige un esfuerzo para creer en la grandiosidad del Reino de Jesús, más allá del fracaso y la humillación.
Por otra parte, sería erróneo pensar que Él no debe reinar aquí en la tierra. Para comprender bien hasta qué punto Cristo es Rey, es preciso diferenciar su modo de gobernar con el del mundo.
Cuando el gobierno humano es ateo, basa su fuerza en las armas, el dinero y los hombres; tiene como finalidad grandes conquistas territoriales, perdurar largamente y alcanzar la felicidad terrena. Pero el tiempo siempre demuestra cuán ilusorios y hasta embusteros son estos semejantes propósitos. En algún momento las armas caen al piso o se vuelven contra el propio gobernante; el dinero será a veces un buen vasallo pero siempre un mal señor; los hombres, sin gracia que los asista, no son de fiar.
Napoleón Bonaparte es un buen ejemplo de ese vacío engañador en que se fundan los imperios de este mundo. Basta imaginárselo proclamando su fracaso de lo alto de un peñón en la isla Santa Elena, durante el penoso exilio al que se vio reducido. En síntesis, la plenitud de la felicidad de un gobernador terreno es un sueño irrealizable; y aunque fuera posible, cabría la frase del Evangelio: “¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?” (Mc 8, 36).
II – LA REALEZA ABSOLUTA DE CRISTO
La realeza de Cristo es muy distinta. Es Rey del Universo y, de manera muy especial, de nuestros corazones. Posee una autoridad absoluta sobre todas las criaturas y ya mucho antes de su Encarnación, cuando se hallaba en el seno del Padre Eterno, oyó estas palabras:
“Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. Pídemelo, y haré de las gentes tu heredad, te daré en posesión los confines del mundo. Los regirás con cetro de hierro” (Sl 2, 7-9).
Rey por derecho de herencia
Él es el unigénito Hijo de Dios, que lo constituyó como heredero universal, recibiendo poder sobre toda la creación el mismo día en que fue engendrado (1).
Rey por ser Hombre-Dios
Por otro lado, Jesucristo es Dios, y en tal condición, lo hizo todo, como Creador de las cosas visibles e invisibles. Señor absoluto de toda existencia, del Cielo, de la tierra, del sol, de las estrellas, de las tempestades, y de las bonanzas. Su poder es capaz de calmar las más terribles ferocidades de los animales bravíos y las borrascas de los mares agitados. Los acontecimientos, las fuerzas físicas y morales, la guerra y la paz, la pobreza y la abundancia, la humillación y la gloria, el revés y el éxito, las pestes, los flagelos, la enfermedad y la salud, la muerte y la vida, todo está a disposición de un simple acto de su voluntad. Es un gobierno incomparable, superior a cualquier imaginación y del que nada ni nadie podrá sustraerse.
El título de Rey le cabe más apropiadamente que a las otras dos Personas de la Santísima Trinidad por ser el Hombre- Dios, según comenta San Agustín: “A pesar que el Hijo es Dios y el Padre es Dios y no son más que un solo Dios, y si le preguntáramos al Espíritu Santo respondería que también lo es…, aun así, las Sagradas Escrituras acostumbran llamar rey al Hijo» (2).
De hecho, el título real aplicado al Padre se usa de forma alegórica para señalar su dominio supremo. Y si queremos atribuirlo al Espíritu Santo, faltará exactitud jurídica porque se trata de Dios no encarnado, y para ser Rey de los hombres es indispensable ser hombre. Dios no encarnado es Señor, Dios hecho hombre es Rey.
Rey por derecho de conquista
Jesucristo también es nuestro Rey por derecho de conquista, al habernos rescatado de la esclavitud a Satanás.
Cuando adquirimos un objeto a costa de nuestro dinero, nos pertenece por derecho. Más aún si lo obtuvimos a través de duras penalidades, por los esfuerzos de nuestro trabajo, y mucho más si se lo consiguió por el alto precio de nuestra sangre. ¿Y acaso no fuimos comprados por el trabajo, los sufrimientos y la misma muerte de Nuestro Señor Jesucristo? San Pablo lo asevera: “Ustedes han sido comprados, ¡y a qué precio!” (1 Cor 6, 20).
Rey por aclamación
Cristo es nuestro Rey por aclamación. Antes que el agua purificadora del Bautismo se derramara en nuestra cabeza, nosotros lo elegimos por boca de nuestros padrinos para ser el regente de nuestros corazones y nuestras almas. Con la Confirmación y en cada Pascua, renovamos de viva voz esa elección, siempre de modo solemne.
Rey del interior de los hombres y de todas las exterioridades
No hubo ni habrá jamás un solo monarca dotado con la capacidad de gobernar el interior de los hombres, además de saber conducirlos en la armonía de sus relaciones sociales, sus empresas, etc. El único Rey plenísimo de todos los poderes es Cristo Jesús.
Exteriormente, con su insuperable y arrebatador ejemplo –junto a sus máximas, revelaciones y consejos– Él gobierna a los pueblos de todos los tiempos, dejando una profunda huella en la Historia con su vida, pasión, muerte y resurrección. Por medio del Evangelio y sobre todo al erigir la Santa Iglesia, Maestra infalible de la verdad teológica y moral, Jesús perpetúa hasta el fin de los tiempos el inmortal tesoro doctrinal de la fe, orienta, ampara y santifica a todos los que ingresan a esa magna institución, y parte en busca de las ovejas descarriadas.
Aquí se encuentra el aspecto medular de su gobierno en este mundo: un reino sobrenatural que se realiza esencialmente a través de la gracia y de la santidad.
Nuestro Señor Jesucristo, en su condición de “verdadera vida”, es causa de la vitalidad de los tallos. La savia que circula en su interior, alimentando flores y frutos, tiene su origen en el Unigénito del Padre (Jn 15, 1- 8). Él es la Luz del Mundo (Jn 1, 9; 3, 19; 8, 12; 9, 5) para auxiliar y dar vida a los que quieran usarla para evitar las tinieblas eternas. Jesús –según la lectura de hoy– “es también la Cabeza del Cuerpo, es decir, de la Iglesia. Él es el Principio, el primero que resucitó de entre los muertos, a fin de que él tuviera primacía en todo, porque Dios quiso que en él residiera toda la Plenitud. Por él quiso reconciliar consigo todo lo que existe en la tierra y en el cielo, restableciendo la paz por la sangre de su cruz” (Col 1, 18-20).
El reinado de Cristo se establece en nuestro interior por la participación en la vida de Jesucristo. La gracia sólo se encuentra en plenitud en el Hombre-Dios, considerada como esencia, virtud, excelencia y extensión de todos sus efectos. Los otros miembros del Cuerpo Místico participan en las gracias que tienen su origen en Jesús, la cabeza que vivifica todo el organismo. Hay alguien que tiene parte en esa misma gracia de manera privilegiadísima y en grado de plenitud: la Santísima Virgen.
Dado el desorden establecido en nosotros luego del pecado original, aumentado por nuestras faltas actuales, nuestra naturaleza necesita el auxilio sobrenatural para alcanzar la perfección. Sin el soplo de la gracia es imposible aceptar la Ley, obedecer los preceptos morales, no elaborar falsas razones para justificar nuestras malas inclinaciones y conocer, amar y practicar la buena doctrina de forma estable y progresiva. La gracia refrena nuestras pasiones y las acomoda en los ejes de la santidad, orienta nuestro espíritu, modera nuestra lengua, aplaca nuestro apetito, purifica nuestras miradas, gestos y costumbres. A través de la gracia, nuestra alma se convierte en un verdadero trono y, al mismo tiempo, en cetro de Nuestro Señor Jesucristo. En semejante paz y armonía es donde se halla nuestra auténtica felicidad; y eso es el Reino de Cristo en nuestro interior.
¿Cuál es el principal adversario contra ese Reino de Cristo sobre las almas? ¡El pecado! Por eso mismo, si alguien tiene la desgracia de cometerlo, no podrá hacer cosa mejor que buscar un confesionario y declararlo con arrepentimiento para verse libre de la enemistad de Dios. Es imposible gozar alegría si el aguijón de una culpa taladra la conciencia, porque así Cristo no reinará en ella; y si no se reconcilia con Dios aquí en la tierra, tampoco reinará con Él en la gloria eterna.
III – LA IGLESIA, MANIFESTACIÓN SUPREMA DEL REINADO DE CRISTO
El júbilo e incluso la emoción inundan nuestros corazones al oir estas palabras inflamadas de San Pablo: “Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, para santificarla. Él la purificó con el bautismo del agua y la palabra, porque quiso para sí una Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada” (Ef 5, 25-27).
Pero cuando miramos la Iglesia militante, en la que vivimos hoy, con mucho dolor descubrimos imperfecciones –o peor aún, faltas veniales– en los más justos, confiriendo opacidad a la gloria que menciona San Pablo. Entre las ardientes llamas del Purgatorio está la Iglesia padeciente purificándose de sus manchas; y hasta la triunfante posee lagunas, puesto que con excepción de la Santísima Virgen, las almas de los bienaventurados se fueron al Cielo dejando sus cuerpos en estado de corrupción en esta tierra, en la que esperan el gran día de la Resurrección.
Por lo tanto, la “Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada” , manifestación suprema de la Realeza de Cristo, aún no llegó a su plenitud.
¿Y cuándo triunfará definitivamente Cristo Rey? ¡Sólo después de derrotar a su último enemigo, es decir, la muerte! Por la desobediencia de Adán, el pecado y la muerte se introdujeron en el mundo. Con su Preciosísima Sangre Redentora, Cristo infunde en las almas su gracia divina y con ello se produce el triunfo sobre el pecado. Pero la muerte será derrotada con la resurrección al final del mundo, según nos enseña el propio San Pablo:
“Porque es necesario que Cristo reine ‘hasta que ponga a todos los enemigos debajo de sus pies’. El último enemigo que será vencido es la muerte, ya que Dios ‘todo lo sometió bajo sus pies’” (1 Cor. 15, 25-26).
Cristo Rey, por fuerza de la resurrección que obrará Él mismo, arrebatará de las garras de la muerte a la humanidad entera, así como también iluminará a los que purgan en las regiones sombrías. Al recobrar sus respectivos cuerpos, las almas bienaventuradas los harán poseer su gloria, y así los elegidos serán también otros tantos reyes, llenos de amor y veneración al Gran Rey. Se presentará el Hijo del Hombre en pompa y majestad al Padre, acompañado de un numeroso séquito de reyes y reinas, llevando escrito en su manto: “Rey de los reyes y Señor de los señores” (Apoc. 19, 16).
IV – SI CRISTO ES REY, MARÍA ES REINA
Si Cristo es Rey por ser Hombre-Dios y recibió poder sobre toda la Creación en el momento que fue engendrado, se deduce entonces que la excelsa ceremonia de unción regia que lo elevó al trono de Rey natural de toda la humanidad, se realizó en el purísimo claustro materno de María Virgen. El Verbo asumió de María Santísima nuestra humanidad, y adquirió así la condición jurídica necesaria para ser llamado Rey con toda propiedad. En ese mismo acto, también la Virgen pasó a ser Reina. Una sola solemnidad nos dio un Rey y una Reina.
V – CONCLUSIÓN
Ahora sí estamos aptos para entender y amar a fondo el significado del Evangelio de hoy. La respuesta al pueblo y a los príncipes de los sacerdotes que hacían escarnio de Jesús: “Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo si es el Mesías de Dios, el Elegido!” (v.35), así como a los soldados romanos en sus insultos: “Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!” (v.37), reluce claramente en las premisas ya expuestas.
Aquellos hombres, sin fe y desprovistos de amor a Dios, juzgaban los acontecimientos de acuerdo a su egoísmo y por eso tendían a olvidar su propia fragilidad. Ciegos a Dios, de hace mucho lejanos a su primitiva inocencia, habían perdido la capacidad de distinguir la verdadera realidad existente detrás y encima de las apariencias de derrota que revestían al Rey eterno transido de dolor sobre el madero, despreciado hasta por las blasfemias de un mal ladrón. No recordaban ya los portentosos milagros que había obrado, ni siquiera las palabras: “¿Piensas que no puedo recurrir a mi Padre? Él pondría inmediatamente a mi disposición más de doce legiones de ángeles” (Mt. 26, 53). Si fuera cosa de voluntad, en una fracción de segundo podría revertir gloriosamente aquella situación y manifestar la omnipotencia de su realeza, pero no quiso, tal como en anterio res ocasiones: “Jesús, sabiendo que querían apoderarse de él para hacerlo rey, se retiró otra vez solo a la montaña” (Jn. 6, 15).
Quien sí discernió en su sustancia misma la Realeza de Cristo fue el buen ladrón, al dejarse llevar por la gracia. Arrepentido hasta el extremo, aceptó compungido las penas que sufría, y reconociendo la inocencia de Jesús en lo más profundo de su corazón, proclamó los secretos de su conciencia para defenderla de las blasfemias de todos: “¿Ni siquiera temes a Dios tú, que estás en el mismo suplicio? En nosotros se cumple la justicia, pues recibimos el digno castigo de nuestras obras; pero éste nada malo ha hecho” (vv.40-41). He ahí la verdadera rectitud. Primero, humildemente sentir dolor por los pecados cometidos; enseguida, aceptar con resignación el castigo respectivo; por fin, venciendo el respeto humano, desplegar muy alto la bandera de Cristo Rey para suplicar: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino” (v.42)
Tengamos siempre claro que únicamente los méritos infinitos de la Pasión de Cristo y el auxilio de la poderosa mediación de la Santísima Virgen, nos harán dignos de entrar al Reino.
Siguiendo los pasos de la conversión final del buen ladrón, podremos esperar con confianza escuchar un día la voz de Cristo Rey diciéndonos también: “En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso” (v.43).
1 ) cf. Hb 1, 2-5. 2 ) Enarrat. in Ps. 5 n. 3: PL 37, 83
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Aquí está una solución eficaz para todas las crisis actuales: la celebración solemne de la fiesta de Cristo Rey. El Papa Pío XI se expresa al respecto:
Cristo, fuente de la verdadera Paz
Si los hombres supieran decidirse a reconocer la autoridad de Cristo en su vida particular y pública, de este acto brotarían enseguida los más incomparables beneficios en toda la humanidad: una justa libertad, el orden y el sosiego, la concordia y la paz (…).
Si los príncipes y gobiernos legítimamente constituidos se persuadieran que rigen menos en nombre propio que en nombre y lugar del Rey Divino, es manifiesto que usarían su poder con toda la prudencia y la sabiduría posibles. Al legislar y al aplicar las leyes, ¡cómo habrían de atender el bien común y la dignidad humana de sus súbditos! Entonces florecería el orden, entonces veríamos difundirse y afirmarse la tranquilidad y la paz (…).
¡Oh, qué ventura no podríamos gozar, si los individuos y las familias, si la sociedad se dejara regir por Cristo!
“Entonces finalmente –para citar las palabras que hace 25 años Nuestro Predecesor León XIII dirigía a los obispos del mundo entero– sería posible sanar tantas heridas; el derecho recobraría su antiguo brío, su prestigio de otros tiempos; volvería la paz con todos sus encantos y caerían de las manos las armas y espadas, cuando todos de buen grado aceptaran el imperio de Cristo, lo obedecieran, y toda lengua proclamara que Nuestro Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre” (Enc. Annum Sacrum) (…).
Las festividades, más eficaces que los documentos
A fin de que la sociedad cristiana goce ampliamente de tan preciosas ventajas y las conserve para siempre, es menester que, tanto cuanto sea posible, se divulgue el conocimiento de la dignidad real de Nuestro Salvador. Y nada puede conseguir mejor este resultado, por lo que Nos parece, que instituir una fiesta propia y especial en honra de Cristo Rey.
En efecto, para instruir al pueblo en las verdades de la fe y llevarlo así a las alegrías de la vida eterna, más eficaces que los documentos del Magisterio eclesiástico son las festividades anuales de los sagrados misterios. De hecho, los documentos del Magisterio solamente llegan a un reducido número de espíritus más cultos, al paso que las fiestas alcanzan e instruyen a la universalidad de los fieles. Por así decir, los primeros hablan una sola vez, las segundas hablan sin intermitencia año tras año; los primeros se dirigen sobre todo al entendimiento; las segundas no sólo influyen en la inteligencia, sino también en el corazón, es decir, en el hombre completo, que al estar compuesto de cuerpo y alma necesita los alicientes exteriores de las festividades para que, mediante la variedad y la belleza de los sagrados ritos, reciba en su ánimo la divina doctrina, y transformándola en sustancia y sangre, saque de ella nuevos progresos en su vida espiritual.
Además, la Historia misma nos enseña que estas festividades litúrgicas fueron introducidas una a continuación de la otra en el decurso de los siglos para responder a las necesidades o ventajas espirituales del pueblo cristiano. Fueron constituyéndose para fortalecer los ánimos en presencia de algún enemigo común, para prevenir los espíritus contra las artimañas de la herejía, para mover e inflamar los corazones a celebrar con la más ardiente piedad algún misterio de nuestra fe o algún beneficio de la divina gracia. (…) Así sucedió con la fiesta de Corpus Christi, instituida cuando se enfriaba la reverencia y el culto al Santísimo Sacramento.
Institución de la fiesta
La fiesta de “Cristo Rey”, anual de aquí en adelante, nos da la más viva esperanza de acelerar el tan ansiado retorno de la humanidad a su Salvador amantísimo. (…) Una fiesta anualmente celebrada por todos los pueblos en homenaje a Cristo Rey, será sobremanera eficaz para condenar y resarcir de algún modo esta apostasía pública (…).
Por lo tanto, en virtud de Nuestra autoridad apostólica, instituimos la fiesta de “Nuestro Señor Jesucristo Rey”, mandando que sea celebrada cada año en el mundo entero, el último domingo de octubre (…) porque, de cierto modo, en dicho mes culmina el ciclo del año litúrgico. De esta suerte, los misterios de la vida de Jesucristo, conmemorados en el transcurso del año que finaliza, tendrán en la solemnidad de “Cristo Rey” como su término y corona.
(Revista Heraldos del Evangelio, Nov/2004)
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