«Si Domingo pudo santificarse a tan corta edad, ¿por qué yo no?”– interroga Don Bosco al escribir la vida del joven santo.
Los rayos del sol mañanero atraviesan, tímidos y fríos aún, las ventanas de las aulas de un colegio católico. Suena la campana del recreo, y los alumnos salen en orden al patio donde pronto comienza el sano alborozo. Centenares de niños corren, saltan y juegan.
Algunos sacerdotes y clérigos animan la diversión, velando al mismo tiempo para que no se mezclen actitudes inconvenientes con la sana alegría. Uno de ellos, rodeado de jóvenes, tras esquivar un balón perdido en el aire, exclama: “¡Griten y jueguen, con tal que no pequen!” Se trata de Don Bosco. Tiene fama de santo entre los jóvenes, que se disputan el privilegio de estar a su lado, de intercambiarle un saludo, de besar su mano sacerdotal.
Si él pudo ser santo, ¿por qué yo no?
La escena anterior sucede en el primer colegio abierto por Don Bosco en Turín, Italia.
Ahí se encuentran jóvenes de humilde condición a los que se da formación humana y cristiana, amén de prepararlos para su futura vida profesional. Algunos llegarán muy alto en la vida social y eclesiástica. Muchos serán honestos carpinteros, herreros, maestros de obras, etc. Unos pocos, elevándose sobre todos los demás, alcanzarán la gloria de los altares. Es el caso del joven Domingo Savio.
De su corta existencia sabemos que vivió casi tres años en el Oratorio, donde mantuvo un entrañado afecto hacia el padre de su alma, san Juan Bosco, y sirvió de continuo ejemplo y estímulo a los demás adolescentes. De todos se granjeó la amistad, formando junto a un núcleo más fervoroso la Compañía de María Inmaculada, que luego sería el primer semillero de vocaciones sacerdotales para la Congregación Salesiana.
Al narrar su vida, “cuyo tenor fue notoriamente maravilloso”, su primer biógrafo, el propio Don Bosco, tuvo la intención de hacer imitadores de Savio entre sus jóvenes lectores, a los que dirige esta pregunta: “Si Domingo pudo santificarse a tan corta edad, ¿por qué yo no?»
Deseo ardiente por recibir a Jesús Eucaristía
Hagamos nuestras delicias con algunos datos y hechos más sobresalientes de este joven prodigioso que supo aliar virtudes armónicamente contrarias.
El pequeño poblado italiano de Riva de Chieri lo vio nacer el 2 de abril de 1841. Sus padres, Carlos Savio y Brígida, eran pobres pero honrados y buenos católicos. Desde chiquito, Domingo tomó muy en serio la piedad inculcada por sus padres. Contando apenas cinco años de edad, un forastero convidado a la pobre mesa de la familia Savio se sirvió de los alimentos sin siquiera santiguarse. Al ver eso, Domingo se retiró y más tarde explicó el motivo: “Ese hombre no es por cierto un buen cristiano, pues no hace la señal de la cruz antes de comer, y por lo tanto, no está bien que nos sentemos a su lado«.
Por razones de trabajo la familia hubo de mudarse a Murialdo, en los alrededores de Castelnuovo, donde el futuro santo asistía al catecismo de la parroquia. Su privilegiada memoria –se aprendió todo el catecismo breve a pie juntillas–, su perfecto discernimiento de la sustancia y grandeza del sacramento de la Eucaristía y su ardiente deseo de recibir a Jesús Sacramentado, llevaron al párroco a autorizarlo a recibir su primera comunión con siete años de edad, aun cuando la costumbre en aquel entonces era esperar que los niños tuviesen los once cumplidos.
Propósitos para toda la vida
Mal supo Domingo que iba a participar del banquete celestial, se transbordó de alegría al punto de vérselo rezando largos ratos por esos días. En las vísperas de la tan anhelada fecha redactó un papelito que más tarde vino a caer en manos de Don Bosco:
“Propósitos tomados por mí, Domingo Savio, en el año 1849, a la edad de siete años:
1º. Me confesaré muy a menudo y recibiré la comunión todas las veces que el confesor me lo permita. 2º. Santificaré los días festivos. 3º. Mis amigos serán Jesús y María. 4º. La muerte, antes que pecar.
¡Ojalá todos los jóvenes recibieran este Sacramento con las mismas disposiciones de este celestial patrono suyo!
Al decir de Don Bosco, “la Primera Comunión bien hecha pone un sólido fundamento moral a toda la existencia”. Así ocurrió con santo Domingo Savio. En su corta vida renovaría muchas veces los propósitos formulados, dando ejemplo evidente de ponerlos en práctica con fervor y eficacia.
El encuentro con san Juan Bosco
Movido por su deseo de ser sacerdote, Domingo iba a clases a la escuela de un pueblo cercano, recorriendo 20 kilómetros a pie cada día. Durante estos recorridos dominaba su curiosidad fijando su mirada en los límites del angosto camino rural, a tal punto que nunca supo describir los pueblos y paisajes encontrados a su paso. Esta dura mortificación se la aplicaba porque quería resguardar sus ojos de cualquier cosa fea, y así poder ver con ellos a Jesús y María en el cielo.
El 2 de octubre de 1854 se produjo el encuentro de su vida. No pudiendo continuar los estudios por la precariedad económica de la familia, un sacerdote amigo lo recomendó a Don Bosco, que en sus oratorios recibía a jóvenes de escasos recursos. “En este joven encontrará usted a un San Luis Gonzaga”, decía la carta de recomendación.
La Historia guarda un recuerdo imborrable de ese primer encuentro gracias a la pluma de san Juan Bosco, que lo recordó siempre con ternura y emoción.
“En el primer lunes de octubre – escribe–, bastante temprano, vi un niño acompañado por su padre que se acercaba para hablarme. Su rostro sonriente, el aire alegre, pero respetuoso, llamaron de inmediato mi atención.
– ¿Quién eres? –le dije– ¿De dónde vienes.
– Soy –repuso– Domingo Savio, de quien ya le ha hablado el P. Cugliero, mi maestro, y venimos de Mondonio.
Descubrí en aquel joven un alma según el espíritu del Señor y quedé no poco maravillado al comprobar el trabajo que la gracia divina había obrado en tan tierna edad.
Después de un coloquio más bien prolongado, me dijo estas textuales palabras:
– Pues bien, ¿me llevará a Turín para estudiar?
– ¡Veremos! Me parece que hay un buen paño.
– ¿Para qué podrá servir ese paño?
– Para hacer un hermoso vestido y regalárselo al Señor.
– Pues bien, yo soy el paño, usted será el sastre; lléveme consigo y hará un hermoso vestido para el Señor.
– Pero, cuando hayas terminado tus estudios de latín, ¿qué piensas hacer?
– Si el Señor me concediera gracia tan grande, deseo ardientemente abrazar el estado eclesiástico».
Don Bosco, convencido de la calidad del “paño” que tenía ante sí, decidió llevarlo a la “sastrería”, es decir, al Oratorio de Valdocco en Turín.
¡Le pido que me haga santo!
Allí, su buena conducta y el serio cumplimiento de sus deberes lo destacaron. Únicamente la salud del cuerpo no acompañaba la marcha de esta alma tan celosa. Al corto tiempo, un preocupante agotamiento de sus fuerzas físicas lo apartó de la escuela, aunque siguió estudiando en el internado del Oratorio.
Cierto día un sermón de Don Bosco lo llenó de entusiasmo.
«Es voluntad de Dios –decía el sacerdote– que todos nos hagamos santos. Es bastante fácil conseguirlo. Y hay en el cielo un premio preparado para quien llega a ser santo.»
Aquella frase fue como una centella que provocó en su alma un incendio de amor de Dios. Su meta ya estaba plenamente clara: la santidad.
En una ocasión, Don Bosco prometió atender, en la medida de sus posibilidades, cualquier petición que le hicieran los jóvenes del Oratorio. Llovieron toda clase de pedidos. Savio tomó su papelito y escribió algo diferente a todos: “Le pido que salve mi alma y me haga santo«.
Esta conquista de la santidad en la vida de Savio se presenta marcada por el carisma salesiano, según la enseñanza de Don Bosco: en primer lugar, tenía que ser un santo alegre; y después, aplicando la máxima “salvando sálvate”, debía hacer apostolado entre sus compañeros.
Así, luego de ganarse la simpatía de un jovencito al que acababan de admitir en el Oratorio, Domingo le explicó: “Tienes que saber que en esta casa la santidad consiste en estar siempre muy alegres. Sólo nos esforzamos en evitar el pecado, un gran enemigo que nos roba la gracia de Dios y la paz del corazón, y en cumplir bien nuestros deberes«.
Funda una asociación “secreta«
Con el mismo objetivo de “salvando sálvate”, fundó un poco después la ya mencionada Compañía de María Inmaculada. “Yo desearía –solía decir Savio– hacer algo en honor de María, pero hacerlo pronto porque temo que me falte el tiempo.
La Compañía era una asociación “secreta” guiada por Don Bosco y en ella participaban algunos de los mejores alumnos del Oratorio, deseosos de hacer apostolado con sus compañeros. Uno de ellos se llamaba Miguel Rúa, el sucesor de Don Bosco al frente de la obra salesiana.
Las “constituciones” de la Compañía se resumían en cuatro puntos: la observancia de las reglas de la casa, el buen ejemplo a los compañeros, el buen uso del tiempo y la vigilancia en detectar e inhibir la acción de los malos elementos que pervierten a los demás.
A guisa de ejemplo de la acción de esos jóvenes ejemplares entre sus compañeros sirva este hecho, protagonizado por el mismo Domingo y contado por San Juan Bosco:
“Cierto día sucedió que un jovencito, extraño al oratorio, entró al patio llevando consigo desconsideradamente una revista con figuras indecentes e irreligiosas. Una turba de niños lo circundó para contemplar las ‘maravillas’. También corrió Savio, en la creencia de que allí estuviesen mostrando alguna imagen devota.
Pero cuando se hubo percatado, tomó la hoja y la hizo pedazos. Todos sus compañeros se quedaron de una pieza, mirándose unos a otros sin saber qué decir .
Entonces él les habló así:
– El Señor nos ha dado los ojos para contemplar la belleza de las cosas que ha creado, ¿y ustedes se sirven de ellos para mirar semejantes asquerosidades? ¿Olvidaron ya lo que tantas veces se les predicó?
– Nosotros –respondió uno– estábamos contemplando esas figuras para reírnos.
– Sí, sí, para reírse; y sin embargo se preparan para ir al infierno riendo… ¿Pero seguirían riendo si tuvieran la desgracia de caer en él?
A tales palabras, todos callaron y nadie se atrevió a aventurar ninguna nueva observación».
Avisos del final
Infelizmente, la vida de Domingo, que tanto prometía para el futuro si llegase a ser sacerdote, sería corta. En sus largos tiempos de oración, la divina gracia iba preparándolo para la gloria eterna.
Durante los recreos, de repente salía de la rueda de amigos y paseaba solo, con el espíritu absorto. Al pedirle explicaciones, respondía: “Me asaltan las distracciones de costumbre, y me parece que el Paraíso se abre sobre mi cabeza, y tengo que alejarme de mis compañeros para no decirles cosas que ellos podrían ridiculizar«.
En otra ocasión, también en el recreo, cayó como desmayado en brazos de un amigo y al volver en sí, afirmó: “Los inocentes están en el cielo más cerca de la persona de nuestro divino Salvador, y le cantarán especialmente himnos de gloria eternamente«.
Vaticinando su próximo fin, escribió a un gran amigo suyo, el ejemplar joven Massaglia: “Me dices que no sabes si volverás al Oratorio a visitarnos; también mi carcacha aparece bastante deteriorada, y todo me hace presagiar que me acerco a grandes pasos al término de mis estudios y de mi vida«.
«¡Qué hermosas cosas veo!»
Massaglia lo precedió en entrar al Paraíso, pero Domingo no tardó en seguirlo. A inicios de 1857 su enfermedad se agravó notablemente. Una tos persistente despertaba serios temores por el contagio, tanto más cuando el cólera cundía en la región de Turín. Así, Don Bosco le aconsejó ir a la casa paterna. Con el corazón partido y tras hacer con sus compañeros el acostumbrado ejercicio de preparación para bien morir, pidió a Don Bosco: “Ruegue para que yo pueda tener una buena muerte, y será hasta la vista, en el Paraíso«.
Partió a la morada de sus padres en Mondonio, donde llegó el primer día de marzo de 1857. Ahí soportó con admirable resignación e incluso alegría los padecimientos con que la Divina Providencia quiso enriquecer su alma los últimos días de vida. Su larga agonía transcurrió en medio de una dulzura y paz admirables, que culminaron en el instante supremo, cuando exclamó, sonriendo con aire de Paraíso: “¡Ah, qué hermosas cosas veo!” Así diciendo, expiró con las manos cruzadas sobre el pecho, sin hacer el menor movimiento.
Cruzaba el umbral de la eternidad el primer santo salesiano, un día 9 de marzo de 1857. La noticia de su muerte entristeció a Don Bosco; había perdido una perla preciosa…
¿La había perdido?
¡Desde el Paraíso, santo Domingo atraería por el camino de la inocencia a innumerables jóvenes más! Al mismo Don Bosco se le aparecería más tarde en sueños, mostrándole las bellezas del Cielo, donde se encontraba.
(Revista Heraldos del Evangelio, Marzo/2006, n. 51, pag. 16 a 19)
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