Víctimas ilustres de la persecución de Valeriano, respectivamente en junio del 253 y el 14 de septiembre del 258, son el Papa Cornelio y Cipriano el obispo de Cartago, cuyas memorias aparecen unidas en los antiguos libros litúrgicos de Roma desde mediados del siglo IV. Su historia, en efecto, se entrelaza, aunque sobresale más la imagen del gran obispo africano.

San Cornelio. Papa. Año 253.

Cornelio significa: «fuerte como un cuerno».

Este Pontífice fue martirizado en la persecución del emperador Decio en el año 253.

Su Pontificado se vió amargado por la rebelión de un hereje llamado Novaciano que proclamaba que la Iglesia Católica no tenía poder para perdonar pecados y que por lo tanto el que alguna vez hubiera renegado de su fe, nunca más podía ser admitido en la Santa Iglesia.

El hereje afirmaba también que ciertos pecados como la fornicación e impureza y el adulterio, no podían ser perdonados jamás. El Papa Cornelio se le opuso y declaró que si un pecador se arrepiente en verdad y quiere empezar una vida nueva de conversión, la Santa Iglesia puede y debe perdonarle sus antiguas faltas y admitirlo otra vez entre los fieles. A San Cornelio lo apoyaron San Cipriano desde Africa y todos los demás obispos de occidente.

El gobierno del perseguidor Decio lo desterró de Roma y a causa de los sufrimientos y malos tratos que recibió, murió en el destierro, como un mártir.

San Cipriano. Obispo de Cartago y mártir. Año 258.

San CiprianoEste fue el Santo más importante del Africa y el más brillante de los obispos de este continente, antes de que apareciera San Agustín.

Había nacido en el año 200 en Cartago (norte de Africa) y se dedicó a la labor de educador, conferencista y orador público. Tenía una inteligencia privilegiada, una gran habilidad para hablar en público, y una personalidad brillante y simpática que le conseguía un impresionante ascendiente sobre los demás.

Llegado a la mayoría de edad se convirtió al cristianismo por el ejemplo y las palabras de un santo sacerdote llamado Cecilio. Se hizo bautizar y una vez bautizado hizo el juramento de permanecer siempre casto, y de no contraer matrimonio (celibato se llama a este modo de vivir). A las gentes les llenó de admiración el tal voto o juramento, porque esto no se acostumbraba en aquellos tiempos.

Desde su conversión, descubrió Cipriano que la S. Biblia contiene tesoros maravillosos de buenas enseñanzas y se dedicó con toda su brillante inteligencia a estudiar este Libro Santo y a leer los comentarios que los antiguos santos habían escrito, respecto de la Sagrada Escritura. Hizo el sacrificio de renunciar a sus literatos mundanos que tanto le agradaban antes, y en adelante ya nunca citará ni siquiera una frase de un autor que no sea cristiano católico. Escribió un comentario acerca del Padrenuestro, tan bello, que hasta ahora no ha sido superado por otro autor.

Fue ordenado sacerdote, y en el año 248 al morir el obispo de Cartago, el pueblo y los sacerdotes aclamaron a Cipriano como el más digno para ser el nuevo obispo de la ciudad.

El se resistía y quería huir o esconderse, pero al fin se dio cuenta de que era inútil oponerse al querer popular y aceptó tan importante cargo, diciendo: «Me parece que Dios ha expresado su voluntad por medio del clamor del pueblo y de la aclamación de los sacerdotes». Y llegó a ser el más importante de todos los obispos que tuvo Cartago.

Un escritor de ese tiempo dejó este retrato de la bondad y venerabilidad de Cipriano: «Era majestuoso y venerable, inspiraba confianza a primera vista y nadie podía mirarle sin sentir veneración hacia él. Tenía una agradable mezcla de alegría y venerabilidad, de manera que los que lo trataban no sabían qué hacer más: si quererlo o venerarlo, porque merecía el más grande respeto y el mayor amor».

En el año 251 el emperador Decio decreta una terrible persecución contra los cristianos. Le interesaba sobre todo acabar con los obispos y destruir los libros sagrados. Y para que el mal a la religión sea mayor invita a todos los que quieren renegar de la religión cristiana a que quemen incienso ante los dioses y ya con eso quedan perdonados. Muchísimos caen en esta trampa, y con tal de no perder sus bienes, su libertad y su vida misma, queman incienso ante las imágenes de los ídolos paganos, y reniegan de la santa religión. El mal es inmenso.

Cipriano, con gran prudencia, viendo que lo que primero buscan es acabar con todos los jefes de la Iglesia, huye y se esconde, pero desde su escondite envía continuas cartas a los creyentes invitándolos a no abandonar la religión por nada en la vida. Los paganos recorren las calles de Cartago gritando: «Pedimos que Cipriano sea echado a los leones». Pero no lo lograron encontrar para echarlo a las fieras.

Hubo un corto período de paz y Cipriano volvió a su cargo de obispo. Pero encontró que algunos aceptaban sin más en la Iglesia a los que habían apostatado de la religión, sin exigirles hacer penitencia de ninguna clase. Se opuso a esta relajación y en adelante a todo renegado que quiso volver a la Iglesia le exigió que hiciera antes cierto tiempo de penitencia. Así preparaba a los creyentes para que en las próximas persecuciones no se dejaran dominar por el miedo y no renegaran tan fácilmente de sus creencias. Muchos se oponían a esta severidad, pero era necesaria para prevenir el peligro de apostatías en la próxima persecución que ya se avecinaba. Y sucedió que cuando vinieron después las más espantables persecuciones, los cristianos prefirieron morir antes que quemar incienso a los dioses de los paganos. Y fueron mártires gloriosos.

El año 252, llega la peste de tifo negro a Cartago y empiezan a morir cristianos por centanares y quedan miles de huérfanos. El obispo Cipriano se dedica a repartir ayudas a los que han quedado en la miseria. Vende todo lo más valioso que hay en su casa episcopal, y pronuncia unos de los sermones más bellos que se han compuesto en la Iglesia Católica acerca de la limosna. Todavía hoy al leer tan emocionantes sermones, siente uno un deseo inmenso de dedicarse a ayudar a los necesitados. Sus oyentes se conmovieron al escucharle tan impresionantes enseñanzas y fueron generosísimos en auxiliar a las víctimas de la epidemia.

El año 257 el emperador Valeriano decretó una violentísima persecución contra los cristianos. Pena de destierro para todo creyente que asistiera a un acto de culto cristiano, y pena de muerte para cualquier obispo o sacerdote que se atreviera a celebrar una ceremonia religiosa. A Cipriano le decretan en el año 157 pena de destierro, pero como donde quiera que vaya sigue celebrando ceremonias religiosas, en el año 258 le decretan pena de muerte. Se conservan las actas de la última audiencia que los jueces le hicieron para condenarlo al martirio. Son muy interesantes. Dicen así:

El juez: El emperador Valeriano ha dado órdenes de que no se permite celebrar ningún otro culto, sino el de nuestros dioses. ¿Ud. Qué responde?

Cipriano: Yo soy cristiano y soy obispo. No reconozco a ningún otro Dios, sino al único y verdadero Dios que hizo el cielo y la tierra. A El rezamos cada día los cristianos.

El 14 de septiembre una gran multitud de cristianos se reunió frente a la casa del juez. Este le preguntó al mártir: «¿Es usted el responsable de toda esta gente?

Cipriano: Si, lo soy.

El juez: El emperador le ordena que ofrezca sacrificios a los dioses.

Cipriano: No lo haré nunca.

El juez: Píenselo bien.

Cipriano: Lo que le han ordenado hacer, hágalo pronto. Que en estas cosas tan importantes mi decisión es irrevocable, y no va a cambiar.

El juez Valerio consultó a sus consejeros y luego de mala gana dictó esta sentencia: «Ya que se niega a obedecer las órdenes del emperador Valeriano y no quiere adorar a nuestros dioses, y es responsable de que todo este gentío siga sus creencias religiosas, Cipriano: queda condenado a muerte. Le cortarán la cabeza con una espada».

Al oír la sentencia, Cipriano exclamó: ¡Gracias sean dadas a Dios!

Toda la inmensa multitud gritaba: «Que nos maten también a nosotros, junto con él», y lo siguieron en gran tumulto hacia el sitio del martirio.

Al llegar al lugar donde lo iban a matar Cipriano mandó regalarle 25 monedas de oro al verdugo que le iba a cortar la cabeza. Los fieles colocaron sábanas blancas en el suelo para recoger su sangre y llevarla como reliquias.

El santo obispo se vendó él mismo los ojos y se arrodilló. El verdugo le cortó la cabeza con un golpe de espada. Esa noche los fieles llevaron en solemne procesión, con antorchas y cantos, el cuerpo del glorioso mártir para darle honrosa sepultura.

A los pocos días murió de repente el juez Valerio. Pocas semanas después, el emperador Valeriano fue hecho prisionero por sus enemigos en una guerra en Persia y esclavo prisionero estuvo hasta su muerte.

 

Fuente: ewtn

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