¡Dios es admirable en sus santos! – San Juan de Capistrano
Autor : Plinio Corrêa de Oliveira
“La santidad hace al hombre capaz de multiplicarse por sí mismo, excediendo los límites de sus capacidades naturales.” Ese principio, comentado por el Dr. Plinio en este artículo, está muy presente en la vida de San Juan de Capistrano.
La figura de San Juan de Capistrano es simplemente admirable. Él representa la imagen por excelencia del asceta franciscano.
Comentemos algunos datos biográficos a su respecto 1:
Por el fervor de sus prédicas, San Juan de Capistrano podía ser comparado a un león que ruge, o a una trompeta celestial. Y sus ejemplos confirmaban sus palabras. Viajaba siempre a pie, cargando en sus hombros los libros que utilizaba. Después de largos y vehementes discursos, exhausto de fatiga, pensaba nada haber hecho. Luego tomaba su alforja e iba a mendigar pan de puerta en puerta. Sus mortificaciones eran extremas: se alimentaba sólo una vez al día.
En compensación, Dios acompañaba la palabra de su siervo con milagros extraordinarios. Él no daba abasto para satisfacer a todas las poblaciones que reclamaban su ministerio.
Adonde llegaba, auditorios inmensos de hasta 150 mil personas se reunían para oírlo.
Los frutos de su apostolado fueron incalculables: restablecía la paz en ciudades divididas y convertía a pecadores irreductibles.
Cierta vez, el pueblo de una aldea se obstinaba en no dar oídos a los convites del santo. Repentinamente el territorio de la ciudad fue invadido por una multitud de ratones, que devoraban los arbustos y las hierbas.
En otra ocasión, predicaba en una plaza pública: 60 mil personas estaban pendientes de sus palabras y entre esa multitud había numerosos endemoniados. En su fervorosa improvisación, el hombre de Dios, dirigiéndose a ellos, gritó: «En nombre de Jesús, respondedme y repetid conmigo tres veces: ¡Oh, Nombre todopoderoso, Oh, Nombre terrible, Oh, Nombre todo divino!» Los pobres posesos repetían eso. Pero lo más admirable es que todos los demonios esparcidos por la región, 8 millas alrededor, lo repitieron juntamente, como si hubiesen oído la conjuración del santo.
Cuando predicaba contra la vanidad de las mujeres, lo hacía con tanta energía que, después del sermón, ellas le llevaban sus joyas y adornos, lanzándolos públicamente en la hoguera.
Durante sus sermones, San Juan detenía la lluvia de los cielos e imponía silencio a los pájaros que perturbaban su predicación.
Un historiador así describe un día de ese santo, cuando predicaba en Nuremberg:
«Se levantaba antes de la aurora a fin de recitar el Oficio y prepararse para la Santa Misa. Dirigía entonces, al pueblo, un sermón en latín, que un intérprete traducía al idioma del lugar. Volvía al convento, rezaba Sexta y Nona. Buena parte de la tarde era consagrada a visitar a los enfermos. Después concedía audiencia a aquellos que necesitaban hablarle. Recitaba las Vísperas y volvía al servicio de los enfermos hasta la noche. Después de las Completas y de la oración de la noche, concedía algún reposo a su cuerpo, aunque le robase al sueño varios momentos para volver a ver la Sagrada Escritura. Tal era la eficacia de sus palabras, que hacía llorar inclusive a aquellos que no comprendían su lengua.»
Con austeridad auténtica, San Juan contundía los desvíos de su época
La espiritualidad de San Francisco de Asís presenta dos aspectos diferentes: por un lado, la dulzura, de la cual nos da ejemplo el propio San Francisco; por otro lado, la severidad.
La severidad de los capuchinos en su gran época se hizo famosa en la Historia de la Iglesia. Hombres austeros, que practicaban la pobreza llevada a sus límites más extremos, y combatían la infidelidad, la inmoralidad, las herejías de los grandes y poderosos de un modo verdaderamente admirable.
Los leprosos son curados al tener contacto con San Francisco de Asís – Greccio, Italia. |
San Juan de Capistrano vivió en una época en la que los efectos del Concilio de Trento todavía no se habían hecho sentir, donde el amor exagerado al lujo había invadido los ambientes eclesiásticos – hecho que fue aprovechado como pretexto por los pseudo-reformadores del protestantismo.
Los sacerdotes de aquel tiempo se relacionaban con lo que fue antiguamente la clase dominante, la nobleza; por eso, tanto cuanto podían, aspiraban a llevar una vida de lujo y de pompa, imitando a los grandes señores feudales.
Por otro lado, muchos ingresaban en el estado religioso sin tener una vocación auténtica y, de esa forma, degradaban el estado sacerdotal.
Los nobles de ese tiempo también llevaban una vida repleta de delicias, de opulencias, una vida de gozo sensual, opuesto a la austeridad evangélica.
Contra esa forma de Revolución, los religiosos capuchinos y franciscanos aparecen como los contra-revolucionarios por excelencia.
En carreteras transitadas por magníficos carruajes, atravesadas por hombres montados en caballos ricamente enjaezados, por las cuales viajaban burgueses en cómodas literas, se veía también la figura austera de un franciscano todo él sobrenatural, con un paso veloz y decidido, recogido en oración, varonil, fuerte, saludable, llevando en sus espaldas un saco lleno de libros de oración.
Eso constituía un contraste tremendo con toda esa flojera, con toda esa efervescencia de sensualidad y de orgullo que ya estaba produciendo sus frutos y que los iba a producir intensamente más adelante.
Asistido con milagros, el santo austero convertía multitudes
El Dr. Plinio durante una conferencia en los años 90. |
Cuando los franciscanos ocupaban el púlpito hacían sermones tremendos, diciéndole las verdades a todo el mundo, increpando la vida de flojera, la sensualidad, el orgullo, la lujuria en la cual se estaban hundiendo.
En la historia de San Juan de Capistrano vemos auditorios hasta de 150 mil personas oyéndolo. Podemos imaginar el deseo que ese pueblo manifestaba de oír reprimendas, ¡porque había reprimendas fuertes!
Él hablaba contra el lujo de las mujeres, contra los vicios del pueblo. Todo eso era dicho y el pueblo acudía en gran cantidad a oír. Naturalmente, eso causaba mucha impresión, pero entre causar impresión y causar conversión, la distancia es grande. Y San Juan de Capistrano muchas veces no conseguía el resultado que tenía en vista.
Sin embargo, esta era una época en la cual los milagros todavía se multiplicaban: cuando él hablaba los ratones llegaban a roer las plantas; la tierra temblaba; los endemoniados repetían lo que él les ordenaba. Lo vemos, por lo tanto, alcanzar enormes resultados en el púlpito.
Un pequeño reposo después del fatigante trabajo cotidiano
Terminado el trabajo apostólico, ¿qué hacía San Juan?
Se retiraba con calma al recogimiento de su celda.
Él – que no sólo acababa de sacudir ciudades, sino también de arrancar milagros de la propia misericordia de Dios – dormía en un rincón. Después, mientras la ciudad todavía estaba inmersa en el sueño, él comenzaba sus largas oraciones.
Podemos imaginar la edificación de alguien que, regresando a casa a las tres, cuatro de la mañana, pasando cerca de un convento, ve una lucecita encendida y comenta: «Es Fray Juan de Capistrano, un santo, que ya está despierto.
Él es uno de los primeros en la ciudad en despertarse, mientras la ciudad todavía duerme. A esta hora el santo varón reza, lee su Libro de las Horas, se prepara para la Misa.» Con sólo imaginar la oración de San Juan de Capistrano, un calor sobrenatural nos llena el alma.
Después va a visitar a los enfermos, va a atender a las personas. Come una sola vez al día. Finalmente se va a acostar exhausto. Pero en el momento en que se acuesta, vuelve a ver un poco las Sagradas Escrituras.
La santidad hace al hombre capaz de multiplicarse por sí mismo y de exceder los límites de sus posibilidades naturales
¡Vemos en San Juan de Capistrano cómo Dios es admirable en sus santos! En él vemos muy bien qué es la santidad.
Se trata de una gracia excelente que toca el alma en lo que ella tiene de más profundo, proporcionándole dones magníficos que exceden la simple naturaleza.
La gracia la completa de tal forma, que el hombre como que se multiplica por sí mismo y se vuelve muy superior a una persona común: casi se convierte en un ángel, se vuelve una figura del propio Dios.
Christianus alter Christus. Es Nuestro Señor Jesucristo diciendo las verdades, sacrificándose, haciendo penitencia, orando continuamente, visitando a los pobres y haciendo milagros.
Tenemos, por lo tanto, la figura de un gran contra-revolucionario en función de los aspectos de la Revolución en esa época; un santo cuya biografía nos llena el alma.
Que San Juan de Capistrano rece por nosotros.
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1) No poseemos la fuente de la ficha utilizada por el Dr. Plinio en esa ocasión.
(Revista Dr. Plinio, No. 154, enero de 2011, pp. 10-13, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de una conferencia del 27.3.1967).
Un poco más sobre su vida
Es este uno de los predicadores más famosos que ha tenido la Iglesia Católica.
Nació en un pueblecito llamado Capistrano, en la región montañosa de Italia, en 1386. Fue un estudiante sumamente consagrado a sus deberes y llegó a ser abogado y juez, y gobernador de Perugia. Pero en una guerra contra otra ciudad cayó prisionero, y en la cárcel se puso a meditar y se dio cuenta de que en vez de dedicarse a conseguir dinero, honores y dignidades en el mundo, era mejor dedicarse a conseguir la santidad y la salvación en una comunidad de religiosos, y entró de franciscano.
Como era muy vanidoso y le gustaba mucho aparecer, dispuso vencer su orgullo recorriendo la ciudad cabalgando en un pobre burro, pero montado al revés, mirando hacia atrás, y con un sombrero de papel en el cual había escrito en grandes letras: «Soy un miserable pecador». La gente le silbó y le lanzaron piedras y basura. Así llegó hasta el convento de los franciscanos a pedir que lo recibieran de religioso.
El Padre maestro de novicios dispuso ponerle pruebas muy duras para ver si en verdad este hombre de 30 años era capaz de ser religioso humilde y sacrificado. Lo humillaba sin compasión y lo dedicaba a los oficios más cansones y humildes, pero Juan en vez de disgustarse le conservó una profunda gratitud por toda su vida, pues le supo formar un verdadero carácter, y lo preparó para enfrentarse valientemente a las dificultades de la vida. Él recordaba muy bien aquellas palabras de Jesús: «Si el grano de trigo no cae en tierra y no muere, se queda sin producir fruto, pero si muere producirá mucho fruto»(Jn. 12,24).
A los 33 años fue ordenado de sacerdote y luego, durante 40 años recorrió toda Europa predicando con enormes éxitos espirituales. Tuvo por maestro de predicación y por guía espiritual al gran San Bernardino de Siena, y formando grupos de seis y ocho religiosos se distribuyeron primero por toda Italia, y después por los demás países de Europa predicando la conversión y la penitencia.
Juan tenía que predicar en los campos y en las plazas porque el gentío tan enorme no cabía en las iglesias.
Su presencia de predicador era impresionante. Flaco, pálido, penitente, con voz sonora y penetrante; un semblante luminoso, y unos ojos brillantes que parecían traspasar el alma, conmovía hasta a los más indiferentes. La gente lo llamaba «El padre piadoso», «el santo predicador». Vibraba en la predicación de las verdades eternas. La gente al verlo y oírlo recordaba la figura austera de San Juan Bautista predicando conversión en las orillas del río Jordán. Y les repetía las palabras del Bautista: «Raza de víboras: tienen que producir frutos de conversión. Porque ya está el hacha de la justicia divina junto a la vida de cada uno, y árbol que no produce frutos de obras buenas será cortado y echado al fuego» (Lc. 3,7).
Muchos pedían a gritos la confesión, prometiendo cambiar de vida y estallaban en llanto de arrepentimiento. Las gentes traían sus objetos e superstición y los libros de brujería y otros juegos y los quemaban en públicas hogueras en la mitad de las plazas.
Muchos jóvenes al oírlo predicar se proponían irse de religiosos. En Alemania consiguió 120 jóvenes para las comunidades religiosas y en Polonia 130.
Sus sermones eran de dos y tres horas, pero a los oyentes se les pasaba el tiempo sin darse cuenta. Atacaba sin miedo a los vicios y malas costumbres, y muchísimos, después de escucharle, dejaban sus malas amistades y las borracheras.
Después de predicar se iba a visitar enfermos, y con sus oraciones y su bendición sacerdotal obtenía innumerables curaciones.
Juan convertía pecadores no sólo por su predicación tan elocuente y fuerte, sino por su gran espíritu de penitencia. Dormía pocas horas cada noche. Vestía siempre trajes sumamente pobres. Comía muy poco, y siempre alimentos burdos y nunca comidas finas ni especiales. Una artritis muy dolorosa lo hacía cojear y dolores muy fuertes de estómago lo hacían retorcerse, pero su rostro era siempre alegre y jovial. En su cuerpo era débil pero en su espíritu era un gigante.
Después de muerto reunieron los apuntes de los estudios que hizo para preparar sus sermones y suman 17 gruesos volúmenes.
La Comunidad Franciscana lo eligió por dos veces como Vicario Genera, y aprovechó este altísimo cargo para tratar de reformar la vida religiosa de los franciscanos, llegando a conseguir que en toda Europa esta Orden religiosa llegara a un gran fervor.
Muchos se le oponían a sus ideas de reformar y de volver más fervorosos a los religiosos. Y lo que más lo hacía sufrir era que la oposición venía de sus mismos colegas en el apostolado. Se cumplía en él lo que dice el Salmo: «Aquél que comía conmigo el pan en la misma mesa, se ha declarado en contra de mí». Pero esas incomprensiones le sirvieron para no dedicarse a buscar las alabanzas de las gentes, sino las felicitaciones de Dios. Él repetía la frase de San Pablo: «Si lo que busco es agradar a la gente, ya no seré siervo de Cristo».
Juan tenía unas dotes nada comunes para la diplomacia. Era sabio, era prudente, y medía muy bien sus juicios y sus palabras. Había sido juez y gobernador y sabía tratar muy bien a las personas. Por eso cuatro Pontífices (Martín V, Eugenio IV, Nicolás V y Calixto III) lo emplearon como embajador en muchas y muy delicadas misiones diplomáticas y con muy buenos resultados. Tres veces le ofrecieron los Sumos Pontífices nombrarlo obispo de importantes ciudades, pero prefirió seguir siendo humilde predicador, pobre y sin títulos honoríficos.
40 años llevaba Juan predicando de ciudad en ciudad y de nación en nación, con enormes frutos espirituales, cuando a la edad de 70 años lo llamó Dios a que le colaborara en la liberación de sus católicos en Hungría. Y fue de la siguiente manera.
En 1453 los turcos musulmanes se habían apoderado de Constantinopla, y se propusieron invadir a Europa para acabar con el cristianismo. Y se dirigieron a Hungría.
Las noticias que llegaban de Serbia, nación invadida por los turcos, eran impresionantes. Crueldades salvajes contra los que no quisieran renegar de la fe en Cristo, y destrucción de todo lo que fuera cristiano católico.
Entonces Juan se fue a Hungría y recorrió toda la nación predicando al pueblo, incitándolo a salir entusiasta en defensa de su santa religión. Las multitudes respondieron a su llamado, y pronto se formó un buen ejército de creyentes.
Los musulmanes llegaron cerca de Belgrado con 200 cañones, una gran flota de barcos de guerra por el río Danubio, y 50,000 terribles jenízaros de a caballo, armados hasta los dientes. Los jefes católicos pensaron en retirarse porque eran muy inferiores en número. Pero fue aquí cuando intervino Juan de Capistrano.
El gran misionero salvó a la ciudad de Bucarest de tres modos. El primero, convenciendo al jefe católico Hunyades a que atacara la flota turca que era mucho más numerosa. Atacaron y salieron vencedores los católicos. El segundo, fue cuando ya los católicos estaban dispuestos a abandonar la fortaleza de la ciudad y salir huyendo. Entonces Juan se dedicó a animarlos, llevando en sus manos una bandera con una cruz y gritando sin cesar: Jesús, Jesús, Jesús. Los combatientes cristianos se llenaron de valor y resistieron heroicamente. Y el tercer modo, fue cuando ya Hunyades y sus generales estaban dispuestos a abandonar la ciudad, juzgando la situación insostenible, ante la tremenda desproporción entre las fuerzas católicas y las enemigas, Juan recorrió todos los batallones gritando entusiasmado: «Creyentes valientes, todos a defender nuestra santa religión». Entonces los católicos dieron el asalto final y derrotaron totalmente a los enemigos que tuvieron que abandonar aquella región.
Jamás empleó armas materiales. Sus armas eran la oración, la penitencia y la fuerza irresistible de su predicación.
Las gentes decían que aquellos cuarteles de guerreros más parecían casas de religiosos que campamentos militares, porque allí se rezaba y se vivía una vida llena de virtudes. Todos los capellanes celebraban cada día la santa misa y predicaban. Muchísimos soldados se confesaban y comulgaban. Y los militares repetían en sus batallones: «Tenemos un capellán santo. Hay que portarse de manera digna de este gran sacerdote que nos dirige. Si nos portamos mal no vamos a conseguir victorias sino derrotas». Y los oficiales afirmaban: «Este padrecito tiene más autoridad sobre nuestros soldados, que el mismo jefe de la nación».
Mientras los católicos luchaban con las armas en Hungría, el Sumo Pontífice hacía rezar en todo el mundo el Angelus (o tres Avemarías diarias) por los guerreros católicos y la Sma. Virgen consiguió de su Hijo una gran victoria. Con razón en Budapest le levantaron una gran estatua a San Juan de Capistrano, porque salvó la ciudad de caer en manos de los más crueles enemigos de nuestra santa religión.
Y sucedió que la cantidad de muertos en aquella descomunal batalla fue tan grande, que los cadáveres dispersados por los campos llenaron el aire de putrefacción y se desató una furiosa epidemia de tifo. San Juan de Capistrano había ofrecido a Dios su vida con tal de conseguir la victoria contra los enemigos del catolicismo, y Dios le aceptó su oferta. El santo se contagió de tifo, y como estaba tan débil a causa de tantos trabajos y de tantas penitencias, murió el 23 de octubre de 1456.
Fuente: ewtn