Autor: Dr. Plinio Corrêa de Oliveira

Por aclamación popular, San Ambrosio ascendió a la dignidad episcopal: “vox populi, vox Dei”.

Respecto a San Ambrosio, obispo, confesor y doctor de la Iglesia, Don Guéranger nos provee algunos datos biográficos:

Siendo aún adolescente, Ambrosio presentaba con gravedad su mano para ser besada por su madre y su hermana, porque, decía él: «Un día esta mano será la de un obispo».

Aquí vemos la entera convicción de la dignidad episcopal: como esa mano un día sería la de un obispo, bésela desde ahora. Y no hacía eso por vanidad, ni por orgullo, sino por amor a la dignidad episcopal. ¡Magnífico!

La honra de pertenecer a la Iglesia

San Ambrosio - Catedral de Lima, PerúSe puede creer que si la voluntad divina no hubiese condenado irrevocablemente al Imperio Romano a perecer, influencias como las de Ambrosio, ejercidas sobre un príncipe de corazón recto, habrían evitado su ruina. Su máxima era firme, pero no debía ser aplicada sino en las sociedades nuevas, que surgirían después de la caída del Imperio.

San Ambrosio decía: no hay título más honroso para un Emperador que el de ser «hijo de la Iglesia». El Emperador es un miembro de la Iglesia, y no está por encima de ella.

San Ambrosio y otros Doctores de la Iglesia necesitaron luchar contra una tradición que permaneció entre los emperadores romanos cristianos, que procedía del tiempo del paganismo.

En la época del paganismo clásico no había propiamente una iglesia pagana, ni la distinción entre las dos sociedades, Iglesia y Estado, como la que Nuestro Señor Jesucristo instituyó. El Estado pagano era un Estado-Iglesia que promovía al mismo tiempo la vida temporal, el culto, y ponía en orden todos los asuntos religiosos. De tal manera que los emperadores romanos se consideraban habitualmente jefes de la religión. Y cuando morían, eran incluso «deificados», elevados a la condición de dioses.

Cuando surgió el Cristianismo, muchos emperadores romanos, por un hábito mental, se consideraban jefes de la Religión Católica, dando origen a enormes desacuerdos, como el de San Ambrosio con el Emperador Teodosio.

Es conocido el hecho de que el Emperador Teodosio, al no querer subordinarse a las órdenes de San Ambrosio, obispo de Milán, fue a la iglesia acompañado de su séquito, después de haber sido excomulgado. Encontró a San Ambrosio con su clero en la entrada del templo, que le prohibió entrar. Y Teodosio retrocedió.

Entonces, Don Guéranger comenta esta máxima de San Ambrosio: «Nada es más honroso que ser hijo de la Iglesia. El Emperador está en la Iglesia, y no por encima de la Iglesia.»

Es decir, el gran título de honra para el Emperador es el de católico. Por eso, después de la caída del Imperio Romano, los soberanos católicos colocaban toda su honra en unir sus cargos a títulos religiosos. Así surgió el Sacro Imperio Romano y los títulos de Rey Apostólico para los reyes de Hungría; Rey Cristianísimo para los de Francia; Defensor de la Fe, concedido a Enrique VIII de Inglaterra, antes de apostatar; Reyes Católicos a los soberanos de España; Rey Fidelísimo al monarca de Portugal.

Es bonita la observación hecha por Don Guéranger, pues el título de imperial o real, siendo el más alto de los títulos humanos, de poco vale si no va conjugado de alguna forma con la Iglesia Católica.

Entusiasta de la virginidad

San Ambrosio es uno de los Padres [de la Iglesia] del siglo IV que expresó más vivamente las grandezas del ministerio de María. Esta tierna predilección por Nuestra Señora explica el entusiasmo del que Ambrosio estaba lleno por la virginidad cristiana, de la cual merece ser considerado el doctor especial. Ninguno de los Padres lo igualó en el encanto y en la elocuencia con los cuales él proclamó la dignidad y la felicidad de las vírgenes.

Ese lindo título le cabe a San Ambrosio. De todos los Doctores de la Iglesia, fue el que mejor estudió la virtud de la virginidad; él fue quien, con insuperable delicadeza de lenguaje y de alma supo tratar ese tema, de manera a no sólo confirmar la convicción de que la virginidad es una virtud excelsa, sino más aún a proporcionar una verdadera apetencia por la virginidad. Valdría la pena algún día que comentásemos aquí los sermones de San Ambrosio sobre la virginidad; es de lo más bello que hay.

Celoso por la dignidad exterior

San Ambrosio se preocupaba de que los ministros de la Iglesia presentasen exteriormente una gran dignidad. No aceptaba en su clero a quien no tuviese una presencia respetuosa. Así, no admitió a un amigo suyo, porque notó en su modo de andar algo menos propio.

Conozco el caso de una señora cuyo hijo quería ser padre. En cierta ocasión ella entró en un tranvía y vio a un padre tan sucio de tabaco, con el cabello tan despeinado, que dijo: «Mi hijo jamás será padre.»

Fue un raciocinio equivocado, pero con algún fondo de razón. Es decir, si en una clase los hombres se presentan así, no conviene pertenecer a esa clase. La idea es muy verdadera: cuando una persona es altamente respetable, la respetabilidad trasparece incluso en su físico. Se comprende, por lo tanto, cómo San Ambrosio tenía toda la razón.

San Agustín (Colegiata de Roncesvalles) San Ambrosio (Iglesia de la Sagrada Familia - Windsor, Canadá)

Apostolado de presencia

San Ambrosio combatió a los herejes y convirtió a San Agustín.

San Agustín cuenta que tuvo una verdadera fascinación por San Ambrosio. Él iba de vez en cuando a la casa del santo Obispo de Milán, entraba en la sala donde él estaba escribiendo y se quedaba sentado, con la esperanza de que San Ambrosio le dijese alguna palabra. Y San Ambrosio, muy ocupado con sus trabajos, no conversaba con San Agustín. Pero, por el hecho de ver a San Ambrosio trabajando y de estar allí en la atmósfera creada por el Obispo de Milán, él sentía que eso le hacía mucho bien a su alma.

Por eso y debido a algunos coloquios que tuvieron, así como también por causa de las obras de San Ambrosio, algunas de las cuales San Agustín conoció antes de la conversión, se puede decir que San Ambrosio cooperó constantemente para ese hecho que tal vez sea el más importante de su vida: no fueron los libros que escribió, ni las obras que realizó, sino el haber convertido a San Agustín. Solamente esa conversión es un capítulo en la Historia del mundo y en la Historia de la Iglesia.

Aquí vemos dos cosas muy bonitas en San Ambrosio: en primer lugar, el apostolado de presencia.

Nosotros insistimos tanto respecto al alcance de ese apostolado. Muchas personas piensan que valen para nuestro Movimiento en la medida en que hablan, actúan, trabajan. Evidentemente todo eso es muy bueno. Pero hay un apostolado de presencia que puede ser mucho mejor; y de eso San Ambrosio dio pruebas muy elocuentes frente a San Agustín.

Por otro lado, notamos la confianza en la Providencia Divina. Si San Ambrosio fuese superficial, cesaría todos sus trabajos para hacer una pesca apostólica con San Agustín. Después iría a trabajar desordenadamente o, peor aún, menguaría sus libros y escribiría unos libritos superficiales, para tener tiempo de conversar con San Agustín.

Sin embargo, confiando en la Providencia, en el amor de Dios, en la Iglesia Católica, hacía lo que estaba dentro de sus posibilidades. Era la voluntad de Dios que San Ambrosio escribiese un libro y él lo hacía con perfección. Y que San Agustín aprovechase las oportunidades que encontrase; Dios habría de proveer. Y de hecho proveyó.

Es decir, esa confianza en la Providencia, de no querer hacer locuras ni absurdos, sino de ser temperante, inclusive en el propio celo apostólico, es rica en lecciones.

Vox populi, vox Dei

(L´Année liturgique – première section: L´Avant. Dom Prosper Guéranger.)

San Ambrosio se encontraba en la ciudad de Milán, revestido de la autoridad de su cargo, en la ocasión en que el pueblo se desentendía en lo relativo a la elección del sucesor del fallecido obispo arriano Auxence.

Ambrosio se dirigió, pues, a la iglesia, para cumplir sus obligaciones de oficio y procurar calmar la sedición que se estaba armando.

Sin embargo, después de un discurso elocuente, en el cual abordaba largamente la conveniencia de la paz y de la tranquilidad en las cosas públicas, un niño gritó repentinamente: «¡Ambrosio obispo!». A lo cual todo el pueblo respondió igualmente: «¡Ambrosio obispo!», manifestando su apoyo a esta elección.

Como Ambrosio rechazó esta dignidad, resistiendo a los deseos de la asamblea, el voto ardoroso del pueblo fue transmitido al Emperador Valentiniano, el cual quedó muy agradado de que los magistrados elegidos por él fuesen elevados a las honras del sacerdocio.

El Prefecto Probus no quedó menos agradado. Cuando salió Ambrosio, él le había dicho, como si fuese un presentimiento profético: «Id y actuad, no como Juez, sino como Obispo.»

Así, estando unidas la voluntad imperial y la voz del pueblo, Ambrosio fue bautizado (pues aún era catecúmeno), recibió las órdenes sacras, pasó por todas las etapas prescritas por la disciplina de la Iglesia, y ocho días después de su elección, el siete de diciembre, recibió el cargo episcopal.

Como obispo, fue un intrépido campeón de la Fe y de la disciplina eclesiástica, trajo de regreso a la verdad de la Fe a muchos arrianos y a otros herejes, entre los cuales engendró para Jesucristo a San Agustín, antorcha sagrada de la Iglesia. 

(Revista Dr. Plinio, No. 153, diciembre de 2012, p. 10-13, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de conferencias del 7.12.64 y 6.12.66)

 

Breve Biografía: 

San Ambrosio
Arzobispo de Milán
Año 397

Ambrosio significa «Inmortal».

Este santo es uno de los más famosos doctores que la Iglesia de occidente tuvo en la antigüedad (junto con San Agustín, San Jerónimo y San León).

Nació en Tréveris (sur de Alemania) en el año 340. Su padre que era romano y gobernador del sur de Francia, murió cuando Ambrosio era todavía muy niño, y la madre volvió a Roma y se dedicó a darle al hijo la más exquisita educación moral, intelectual, artística y religiosa. El joven aprendió griego, llegó a ser un buen poeta, se especializó en hablar muy bien en público y se dedicó a la abogacía.

Las defensas que hacía de los inocentes ante las autoridades romanas eran tan brillantes, que el alcalde de Roma lo nombró su secretario y ayudante principal. Y cuando apenas tenía 30 años fue nombrado gobernador de todo el norte de Italia, con residencia en Milán. Cuando su formador en Roma lo despidió para que fuera a posesionarse de su alto cargo dijo: «Trate de gobernar más como un obispo que como un gobernador». Y así lo hizo.

En la gran ciudad de Milán, Ambrosio se ganó muy pronto la simpatía del pueblo. Más que un gobernante era un padre para todos, y no negaba un favor cuando en sus manos estaba el poder hacerlo. Y sucedió que murió el Arzobispo de Milán, y cuando se trató de nombrarle sucesor, el pueblo se dividió en dos bandos, unos por un candidato y otros por el otro. Ambrosio temeroso de que pudiera resultar un tumulto y producirse violencia se fue a la catedral donde estaban reunidos y empezó a recomendarles que procedieran con calma y en paz. Y de pronto una voz entre el pueblo gritó: «Ambrosio obispo, Ambrosio obispo». Inmediatamente todo aquel gentío empezó a gritar lo mismo: «Ambrosio obispo». Los demás obispos que estaban allí reunidos y también los sacerdotes lo aclamaron como nuevo obispo de la ciudad. Él se negaba a aceptar (pues no era ni siquiera sacerdote), pero se hicieron memoriales y el emperador mandó un decreto diciendo que Ambrosio debía aceptar ese cargo.

Desde entonces no piensa sino en instruirse lo más posible para llegar a ser un excelente obispo. Se dedica por horas y días a estudiar la S. Biblia, hasta llegar a comprenderla maravillosamente. Lee los escritos de los más sabios escritores religiosos, especialmente San Basilio y San Gregorio Nacianceno, y una vez ordenado sacerdote y consagrado obispo, empieza su gran tarea: instruir al pueblo en su religión.

Sus sermones comienzan a volverse muy populares. Entre sus oyentes hay uno que no le pierde palabra: es San Agustín (que todavía no se ha convertido). Éste se queda profundamente impresionado por la personalidad venerable y tan amable que tiene el obispo Ambrosio. Y al fin se hace bautizar por él y empieza una vida santa.

Nuestro santo era prácticamente el único que se atrevía a oponerse a los altos gobernantes cuando estos cometían injusticias. Escribía al emperador y a las altas autoridades corrigiéndoles sus errores. El emperador Valentino le decía en una carta: «Nos agrada la valentía con que sabe decirnos las cosas. No deje de corregirnos, sus palabras nos hacen mucho bien». Cuando la emperatriz quiso quitarles un templo a los católicos para dárselo a los herejes, Ambrosio se encerró con todo el pueblo en la iglesia, y no dejó entrar allí a los invasores oficiales.

El emperador de ese tiempo era Teodosio, un creyente católico, gran guerrero, pero que se dejaba llevar por sus arrebatos de cólera. Un día los habitantes de la ciudad de Tesalónica mataron a un empleado del emperador, y éste envió a su ejército y mató a siete mil personas. Esta noticia conmovió a todos. San Ambrosio se apresuró a escribirle una fuerte carta al mandatario diciéndole: «Eres humano y te has dejado vencer por la tentación. Ahora tienes que hacer penitencia por este gran pecado». El emperador le escribió diciéndole: «Dios perdonó a David; luego a mí también me perdonará». Y nuestro santo le contestó: «Ya que has imitado a David en cometer un gran pecado, imítalo ahora haciendo una gran penitencia, como la que hizo él».

Teodosio aceptó. Pidió perdón. Hizo grandes penitencias, y en el día de Navidad del año 390, San Ambrosio lo recibió en la puerta de la Catedral de Milán, como pecador arrepentido. Después ese gran general murió en brazos de nuestro santo, el cual en su oración fúnebre exclamó: «siendo la primera autoridad civil y militar, aceptó hacer penitencia como cualquier otro pecador, y lloró su falta toda la vida. No se avergonzó de pedir perdón a Dios y a la Santa Iglesia, y seguramente que ha conseguido el perdón».

San Ambrosio componía hermosos cantos y los enseñaba al pueblo. Cuando tuvo que estarse encerrado con todos sus fieles durante toda una semana en un templo para no dejar que se lo regalaran a los herejes, aprovechó esas largas horas para enseñarles muchas canciones religiosas compuestas por él mismo. Después los herejes lo acusaban de que les quitaba toda la clientela de sus iglesias, porque con sus bellos cantos se los llevaba a todos para la catedral de Milán. Sabía ejercitar su arte para conseguirle más amigos a Dios.

Este gran sabio compuso muy bellos libros explicando la S. Biblia, y aconsejando métodos prácticos para progresar en la santidad. Especialmente famoso se hizo un tratado que compuso acerca de la virginidad y de la pureza. Las mamás tenían miedo de que sus hijas charlaran con este gran santo porque las convencía de que era mejor conservarse vírgenes y dedicarse a la vida religiosa (Él exclamaba: «en toda mi vida nunca he visto que un hombre haya tenido que quedarse soltero porque no encontró una mujer con la cual casarse»). Pero además de su sabiduría para escribir, tenía el don de poner las paces entre los enemistados. Así que muchísimas veces lo llamaron del alto gobierno para que les sirviera como embajador para obtener la paz con los que deseaban la guerra, y conseguía muy provechosos armisticios o tratados de paz.

El viernes santo del año 397, a la edad de 57 años, murió plácidamente exclamando: «He tratado de vivir de tal manera que no tenga que sentir miedo al presentarme ante el Divino Juez» (San Agustín decía que le parecía admirable esta exclamación).

Fuente: ewtn

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