CONSAGRESE A LA VIRGEN

¿En qué consiste la perfecta consagración a Jesucristo a través de las manos de María que propugna San Luis Grignion de Montfort? La respuesta nos la proporciona él mismo.

La plenitud de nuestra perfección radica en asemejarnos, vivir unidos y consagrados a Jesucristo. Por lo tanto, la devoción más perfecta de todas es, sin lugar a dudas, aquella que nos asemeja, une y consagra de manera más completa a Jesucristo. Ahora bien, María es la criatura que más se asemeja a Él. Así, la devoción que mejor nos consagra y nos hace semejantes a Nuestro Señor es, sin duda, la devoción a su santísima Madre. Cuanto más te consagres a María, más te unirás a Jesucristo.

Consagrarse a María significa entregarse a ella, colocándose a su servicio y a su entera disposición. Ella nos guiará hacia Jesús. Esta consagración implica dejarnos llevar sin condiciones, confiando en que María conoce mejor el camino y que podemos descansar tranquilos en sus brazos maternos. Consagrarse a María es vivir permanentemente en su Inmaculado Corazón, dentro del Corazón divino de Jesús. Es permitir que ella actúe a través de nosotros, prestándole nuestra lengua para que hable y nuestro corazón para que ame a los demás a través de nosotros. En resumen, se trata de vivir en total unión con María para poder decir: “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí a través de María”. Por ello, un consagrado a María debe confiar plenamente en ella y dejarse llevar sin condiciones.

La perfecta consagración a Jesucristo, por lo tanto, es una total y perfecta entrega de uno mismo a la Santísima Virgen. Esta es la devoción que enseño, que consiste, en otras palabras, en una renovación perfecta de los votos y promesas bautismales.

Esta devoción implica una entrega total a la Santísima Virgen para pertenecer, por medio de ella, completamente a Jesucristo.

Se debe entregar:

1) el cuerpo con todos sus sentidos y miembros; 2) el alma con todas sus facultades; 3) los bienes exteriores, llamados de fortuna, presentes y futuros; y 4) los bienes interiores y espirituales, es decir, los méritos, virtudes y buenas obras pasadas, presentes y futuras. En dos palabras: todo lo que tenemos o podamos tener en el futuro, en el orden de la naturaleza, de la gracia y de la gloria, sin reserva alguna ni de un céntimo, ni de un cabello, ni de la menor obra buena y esto por toda la eternidad, sin esperar más recompensa por nuestra ofrenda y servicio que el honor de pertenecer a Jesucristo por María y en María, aunque esta amable Señora no fuera, como siempre lo es, la más generosa y agradecida de todas las criaturas.

Es importante señalar que en las buenas obras que realizamos hay un doble valor: el valor satisfactorio e impetratorio, así como el valor meritorio.

El valor satisfactorio o impetratorio de una buena obra se refiere a la misma acción en cuanto satisface la pena debida por el pecado u obtiene alguna nueva gracia. Por otro lado, el valor meritorio o mérito se refiere a la obra buena en cuanto merece gracia y gloria eterna.

En esta consagración a la Santísima Virgen, le entregamos todo nuestro valor satisfactorio, impetratorio y meritorio, es decir, las satisfacciones y méritos de todas nuestras buenas obras. Le ofrecemos nuestros méritos, gracias y virtudes, no para que los comunique a otros ya que nuestros méritos, gracias y virtudes son, en sentido estricto, incomunicables sino para que ella los conserve, aumente y embellezca, como veremos más adelante. También le entregamos nuestras satisfacciones para que las comunique a quien mejor le plazca y para la mayor gloria de Dios.

De esto se deduce que, por medio de esta devoción, entregamos a Jesucristo de la manera más perfecta pues lo hacemos por manos de María todo lo que podemos dar y mucho más que por las demás devociones, las cuales solo nos permiten entregar parte de nuestro tiempo, buenas obras, satisfacciones y mortificaciones. A través de esta consagración, le entregamos y consagramos todo, incluso el derecho de disponer de nuestros bienes interiores y las satisfacciones que podemos obtener cada día mediante nuestras buenas obras, lo cual no se realiza ni siquiera en las órdenes o institutos religiosos.

Esta entrega, sin embargo, no afecta en absoluto las obligaciones del estado presente o futuro en que se encuentre la persona. Por ejemplo, un sacerdote, debido a su oficio o por cualquier otro motivo, debe aplicar el valor satisfactorio e impetratorio de la Santa Misa a una intención específica. Esta consagración se realiza siempre conforme al orden establecido por Dios y a los deberes propios de cada estado.

Esta devoción nos consagra simultáneamente a la Santísima Virgen y a Jesucristo. Nos consagramos a la Santísima Virgen, quien es el medio perfecto escogido por Jesucristo para unirse a nosotros y unirnos a Él. Al mismo tiempo, nos consagramos a Nuestro Señor, que es nuestra meta final y a quien debemos todo lo que somos, ya que es nuestro Dios y Redentor.

(SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT. Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen. Núm. 120-125. En: OEuvres complètes. París: Seuil, 1966.)

Este acto de consagración “se realiza de una vez para siempre”. Sin embargo, es recomendable renovarlo con frecuencia, entre otras razones, para reafirmar nuestra intención de tener a María como dueña y señora de nuestras vidas.